John Grisham - La Confesión

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Travis Boyette es un asesino. En 1998, en una pequeña ciudad de Texas, raptó, violó y estranguló a una de las chicas más guapas y más populares del instituto. Enterró el cadáver en un lugar donde nadie lo encontraría nunca y luego esperó. Observó impasible mientras la policía detenía a Donté Drumm, la estrella del equipo de fútbol que nada había tenido que ver con el crimen.
Donté fue acusado, declarado culpable y condenado a muerte. Ahora han transcurrido nueve años y solo faltan cuatro días para la ejecución de Donté. En Kansas, a más de seiscientos kilómetros de la cárcel, Travis también se enfrenta a su destino: un tumor cerebral que le deja muy poco tiempo de vida. Decide hacer lo correcto por primera vez: va a confesar. Pero ¿será capaz un hombre culpable de convencer a los abogados, los jueces y los políticos de que están a punto de ejecutar a un hombre inocente?

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– Piénsalo, Reeva, por favor -dijo Koffee.

– No, Paul, la respuesta es que no. Lo hago por Nicole, por mi familia y por el resto de las víctimas. Es necesario que el mundo vea lo que nos ha hecho ese monstruo.

– ¿Qué se gana con ello? -preguntó Koffee.

Tanto él como Kerber habían ignorado las llamadas telefónicas del equipo de producción de Fordyce.

– Tal vez se puedan cambiar las leyes.

– Pero si en este caso ya funcionan, Reeva. De acuerdo, ha tardado más de lo que queríamos, pero desde un punto de vista general nueve años no está mal.

– Paul, por Dios, parece mentira que digas estas cosas. Tú no has vivido la misma pesadilla que nosotros durante los últimos nueve años.

– No, es verdad, ni pretendo entender lo que has pasado, pero la pesadilla no se acabará el jueves por la noche.

Eso seguro, al menos en lo que de Reeva dependía.

– No sabes de qué hablas, Paul. Estoy alucinada. La respuesta es que no. No, no y no. Iré a la entrevista, y emitirán el programa. Todo el mundo se va a enterar de lo que pasa.

Como no esperaban tener éxito, no se llevaron ninguna sorpresa. Cuando Reeva Pike tomaba una decisión, era irrevocable. Cambiaron de postura.

– Como quieras -dijo Koffee-. ¿Os sentís seguros, tú y Wallis?

Reeva sonrió, y casi se le escapó la risa.

– Pues claro, Paul. Tenemos la casa llena de armas, y los vecinos están pendientes de todo. Cada vez que entra un coche en esta calle, lo vigilan con miras de escopetas. No esperamos tener problemas.

– Hoy han llamado varias veces a la comisaría -comentó Kerber-. Los anónimos de siempre: amenazas vagas sobre tal y cual cosa si ejecutan al chico.

– Seguro que sabréis resolverlo -replicó Reeva, sin la menor inquietud.

Tras librar su propia guerra sin cuartel, ya no se acordaba de lo que era tener miedo.

– Creo que deberíamos tener un coche patrulla aparcado en la calle durante el resto de la semana -dijo Kerber.

– Tú haz lo que quieras; a mí me da igual. Aunque los negros se alboroten, hasta aquí no llegarán. ¿No suelen quemar primero sus propias casas?

Los dos hombres se encogieron de hombros. No tenían experiencia en disturbios. En cuanto a relaciones raciales, el pasado de Slone era de lo más anodino. Lo poco que sabían lo habían aprendido viendo las noticias por la tele. En efecto, parecía que los disturbios se limitaban a los guetos.

Tras unos minutos conversando sobre el tema, llegó el momento de irse. Se dieron otro abrazo en la puerta de la casa, y prometieron verse tras la ejecución. ¡Qué gran momento! El final del suplicio. Por fin se haría justicia.

Robbie Flak aparcó en la acera de la casa de los Drumm y se preparó para otra entrevista.

– ¿Cuántas veces has venido? -le preguntó su acompañante.

– No lo sé. Muchísimas.

Robbie abrió la puerta y bajó. Ella hizo lo mismo.

Se llamaba Martha Handler, y era periodista de investigación por cuenta propia; no trabajaba para nadie, aunque de vez en cuando cobraba de revistas importantes. Su primera visita a Slone se remontaba a dos años atrás, al estallido del escándalo Paul Koffee, momento en el que había empezado su fascinación por el caso Drumm. Ella y Robbie habían pasado muchas horas juntos, profesionalmente, y solo el compromiso de Robbie con su actual compañera, una mujer veinte años menor que él, había impedido que la situación derivase a mayores. Martha, que ya no creía en el compromiso, daba señales contradictorias respecto a si tenía abierta la puerta o no. Había tensión sexual entre los dos, como si ambos resistieran el impulso de decir que sí. De momento lo lograban.

Al principio Martha decía escribir un libro sobre el caso Drumm. Más tarde era un artículo largo jara Vanity Fair, y luego para el New Yorker. Acto seguido fue el guión de una película que produciría en Los Ángeles uno de sus ex maridos. A juicio de Robbie era una escritora pasable, con muy buena memoria para los datos, pero un desastre en cuanto a organización y planificación. Independientemente del producto final,

Robbie tenía poder absoluto de veto, y si el proyecto de Martha llegaba a traducirse en dinero, una parte sería para Robbie y la familia Drumm. Ahora, tras dos años con ella, ya no esperaba ningún tipo de compensación. De todos modos, le caía bien. De humor malévolo, irreverente, Martha estaba totalmente entregada a la causa, y sentía un odio feroz hacia casi todas las personas que conocía en Texas. Por si fuera poco, le daba al bourbon como una cosaca, y jugaba al póquer hasta mucho después de medianoche.

El pequeño salón estaba lleno de gente, con Roberta Drumm en el sitio de siempre, el taburete del piano. Junto a la puerta de la cocina estaban dos de sus hermanos. Su hijo Cedric, el hermano mayor de Donté, acunaba a un bebé dormido en el sofá. Andrea, la hermana pequeña, ocupaba una silla, y el reverendo Canty, el pastor de Roberta, la otra. Robbie y Martha se sentaron muy juntos, en sillas precarias y frágiles traídas de la cocina. Martha había estado varias veces en la casa, y hasta le había hecho la comida a Roberta cuando tenía gripe.

Tras los saludos, abrazos y café instantáneo de siempre, Robbie empezó a hablar.

– Hoy no ha pasado nada, lo cual es una buena noticia. Mañana a primera hora se hará pública la decisión de la comisión de libertad condicional. No se reúnen; solo se van pasando el caso, y todos votan. No esperamos que aconsejen clemencia. Casi nunca lo hacen. Lo que esperamos es una negativa, que recurriremos ante el gobernador, pidiendo la suspensión. El gobernador tiene potestad para suspender la pena durante treinta días. No es muy probable que nos lo concedan, pero hay que rezar por un milagro.

Robbie Flak no rezaba mucho, pero dominaba la jerga de una zona tan acérrima defensora de su fe como era el este de Texas. Además, estaba en una sala llena de gente que se pasaba las veinticuatro horas del día rezando, con la única excepción de Martha Handler.

– La parte positiva es que hoy nos hemos puesto en contacto con Joey Gamble. Lo hemos encontrado en las afueras de Houston, en un sitio que se llama Mission Bend. Nuestro investigador ha comido con él, le ha planteado la verdad, le ha recalcado la urgencia de la situación, y todo lo demás. Gamble sigue el caso, y es consciente de lo que está en juego. Lo hemos invitado a firmar una declaración en la que se retracte de las mentiras que dijo en el juicio, pero se ha negado. De todos modos, no nos rendimos. No ha sido terminante. Parecía vacilar, y sentirse preocupado por la situación de Donté.

– ¿Y si firma la declaración y dice la verdad? -preguntó Cedric.

– Pues de repente tendríamos algo de munición, una o dos balas, algo que presentar ante los tribunales para hacer un poco de ruido. El problema es que cuando los mentirosos empiezan a retractarse de sus testimonios a todo el mundo le da por sospechar, sobre todo a los jueces que dirimen los recursos. ¿Dónde está el límite de las mentiras? ¿Cuándo miente, ahora o antes? La verdad es que está difícil, pero ahora mismo todo está difícil.

Robbie siempre había sido franco, sobre todo en su trato con las familias de los acusados por delitos graves. En aquella fase del caso de Donté, parecía absurdo albergar esperanzas.

Roberta se quedó estoicamente sentada, con las manos debajo de las piernas. Tenía cincuenta y seis años, pero aparentaba muchos más. Desde que su marido, Riley, había muerto, hacía cinco años, ya no se teñía el pelo, y había dejado de comer. Estaba gris, demacrada, y hablaba muy poco; claro que siempre había sido parca. El gran hablador, el bocazas, el lanzado, era Riley; a Roberta le quedaba el papel de suavizar las cosas a espaldas de su marido, poner parches en las desavenencias que creaba. Desde hacía unos días aceptaba lentamente la realidad, que parecía superarla. Ni ella, ni Riley, ni ningún miembro de la familia habían puesto en duda alguna vez la inocencia de Donté. En sus tiempos, el muchacho había intentado lesionar a algún jugador, y en caso de necesidad sabía defenderse muy bien en el patio o en la calle, pero en el fondo era un bonachón, un chico sensible, incapaz de hacer daño a una persona inocente.

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