Gregg Hurwitz - Comisión ejecutora

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Tim Rackley, un agente federal norteamericano, ve que su vida queda destrozada cuando asesinan a su hija. La polícia cuenta con numerosas pruebas contra el asesino, un hombre con problemas mentales y antecedentes penales llamado Kindell. Sin embargo, éste acaba librándose de la condena por un tecnicismo legal y queda en libertad. Rackley está convencido de que Kindell no actuó en solitario y en su desespero por encauzar su dolor, por entrar en la Comisión.

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– Yo también pasé por un divorcio. No hace falta que me lo cuente.

– Es… duro, ¿verdad?

– Bueno, la cosa mejora con el tiempo.

– Eso es lo que me dice todo el mundo. Yo… me preguntaba si podría enviarme por fax la factura telefónica para echarle un vistazo y asegurarme de que las cifras son correctas. Si lo son, reembolsaré el dinero a mi mujer encantado, naturalmente, sólo que…

– Que si algún abogado se está quedando con usted, quiere saberlo.

– Exacto. Mi mujer se llama Kirsten Heinrich y su número es el tres, uno, cero, seis, cinco, seis, ocho, cuatro, seis, cuatro.

Tim oyó el sonido de unos dedos fugaces sobre el teclado de un ordenador.

– Lo cierto es que, aunque me gustaría ayudarle, no puedo facilitar registros sin una autorización… -Más tecleo-. Oiga, este número figura bajo el nombre de Stefan Heinrich.

– Sí, claro. Soy yo.

– Bueno, técnicamente sigue siendo su número, así que hasta que ella cambie la domiciliación, estoy autorizada a facilitarle esos datos. ¿A qué número de fax quiere que le envíe la última factura?

– Al del Kinko más cercano a mi casa. He perdido el fax junto con mi Saturn nuevecito. El número es el tres, uno, cero, seis, dos, nueve, uno, cuatro, siete, siete. Si pudiera enviarme las últimas facturas, me sería de gran ayuda.

Con Verizon, Tim aseguró ser Stefan Heinrich desde el primer momento y pidió que le enviasen por fax las facturas de los tres últimos meses para comprobar que no le habían cargado ninguna llamada incorrecta.

Comió solo en Fatburger y dejó transcurrir una hora para que los faxes recorrieran los diversos eslabones de la cadena burocrática. Luego fue a Kinko y recogió los documentos. De regreso en su apartamento, se abalanzó sobre las páginas con un rotulador fluorescente en busca de pistas, hurgándose la mejilla con la lengua como si fuera un puntero.

Bowrick se había mudado un par de meses antes. Tim confiaba en que Erika y él habían sido pareja y seguían en contacto. Sabía de hombres que, al pasar a la clandestinidad, habían renunciado a coches con matrícula personalizada, a mascotas cuyo pedigrí estaba registrado, incluso a sus propios hijos, pero siempre se podía contar con que acabarían por ponerse en contacto con sus novias. Regresaban a la cama caliente igual que un perro a su vómito. Con un tipo solitario como Bowrick, las probabilidades eran mayores aún.

Las dos primeras facturas no le facilitaron ninguna información y empezó a inquietarse ante la perspectiva de verse obligado a llamar a todos y cada uno de los números que aparecían en el listado, pero entonces reparó en un número regional que coincidía con unas horas concretas. Hacia las once y media de la noche, todos los lunes, miércoles y viernes. Miró con más atención y vio que también había llamadas a ese mismo número, si bien con menos regularidad, en torno a las siete y media de la mañana.

Qué listillo, Bowrick.

Sabía que si alguien estaba decidido a encontrarle -una posibilidad razonable, teniendo en cuenta que era uno de los responsables de la matanza con mayor cobertura mediática en la historia de Los Ángeles-, quienquiera que fuese podía rastrear las llamadas que hicieran sus parientes o amigos. Así que, en vez de dejar que le llamaran a su piso, había establecido un horario en el que ponerse en contacto con él sin delatarlo.

Tim llamó al número y lo dejó sonar un buen rato, porque supuso que era un teléfono público. Tras diecisiete timbrazos, contestó un hombre que hablaba con fuerte acento hindú.

– Deje de llamar, por favor. Es un teléfono público. Me está espantando a la clientela.

– Lo siento, pero mi novia tendría que haber contestado. Me parece raro que 110 esté allí, así que quiero pasarme para buscarla. ¿Le importa decirme cuál es la dirección?

– ¿Piensa comprar algo o sólo vendrá a husmear?

– Compraré algo.

– En la esquina de Lincoln y Palms.

Tim ya lo sabía, pero tuvo que preguntarlo para tranquilizar al censor políticamente correcto que, para sorpresa suya, percibió merodeándole por la cabeza.

– ¿Y su establecimiento es…?

– Un 7-Eleven.

Colgó y miró la hora: 8.11 de la tarde. Le sorprendió comprobar que llevaba cerca de trece horas enfrascado en la tarea. El tiempo había transcurrido en una sucesión de minutos desdibujados, sin el lastre de pensar ni un instante en su esposa ni su hija, en ética ni en responsabilidad. Únicamente un trabajo bien hecho, una mezcla de instinto y concentración.

Faltaba algo más de tres horas hasta el momento en que Bowrick podía aparecer para recibir su llamada del lunes por la noche, pero decidió llegarse hasta allí para reconocer el terreno. El 7-Eleven estaba en una calle concurrida, de modo que no le fue difícil pasar inadvertido. Aparcó en el lado opuesto de Lincoln ante un parquímetro, desde donde veía con toda claridad la entrada a la tienda. Los parquímetros no funcionaban después de las seis, de modo que no tenía que preocuparse por los agentes de tráfico.

Entró en el establecimiento y compró un vaso grande de Mountain Dew y una cajita de tabaco de mascar Skoal. Cafeína y nicotina, dos malas costumbres forjadas a fuerza de turnos de vigilancia. Debuffier miraba desde una foto borrosa en la portada de un periódico sensacionalista al lado de la caja registradora, junto a otra instantánea de la bolsa de gran tamaño que contenía su cadáver. El titular clamaba: UN ÁNGEL DE DIOS SE DESHACE DE LA BASURA. El teléfono público estaba al fondo, en medio de una hilera de máquinas de videojuegos pasados de moda. Un chavalillo con marcas de viruela le estaba metiendo caña al baile del Ciempiés.

Tim volvió a subirse al coche y esperó sin quitar ojo a las puertas de doble hoja que de vez en cuando desaparecían tras las camionetas y los coches que pasaban. Para no perder la concentración, desconectó el Nextel; el Nokia lo había dejado en el apartamento. Mascó la mitad del tabaco, escupiendo en una lata vacía de Coca-Cola. Le sobrevino un estado hipnótico parecido al que se alcanza cuando se corren largas distancias o se miran fotografías de las vacaciones. Se le durmió el culo. Su reflejo en el espejo retrovisor le confirmó que el moretón que le había provocado Dray en el ojo no tenía prisa por desaparecer, aunque había mermado considerablemente hasta convertirse en una amplia mancha azulada.

Dieron las once y media y pasó el tiempo sin que Bowrick asomara por allí. Tim esperó hasta la una y cuarto, sólo por terquedad. Al cabo abandonó el espacio donde había aparcado, con la espalda dolorida y las encías inflamadas por causa del Skoal; hizo firme propósito de llevar un protector lumbar y comer pipas al día siguiente.

Una vez en casa, puso el despertador a las cinco y media para tener tiempo de cruzar la ciudad por si Bowrick había aplazado el momento de recibir llamadas hasta la mañana siguiente. Durmió, se despertó y regresó a su puesto de vigilancia, tras parar únicamente para adquirir una cámara Polaroid y un protector lumbar, que se ajustó bien a la cintura para mantener la espalda más recta. Los parquímetros entraron en funcionamiento a las siete de la mañana, y en cuestión de quince minutos tuvo que dar una vuelta a la manzana para evitar que el agente de tráfico lo multara.

Estuvo escupiendo cáscaras de pipas en el vaso del día anterior hasta las diez y cuarto. Había supuesto que las llamadas que recibía Bowrick a las siete y media eran una especie de toma de contacto antes de entrar a trabajar, así que era probable que estuviese ocupado en algún lugar durante las horas siguientes. Tim se marchó, comió un sándwich sin perder mucho tiempo y permaneció de vigilancia desde las once y media hasta las dos y media, por si Bowrick decidía pasarse por allí a la hora de comer. Regresó a las cuatro y media y realizó un largo turno de vigilancia que lo retuvo allí una hora y media más allá de la hora habitual de recepción de llamadas.

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