– … Duda razonable -decía Mitchell-. No significa ninguna duda. Nunca deja de haber alguna duda.
Pero Ananberg se mantenía en sus trece.
– Si alguien tenía planeado incriminarlo, era la manera perfecta. Estamos hablando de un drogadicto confeso con infinidad de enemigos. Píllalo cuando esté con un ciego de cuidado, apuñala a alguien en su cuarto de estar y voila.
– Claro -dijo Robert-. El informe forense sobre el modo en que se infligieron las puñaladas no tiene la menor importancia, sobre todo si se trata de setenta y siete heridas.
Rayner levantó la cabeza de las actas del juicio como impulsado por un resorte.
– Venga, ya sabemos que los hechos pueden confeccionarse a medida -dijo-. El defensor no pudo aportar ni un solo testimonio de un experto.
Robert tenía las manos extendidas encima de la mesa, blancas de tanto apretar.
– Quizá no había nadie que pudiera respaldar la versión de la defensa de…
– … De buena fe -sugirió Mitchell.
– ¡Anda ya! -exclamó Ananberg-. Los testigos expertos son como las putas, sólo que más caros.
Rayner ladeó un poco la cabeza al oír semejante símil.
Tim observó a Robert con atención. Su paciencia, por razones evidentes, mermaba considerablemente cuando se trataba de mujeres asesinadas. Tim reflexionó sobre la firmeza de su propio convencimiento de que Bowrick era culpable y cayó en la cuenta de que sentía la misma furia preventiva contra los infanticidas. La ira lo protegía del trauma, siempre a punto de aflorar. Y, en lo tocante a la Comisión, siempre un agente contaminante.
– El veredicto sólo se desestimó porque las pruebas se traspapelaron en los archivos y no las pudieron presentar. -El Cigüeña hojeó el informe forense con una mano mientras con la otra se frotaba el pulgar contra las yemas de los dedos en un tic fugaz-. No hay lugar a dudas.
– La primera vez que se anuló el caso fue porque no tuvo una representación legal adecuada -les recordó Ananberg-. Eso, por definición, quiere decir que no se preparó una defensa digna. Es posible que hubiera elementos que nunca llegaron a abordarse. Además, las pruebas no son precisamente incriminatorias: no encontraron rastro de sangre en él. ¿Setenta y siete puñaladas sin mancharse en absoluto? Iba ciego de polvo de ángel; dudo que tuviera la claridad de ideas suficiente para quemar la ropa y exfoliarse con una esponja de paste.
– Tenemos un cadáver en el salón -dijo Mitchell con lentitud, como si estuviera supervisando sus propias palabras-, un arma con sus huellas y restos de la sangre de la víctima en el desagüe de la bañera.
– Son pruebas físicas de gran peso -señaló Tim.
Ananberg lo miró sorprendida, como si estuviera quebrantando una suerte de alianza tácita.
– ¿Qué demonios queréis? -exclamó Robert-. ¿Una grabación en directo del asesinato? Si no se hubieran perdido las pruebas, ya se habrían cargado a ese tipo. -Iba levantando el tono de voz y cada vez estaba más colorado-. Lo pillaron en la escena del crimen, que, mira por dónde, era su casa. Me parece que estás buscándole tres pies al gato, Ananberg.
– Es un tipo que se las sabe todas. Y una escena del crimen tan estúpida… -Ananberg meneó la cabeza-. Las pruebas no me parecen incriminatorias, sino convenientes.
Siguieron el procedimiento formal a toda prisa porque saltaba a la vista que no iba a haber unanimidad. La votación arrojó un resultado de cuatro a dos; Rayner se alió con Ananberg frente a los demás.
– ¡De puta madre! -exclamó Robert-. Vais a dejar que ese tipo se vaya de rositas por un montón de gilipolleces liberales.
– Esto no tiene nada que ver con la política -replicó Tim.
Robert levantó las manos y se impulsó hacia delante en su asiento para golpear la mesa con los brazos. La fotografía enmarcada de su hermana cayó de bruces sobre el mármol con un chasquido. El agua de Rayner se ladeó hacia un costado del vaso.
– Ese tipo es un puto indeseable.
– Cosa que, hasta donde yo sé, no se castiga con la pena de muerte. -Ananberg apoyó las palmas de las manos en la mesa en un ademán resolutivo-. Sencillamente, no estoy convencida de que lo hiciera.
Robert se pasó una mano por el pelo corto de color rubio rojizo y dejó a su paso una especie de cresta, igual que un perro con la piel del lomo erizada. Se retrepó en el sillón. Su voz grave, apenas un murmullo, denotó una malicia pasmosa:
– Si no lo hizo, seguro que un negrata como él es culpable de algo.
Tim hizo crujir el sillón al echarse hacia delante, pero tuvo cuidado de no dejar que su voz delatara la hondura de su ira.
– ¿Eso crees?
Robert apartó la mirada con la mandíbula tensa.
– Claro que no -lo defendió Mitchell.
– No hablaba contigo. Hablaba con tu hermano.
Cuando Robert volvió la cabeza de nuevo, Tim reparó en que sus ojos estaban inyectados en sangre. Tenía las pupilas surcadas de venillas rosas que dejaban estelas en la bruma blanquecina de la esclerótica.
– No quería decir eso. Lo que pasa es que, después de lo ocurrido con Debuffier… Joder, el cabrón la tenía metida en una nevera. -Recogió el marco caído delante de él y lo golpeó contra el tablero de la mesa una, dos, tres veces. Se le demudó el gesto y se llevó una mano a los ojos. Había vidrio roto por toda la mesa. Su mano, cortada por el cristal, le dejó una mancha sanguinolenta encima de una ceja. Mitchell tendió un brazo y amasó los gruesos músculos del cuello de su hermano.
– Dumone es como un padre para mí -dijo Robert. Le temblaban los labios y, aunque Tim esperaba que se viniera abajo, se mantenía con terquedad en la frontera entre la compostura y la aflicción.
– Tienes que tomarte una temporada de descanso -dijo Rayner-. Para recuperar la perspectiva.
– No, no. Manos a la obra. Lo que me conviene es ponerme a trabajar. -Robert levantó la mirada; en sus ojos había pánico-. No me hagáis eso.
– Te has convertido en un peligro para nuestros objetivos -dijo Tim-. Vas a tener que quedarte al margen una temporada.
Robert permaneció inclinado sobre la mesa con los hombros adelantados de tal modo que los trapecios despuntaban por encima de su cuello. Tenía la cabeza levantada, adelantada al torso como la de un perro de presa, y los ojos brillantes.
– Habéis intentado dejarnos de lado a Mitch y a mí desde el primer día. Tú precisamente eres quien mejor debería entender que tengamos necesidad de seguir involucrados, de hacer algo más. No nos digas que nos quedemos sentados y dejemos que se ocupen otros. Nos estás soltando las mismas evasivas de mierda que te soltó tu padre cuando acudiste a él en busca de ayuda.
Rayner terció, iracundo:
– Ya está bien, Robert.
Tim le lanzó tal mirada que Robert apartó la suya incómodo, tal vez un tanto avergonzado.
– Sí, eso es, se te había olvidado. Sabemos que acudiste a él en busca de ayuda, y que te mandó a paseo. Estábamos escuchando.
Tim notó que el corazón le latía en las sienes. Tamizó la ira que sentía en busca de una irritación aún mayor.
– Me dijisteis que fue el día del funeral de Ginny cuando empezasteis con las escuchas.
Mitchell tamborileó sobre la mesa con las uñas cortísimas.
– Dumone ya se disculp…
– Fui a ver a mi padre tres días antes de eso. -Tim se encaró con el Cigüeña, que ahora empezaba a prestar atención-. ¿Cómo es que estabais escuchando en casa de mi padre?
– Sí, bueno, me temo que cometí una equivocación al facilitar ese dato. Acabé haciéndolo unos días antes. Entré mientras usted estaba trabajando y su esposa había ido a la compra.
Tim lo escudriñó y luego escudriñó a Robert. Decidió creerles, de momento.
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