Gregg Hurwitz - Comisión ejecutora
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Cuando el último documento hubo dado la vuelta por toda la mesa, Tim lo introdujo en la carpeta y miró a los demás:
– Procedamos a la votación.
Culpable. Por unanimidad. Ananberg, que votó en último lugar, cruzó las manos encima de la mesa con una curiosa expresión de satisfacción.
– Hay un gran inconveniente -dijo Rayner-. Tras convertirse en testigo de la acusación, Bowrick pasó a la clandestinidad. -Extendió las manos igual que Jesucristo para calmar las aguas del mar-. Lo bueno del asunto es que no entró en un programa de protección de testigos, al menos no de forma oficial. Pero le llegaban amenazas de muerte y sus propiedades estaban siendo objeto de actos vandálicos. Después de que alguien intentara quemarle el apartamento, cambió de nombre y desapareció. Su agente de la condicional es el único que sabe su paradero.
– Ya daré con él -dijo Tim en voz queda.
– Si su agente de la condicional lo tiene controlado, aún debe de andar por Los Ángeles -señaló Robert.
Mitchell, que tamborileaba con los dedos en la mesa, se interrumpió y miró a Rayner.
– ¿Puedes sacarle al agente de la condicional dónde se encuentra?
– Eso sería una chapuza -dijo Tim antes de que Rayner tuviera oportunidad de responder-. Dejaríamos demasiados indicios incriminatorios.
– Sabemos que está llevando a cabo servicios comunitarios -sugirió Robert-. ¿Por qué no comprobamos dónde hay en marcha esa clase de programas y les echamos un vistazo?
– He dicho que ya lo encontraré -insistió Tim-. Sin levantar la más mínima sospecha. Me ocuparé del asunto con discreción. Vosotros, sentaditos y callados.
Rayner estaba delante de la caja fuerte, de espaldas a los demás. Antes de que Tim hubiera hecho ademán de incorporarse, Rayner se volvió y dejó caer otro expediente encima de la mesa. Tim desvió la mirada hacia la última carpeta negra guardada en el interior de la caja de seguridad, la de Kindell.
Se preguntó si Ananberg habría intentado siquiera conseguirle las notas de la defensa del expediente de Kindell.
Rayner siguió la mirada de Tim hasta la caja abierta. Sonrió con sequedad, alargó el brazo y la cerró. A Tim, los jueguecillos de Rayner seguían resultándole mortificantes, a pesar de su transparencia.
– ¿Qué tal si abordamos otro caso, ahora que estamos en racha?
Tim miró el reloj de pulsera. Las 11.57.
– Yo no tengo que ir a ningún sitio -respondió Robert.
La risa de Ananberg, breve y cortante, resonó en las paredes de madera.
– Me parece que nadie tiene que ir a ninguna parte. Tim, ¿tienes que volver a casa?
– Ya no tengo casa, ¿recuerdas?
– Así es -dijo Robert-. Ninguno de nosotros la tiene, ¿verdad, Mitch?
– Ni casa, ni familia, ni historial de ninguna clase. Somos fantasmas.
El Cigüeña soltó una risilla rasposa.
– Ni impuestos.
– Fantasmas -repitió Mitchell con la sonrisa torcida-. Somos fantasmas, ¿verdad? Salimos de la tumba de tanto en tanto para ocuparnos de ciertos asuntos.
Tim asintió en dirección a la carpeta.
– ¿De qué caso se trata?
Rayner entrelazó los dedos encima de la carpeta e hizo una pausa de mago.
– Rhythm Jones.
– Ah -dijo Mitchell-. Rhythm.
Sería difícil vivir en el condado de Los Angeles sin tener noticia, aunque sólo fuera de pasada, del caso de Rhythm Jones y Dollie Andrews. Jones, un ex rapero de fama más bien escasa, se había convertido en un camello con tendencia a sacar pasta a las tías. Su nombre de pila derivaba del hecho de que siempre iba moviéndose como si siguiera un ritmillo privado. Según se rumoreaba, su madre lo había bautizado así en la cuna. Ya de mayor, llevaba una onda entre desgalichada y entrañable, todo sonrisa de oreja a oreja y cabeza bamboleante. Por lo general vestía una chaqueta de los Dodgers, bien abierta para dejar al descubierto la palabra RHYTHM, que llevaba tatuada en el pecho en letras góticas.
Durante unos cuantos fines de semana, cuando tenía veintitantos, había pinchado con el grupo de East Side DJ, pero poco después volvía a estar en su tierra natal, South Central. Tres años y cien kilos después, era el tipo adecuado para quien buscaba crack chungo y chiquitas blancas dispuestas a cualquier cosa por uno de veinte o una cucharada de nirvana líquido. Era un adicto al sexo, un pervertido; más de una vez una chica a su cargo había ido a urgencias con una toalla por delante y otra por detrás para contener la hemorragia.
Fue acusado de dos cargos de posesión de estupefacientes con intención de traficar y uno de proxenetismo, pero gracias a una combinación de suerte y testigos amedrentados, no se le llegó a imponer ninguna condena.
Hasta lo de Dollie Andrews.
Andrews era una chica de Ohio recién llegada a la ciudad que había hecho la típica carrera de Hollywood: pasó de aspirante a actriz que trabajaba de camarera a hacer mamadas en los callejones. Sin embargo, al final, su sueño se hizo realidad, pues cuando hallaron en el sofá raído de Jones su cadáver ensangrentado con setenta y siete puñaladas, la prensa se lanzó sobre las fotografías de su book, y tanto su cabellera rubia como sus caderas perfectamente proporcionadas dejaron una impronta -si bien póstuma- en la memoria colectiva.
A Jones lo habían encontrado durmiendo un colocón de ozono en la habitación de al lado. Aseguró no recordar en absoluto lo ocurrido durante los dos días anteriores. No encontraron ningún rastro de sangre en su cuerpo, sus ropas o bajo sus uñas, aunque un técnico forense halló restos en el desagüe de la ducha. El arma, con diez huellas dactilares perfectamente identificables, se encontró en un cubo de la basura delante de la puerta. ¿El móvil? El fiscal adujo negativa a mantener relaciones sexuales. Uno de los colegas de Andrews la había grabado tiempo atrás proclamando que jamás se le ocurriría dejar que se la metiera un negrata. En ciertos vagones del desastrado tren de la opinión pública, semejante comentario se interpretó como una virtud.
En contra de Jones jugaba la notoria ineptitud de su abogado, un chavalillo con acné recién licenciado que la defensa, sobrecargada de trabajo, había echado a las fieras dándole un caso en el que no había nada que ganar. Teniendo en cuenta las circunstancias en que hallaron el cadáver, la corroboración por parte de diversos testigos de que Jones llevaba semanas detrás de Andrews, y el testimonio unánime de dos médicos forenses en cuanto a que el asesino era un hombre diestro y fuerte de en torno a un metro setenta y cinco, el jurado condenó a Jones sin tener que deliberar más allá de veinte minutos.
El veredicto hizo asomar el hocico a celebridades como Leonard Jeffrieses y Jesse Jackson, quienes aseguraron que, en tanto que atleta negro acusado de matar a una blanca, Jones no estaba recibiendo el trato adecuado. La presión política resultante aceleró la tramitación de un recurso por falta de representación letrada adecuada, que fue aceptado.
El veredicto quedó desestimado.
Mientras tanto, algún gilipollas del almacén metió la pata a la hora de archivar pruebas y documentos, lo que hizo que el fiscal se quedara sin informes forenses ni fotos que mostrar al jurado durante el segundo juicio, y tuviera que contentarse con el testimonio de cuatro polis blancos.
Veredicto: inocente.
Los informes del caso aparecieron el lunes siguiente, archivados por error bajo el nombre de «Rhythm».
Jones desapareció como por arte de magia, oculto en la oscuridad anónima de los barrios bajos de Los Ángeles, protegido del peligro de que siguieran investigándolo gracias a la generosa sombrilla protectora de los dos juicios a que se había visto sometido.
A medida que Rayner iba acabando de presentar los detalles del caso, Tim notó que la vista se le iba hacia la fotografía de Ginny, que estaba encima de la mesa, delante de él. Volvió a mirar de soslayo los otros retratos: la madre de Ananberg; la esposa de Dumone; la madre del Cigüeña, una mujer gorda de aspecto imperioso con esa expresión de impaciencia contrariada que comparten los perros de nariz chata y los emigrantes de Europa Oriental. Tim cayó en la cuenta de que ése era su purgatorio, ser testigos de deliberaciones sobre los crímenes y los criminales más repugnantes de Los Ángeles, hacer de coro mudo en un drama de tres al cuarto. Así era como Tim había decidido honrar la memoria de su hija.
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