– ¿ Ah, no? ¿No es ése nuestro argumento, que el fin justifica los medios?
Robert tenía la mirada fija en la mesa y tamborileaba con los dedos sobre el granito; Mitchell hacía las veces de portavoz.
– El medio es el fin -replicó Tim-. Justicia, orden, ley, estrategia, control. Si perdemos de vista nuestro modo de actuar, todo se irá al carajo. Los resultados no están por encima de las normas.
– Mira, lo que pasó, pasó. No hay necesidad de seguir dándole vueltas. Robbie se calentó un poco y se le fue el gatillo cuando entramos en el sótano.
– Tuvo un comportamiento impredecible, peligroso, fuera de lugar. -A pesar de lo caldeado de la discusión, Tim aún no había levantado la voz, un rasgo de comedimiento que sacaba de quicio a Dray.
– A veces la gente la caga. -Robert se mostraba intranquilo, sumamente agitado-. Da igual lo que pase, una operación se te puede ir de las manos. Nos ha ocurrido a todos.
– Tranquilo, Robert -saltó Mitchell. Era la primera nota de censura que había oído a un hermano lanzar al otro.
– Ese tipo la estaba agujereando. -A Robert se le estremeció la voz, insólitamente aguda, con sólo recordarlo.
– No podemos dejarnos llevar por las emociones durante una operación -dijo Tim-. Cinco de cada diez entradas inoportunas como ésa acaban mal para el que entra. Perdemos la ventaja, el elemento sorpresa, la táctica, la estrategia, todo.
Mitchell se echó hacia delante, tan tenso que la cazadora le tiraba en los bíceps.
– Me hago cargo.
Tim volvió la mirada hacia Robert.
– Él no.
Robert se incorporó a medias del asiento.
– ¿Qué demonios te pasa, Rackley? Matamos al hijoputa. En vez de tocarme los cojones por haber entrado dos segundos antes, ¿por qué no piensas en lo que logramos? Piensa en el cabrón que quitamos de en medio y que no va a volver a echar el ojo a una hermana, a una madre, a una chavala, en ninguna parada de autobús.
Incluso desde el lado opuesto de la mesa Tim alcanzó a olerle un rastro de alcohol en el aliento.
– El objetivo de esto, lo que nos une, no es el mero asesinato. ¿Lo entiendes? -Tim aguardó impaciente, con la mirada clavada en Robert-. En caso contrario, ya te puedes largar.
Tim se encontró pensando cómo se defendería si Robert saltaba por encima de la mesa para atacarle. Mitchell puso a su hermano una mano en el hombro y le hizo volver a tomar asiento con un gesto amable. El Cigüeña tenía la cabeza ladeada y se frotaba la uña del pulgar con la yema del índice, un gesto molesto y repetitivo que hacía pensar en el autismo.
Robert habló en voz tan queda que apenas se le oyó:
– Claro que me hago cargo.
Tim fijó la mirada en él.
– ¿Por qué en la cara?
– ¿Cómo?
– Le disparaste en la cara. Eso es una clase de disparo muy personal.
– Hombre, el que tú le reventaras la cabeza a Lañe no es precisamente una forma de actuar desapasionada -señaló Rayner.
– La elección de la cabeza de Rayner fue estratégica, para garantizar la seguridad de quienes estaban a su alrededor. Lo otro no lo fue en absoluto. Hay que apuntar al cuerpo. Si el tiro sale alto, se le alcanza en el cuello. Con un disparo en el pecho también hay más probabilidades de detenerlo, sobre todo si se trata de un tipo corpulento.
Rayner tenía las cejas enarcadas en una expresión estática de asco o respeto.
– Pues sí, disparé a ese hijoputa a la cara. ¿Qué pasa? -Robert se había sonrojado y tenía tensos los músculos del cuello.
– No estarás empezando a disfrutar con esto, ¿verdad?
Robert volvió a ponerse en pie, pero Mitchell lo sentó de un tirón.
Se quedó en el sillón, atravesando con la mirada a Tim, que volvió la vista hacia Mitchell:
– ¿Y qué es eso del cable explosivo poco habitual que vincula los explosivos utilizados en los dos casos?
– No son más que gilipolleces de los medios de comunicación. Utilizo cables estándar. Es imposible que los hayan vinculado.
– Bueno, algún agente criminalista sabe que las dos ejecuciones están relacionadas y ha filtrado a los medios información un tanto sesgada. ¿Cómo lo saben? ¿Y tan pronto? Tiene que ser por causa de los explosivos.
Mitchell empezó a ponerse nervioso bajo la mirada de Tim.
– No era un detonador de los que se pueden comprar en las tiendas, ¿verdad, Mitchell?
– No utilizo nada que se pueda comprar en las tiendas, cuando se trata de un componente clave. No me fío. Me lo hago todo yo.
– Estupendo. Así que cabe la posibilidad de que los analistas forenses llegaran a la conclusión de que el cebo de tu detonador casero era similar al del auricular, ¿no es así? Estamos hablando de la Brigada de Explosivos de la Policía de Los Ángeles, no de algún pardillo de Detroit con una lupa.
– Es posible -Mitchell apartó la mirada-. Es probable.
– ¿Qué demonios importa? -saltó Robert-. No nos afecta en absoluto.
– A mí sí me importa, porque si ocurre algo que no planificamos, no nos conviene. Decidimos no emitir un comunicado por razones concretas. -Una mirada furibunda en dirección a Rayner-. Además, esta chapuza no es como para reivindicarla. El que la Brigada de Explosivos haya vinculado ambos casos va a causarnos problemas, y no tenemos margen de error.
Tim se retrepó en el sillón para campear el temporal de las miradas agresivas de los Masterson.
– Dejadme que os aclare otra cosa, ya que tanto os gusta ir por ahí pegando tiros: no tenéis lo que hace falta para dirigir esta clase de operaciones.
Robert y Mitchell lanzaron risillas idénticas.
– Mitch reventó la puerta -dijo Robert-. Y yo fui el primero en entrar.
– Y yo el que entró a salvaros el cuello después de que fallarais tres disparos, os cayerais por la escalera y Debuffier os zarandeara como muñecos de trapo.
A Robert se le habían tensado los músculos de la cara, que le comprimían los pómulos como óvalos nervudos.
– Yo dirijo el cotarro sobre el terreno -afirmó Tim-. Según mis reglas. Esas fueron las condiciones. Y puesto que está claro que ninguno de vosotros se ha preocupado de definir las normas operativas, a ver qué os parece esto: no tenéis que seguir ninguna. Yo soy el único agente encargado de las ejecuciones. No estaréis cerca cuando se lleve a cabo una misión. Así va a funcionar el asunto.
– Vamos a discutirlo -dijo Rayner-. Tú no eres el único que toma las decisiones.
– No pienso negociar los términos. O se hace así, o me largo.
Rayner frunció los labios; sus aletas nasales temblaban de indignación: el príncipe malcriado acostumbrado a salirse con la suya.
– Si te largas, no tendrás ocasión de revisar el caso de Kindell. No llegarás a averiguar lo que le ocurrió a Virginia.
Ananberg lo miró conmocionada.
– William, por el amor de Dios.
Tim notó que le subían los colores.
– Si se te ha pasado por la cabeza que iba a seguir en una empresa de semejante envergadura sólo para echar mano a un expediente, por mucho que pudiera ayudarme a resolver el asesinato de mi hija, me has subestimado. No voy a dejarme chantajear.
Rayner, sin embargo, ya había recobrado su actitud de caballero distinguido. Nunca había llegado a bajar la guardia, pero lo que acababa de dejar al descubierto era tan repugnante como Tim había supuesto.
– No quería dar a entender nada por el estilo, señor Rackley, y lamento haberlo expresado de esa manera. Lo que quería decir es que todos tenemos objetivos prioritarios, y más vale que nos centremos en el juego. -Lanzó una mirada de abatimiento hacia los Masterson-. Ahora bien, ¿cómo le gustaría que fueran las cosas sobre el terreno, para que se sienta más cómodo?
Tim se tomó unos instantes para que el calor punzante abandonara su rostro; al cabo, miró a Mitchell a los ojos:
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