– Es posible que aún te necesite. Y a ti. -Asintió en dirección al Cigüeña, como si a éste le importara un carajo-. Para labores de reconocimiento, logística, apoyo… Pero de la neutralización del objetivo me encargo yo solo.
Mitchell abrió las manos de par en par y las dejó caer sobre el regazo.
– De acuerdo.
Ananberg desvió la mirada un asiento más allá.
– ¿Robert?
Éste se pasó un nudillo por la nariz mientras estudiaba la mesa. Finalmente, asintió, mirando a Tim con cara de pocos amigos.
– Afirmativo… señor.
– Excelente. -Rayner dio unas palmaditas y luego entrelazó las manos igual que un huérfano de Dickens encantado con las Navidades-. Ahora vamos a centrarnos en el informe sobre los medios de comunicación.
– A la mierda el informe -gruñó Robert.
El Cigüeña juntó las manos y las levantó:
– Eso, eso.
Rayner levantó la vista como un empollón al que el abusón de la clase acabara de destrozarle los tubos de ensayo.
– Pero, sin duda, el impacto sociológico es de una importancia…
– Bill -le dijo Ananberg-, pasa al siguiente caso.
Rayner retiró a regañadientes la imagen abatida de su hijo e introdujo la combinación de la caja de seguridad al tiempo que musitaba un flujo uniforme de palabras.
– Espera -dijo Mitchell-. ¿Vamos a votar sin Franklin?
– Claro -dijo Rayner-. Los informes no van a salir de esta sala.
– Podemos comunicarnos con él por teléfono -sugirió Robert.
– Alguien podría oírle hablar en su habitación -señaló Ananberg-. Y no sabemos si las líneas son seguras.
– Se cansa fácilmente -dijo Rayner-. No sé si tiene fuerzas ni claridad de juicio suficientes para dedicar a estas deliberaciones la meticulosa atención que requieren.
– Yo creo que deberíamos esperar a que se recupere -sugirió Tim.
– Hoy he hablado largo y tendido con su médico -dijo Rayner-. El diagnóstico… No creo que esperar a que se recupere sea lo más conveniente.
Robert palideció.
– Ah.
Mitchell empezó a rascarse la frente.
La conmoción se tornó tristeza antes de que Tim pudiera hacer nada por evitarlo. Le llevó un momento recuperar la compostura y luego asintió en dirección a Rayner para que procediese.
Este cogió una carpeta y la dejó caer sobre la mesa.
– Terrill Bowrick, de los Pistoleros de Warren.
El 30 de octubre de 2002, tres alumnos de último curso del Instituto Earl Warren tuvieron un altercado fuera del horario lectivo con los titulares del equipo de baloncesto del centro. Luego se fueron a sus vehículos y regresaron armados. Mientras Terrill Bowrick montaba guardia en la puerta, sus dos cómplices entraron en el gimnasio del instituto, donde dispararon noventa y siete proyectiles en menos de dos minutos, matando a once estudiantes e hiriendo a otros ocho.
A Lizzy Bowman, la hija de cinco años del entrenador, que asistía al entrenamiento desde las gradas, le había entrado una bala perdida por el ojo. La víspera de Todos los Santos, los ciudadanos de Los Ángeles desayunaron con la fotografía en portada del padre arrodillado con el cuerpo lánguido de su hija entre los brazos como una suerte de Piedad a la inversa para el nuevo milenio. Tim recordaba perfectamente que en el jersey del entrenador se veía una reproducción ensangrentada del rostro de su hija, una media máscara de color carmesí. Aquel día dejó el periódico, llevó a Ginny al colegio y, tras permanecer cinco minutos en el coche aparcado, en lugar de marcharse, regresó al aula de su hija para verla de nuevo a través de la ventana.
Los dos pistoleros, dos enjutos hermanastros unidos por una malsana dependencia mutua, aseguraron que no hubo premeditación. Su padre era prestamista y llevaban las armas de un establecimiento a otro. Resultó que, casualmente, tenía dos rifles semiautomáticos y cuatro cargadores en el maletero cuando perdieron los estribos. Asesinato en segundo grado como mucho, dijo su abogado; incluso enajenación mental, cargando un poco las tintas. Una argumentación absurda, pero lo bastante sólida para engañar a un jurado compuesto por gente sin ninguna preparación.
El fiscal, incapaz de encarar a los hermanos entre sí y viendo que se enfrentaba a la ira de los medios y a una comunidad empeñada en vengarse, intuyó que podía contar con la colaboración de Bowrick si le conseguía la inmunidad. Bowrick, un repetidor de penúltimo curso que acababa de cruzar la frontera de los dieciocho y por tanto estaba sudando la gota gorda, podía declarar que habían planeado la masacre con semanas de antelación, lo que sentaría las bases para alegar premeditación y permitiría a la fiscalía aspirar al asesinato en primer grado. Los hermanastros, que no eran precisamente lumbreras en su clase, también habían llegado a la mayoría de edad.
El fiscal justificó el acuerdo de inmunidad ante los medios aduciendo que Bowrick era el cómplice menos culpable, y su participación, la menos notoria. A sus superiores les coló el asunto dejando claro que Bowrick, un tirillas con un brazo inútil y una cojera evidente, podía despertar la simpatía del jurado, y que todos los indicios que respaldaban la premeditación eran circunstanciales. Al aportar una corroboración independiente, Bowrick les permitiría llevar el caso a buen puerto.
Después de que éste declarara, los hermanos fueron condenados y quedaron a la espera de que se decidiera si les iba a caer la pena de muerte. Bowrick se reconoció culpable de un cargo menor -encubrir un delito cometido- y salió en libertad condicional, sin cumplir ni un solo día de cárcel, condenado a mil horas de servicios comunitarios.
– Pues sí que sale barata una matanza en el instituto hoy en día.
Mitchell se sumó al desdén de Tim.
– Más o menos la misma sentencia que si pintarrajeas con un aerosol el Volvo nuevecito de tu vecino.
– Hay que tener en cuenta que no era más que instigador y cómplice -señaló Robert. Sus ojos, vidriosos y con la mirada perdida, delataron una levísima identificación con Bowrick, el inadaptado.
– Quizá no disparó el arma porque no podía cogerla como era debido con un brazo atrofiado -conjeturó Tim.
– Además, Robert -le recordó Rayner-, un instigador y cómplice está sujeto a la misma pena que quienes llevan a cabo el crimen.
– Salvo por el agravante del arma -apuntó Robert.
– Ese agravante es lo de menos. Merecía la pena máxima.
Robert ladeó la cabeza en un gesto de concesión.
– Cierto -dijo-. Es verdad.
– Los precedentes están bastante claros -intervino Ananberg-, sobre todo para esta clase de cómplices. Hay casos de instigadores condenados en circunstancias especiales que van desde las alegaciones de mentira por omisión a las de asesinatos múltiples.
La instantánea de Bowrick tras su detención estaba boca arriba a la derecha de Tim, tan cerca que el reborde le rozaba los nudillos. A pesar de que Bowrick se esforzaba por mantenerse erguido, los mechones encrespados de color rubio lavaplatos apenas alcanzaban la línea del uno sesenta pintada en la pared a su espalda. De una fina cadena dorada le colgaba del cuello la mitad de una moneda con el reborde mellado. Sus rasgos se caracterizaban por un aire taciturno. No tenía el aplomo suficiente para resultar hosco; la suya era la cara blanquecina de la esperanza vapuleada hasta la sumisión más desdichada. Se le veía tristón como un perro apaleado, como un crío al que siempre eligen en último lugar, como una chica recién desflorada después de que su amante se haya ido a toda prisa.
Ananberg les marcó las pautas y Rayner dirigió la revisión del caso desde el principio. Empezaron por estudiar los informes sobre las pruebas, tanto las admisibles como las inadmisibles. Su capacidad de evaluación había mejorado drásticamente a medida que se familiarizaban con los procedimientos de Ananberg, y ahora eran capaces de centrarse más, proponer argumentos más incisivos y explorar un mayor número de posibilidades. Las deliberaciones resultaron más impresionantes si cabe teniendo en cuenta lo enfrentados que estaban al principio de la sesión.
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