Gregg Hurwitz - Comisión ejecutora

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Tim Rackley, un agente federal norteamericano, ve que su vida queda destrozada cuando asesinan a su hija. La polícia cuenta con numerosas pruebas contra el asesino, un hombre con problemas mentales y antecedentes penales llamado Kindell. Sin embargo, éste acaba librándose de la condena por un tecnicismo legal y queda en libertad. Rackley está convencido de que Kindell no actuó en solitario y en su desespero por encauzar su dolor, por entrar en la Comisión.

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– Bueno -dijo-, ya hemos declarado culpable a Bowrick. Como precisé en su momento, voy a ocuparme del asunto solo. Robert, tú vas a descansar una temporada, y me refiero a descansar de veras, para recuperar el aliento. Y te lo advierto, cuando vuelvas, no pienso tolerar ni una puta palabra racista, ¿queda claro? ¿Queda claro? -Esperó a que Robert asintiera, una inclinación de la cabeza apenas discernible.

– Luego abordaremos el caso de Kindell -dijo Rayner-. Y ya me he embarcado en el tedioso proceso de seleccionar una segunda serie de casos para la siguiente fase.

– Vamos por partes. Ahora mismo quiero que os marchéis todos.

– Estoy en mi casa -dijo Rayner con una media sonrisa.

– Quiero quedarme a solas con el expediente de Bowrick. ¿Prefieres que haga copias y me las lleve a casa? -Tim fue mirándolos a la cara uno por uno hasta que se levantaron y fueron saliendo de la sala.

Ananberg se rezagó. Cerró la puerta y se quedó mirando a Tim mientras deslizaba los brazos hasta cruzarlos a la altura del pecho.

– Esto se está viniendo abajo.

Tim asintió.

– Me ocuparé de que vayamos con más tiento. Veré qué puedo averiguar sobre Bowrick y qué piensa Dumone del asunto. A grandes rasgos, puedo encargarme solo de esta operación. Si tengo que recurrir a Mitchell, lo destinaré a tareas de vigilancia y me aseguraré de no ponerlo en ninguna situación que pueda descontrolarse.

– Robert y Mitchell no van a conformarse con hacer de espías y chicos de los recados mucho tiempo. Están obsesionados. Lo suyo es la lógica del blanco y negro, sin circunstancias atenuantes.

– Tenemos que seguir marginándolos sobre el terreno para que queden permanentemente en el banquillo antes de que abordemos la siguiente tanda de casos.

– ¿Y si las cosas no van por donde queremos?

– Apelaremos a la cláusula de rescisión y la Comisión quedará disuelta.

– ¿Eres capaz de hacer que todo funcione sin Dumone?

Tim levantó la vista hacia ella.

– No lo sé. Por eso quiero encargarme de lo de Bowrick por mi cuenta. Me aseguraré de que todo va bien y luego pasaré al caso de Kindell.

– Debes de tener muchas ganas de llegar a Kindell.

– Ni te lo imaginas.

Ananberg se sacó un documento plegado en tres del bolso y lo deslizó sobre el tablero de la mesa hasta los nudillos de Tim, donde se detuvo.

Las notas de la defensa.

– Rayner me encargó que hiciera una copia en el despacho. Hice dos por equivocación. Métetela en el bolsillo y no la mires hasta llegar a casa. Y no vuelvas a pedirme nada.

Tim contuvo la necesidad abrumadora de echar un vistazo. Aunque le dolió lo suyo, se metió las notas del abogado defensor en el bolsillo de atrás. Cuando levantó la vista, Ananberg ya había salido de la habitación.

El silencio repentino lo incomodó, e intentó ahuyentar la inquietud. No podía arriesgarse a que Rayner entrase y lo encontrara estudiando los documentos hurtados, y no podía marcharse de pronto después de decir que quería revisar detenidamente el expediente de Bowrick. Iba a tener que mantener la calma; se lo debía a Ananberg.

Redujo la intensidad de las luces del techo y apoyó la fotografía de Bowrick en el marco de Ginny. Estuvo mirando la expresión descontenta del muchacho un buen rato antes de abrir la carpeta.

Capítulo 28

Con las notas del caso de Kindell a punto de abrasarle en los pantalones, Tim se fue de la casa de Rayner sin buscarlo para decirle que se marchaba. A medida que recorría el sendero de entrada, notó que la casa se alzaba a su espalda, umbría y equívocamente anticuada. No fue hasta después de que las puertas de hierro forjado se cerraran detrás de su coche cuando cayó en la cuenta de que había atribuido al edificio una cierta emoción inefable, una especie de mezcla de tristeza y amenaza.

Condujo unas manzanas, aparcó y echó un vistazo a las notas del defensor de oficio sobre Kindell. Su entusiasmo no tardó en dar paso a la decepción. Las notas mecanografiadas, apenas un resumen de las conversaciones del abogado con Kindell antes del juicio, eran incompletas y estaban mal organizadas.

Algunas resultaban escalofriantes.

«La víctima era del "tipo" del cliente.»«El cliente asegura que se pasó hora y media con el cadáver después de la muerte.»Tim notó que le daba un vuelco el estómago y tuvo que bajar la ventanilla del coche y respirar aire fresco antes de armarse de valor para seguir leyendo.

Una frase en la quinta página lo dejó conmocionado. En un intento de recobrar la lucidez, se encontró leyéndola una y otra vez para dotar de significado a las palabras de modo que volvieran a tener algún sentido.

«El cliente asegura haberse ocupado de todos los aspectos del crimen él solo.»Y la frase siguiente: «No había hablado con nadie acerca de Virginia Rackley ni del crimen hasta que llegó la policía a su domicilio.»Sumido en un estupor que lo rodeaba por completo, acabó de revisar el documento, que no le aportó ningún dato nuevo.

Kindell no tenía razones para engañar a su abogado, ni éste para mentir en un informe confidencial. A menos que el expediente completo del caso revelara alguna otra información -enterrada quizás entre los informes del investigador de la defensa-, Tim tendría que reconocer que había andado errado desde el principio. Eran Gutierez, Harrison, Delaney y su padre quienes estaban en lo cierto.

El convencimiento que Tim tenía de que había un cómplice lo había protegido del grueso de la carga que era la muerte de Ginny. Si Kindell había sido su único asesino, las opciones de Tim eran concretas, tan limitadas como las paredes pandeadas de la casucha de aquél. No le quedaba gran cosa por hacer, salvo enfrentarse a éste como mejor le pareciese y luego arrostrar la realidad de la muerte de su hija.

Llamó a Dray. Se había ido a dormir -el contestador saltó nada más sonar el teléfono-, de modo que le dejó un mensaje con la noticia, codificada por si Mac andaba por allí.

En el trance de un agotamiento repentino, regresó a su apartamento y se sumió en un sueño tan denso como dichoso y exento de pesadillas. Al despertar, permaneció tumbado en el colchón unos minutos, observando el revoloteo errático de las motas de polvo a la luz matinal que entraba por la ventana, regresando de forma obsesiva a la última carpeta negra que aguardaba en la caja de seguridad de Rayner.

No sin cierta satisfacción, cayó en la cuenta de que, en el caso de que no aportara de milagro alguna prueba fehaciente de la existencia de un cómplice, no tendría que esperar mucho para vérselas con Kindell.

Antes, sin embargo, debía pillar a Bowrick.

Se dio una ducha, se vistió y salió a tomar un café. Se sentó en un reservado de una cafetería de mala muerte a una manzana de su piso y echó un vistazo a L. A. Times. La ejecución de Debuffier se había vuelto a apropiar del titular, pero el artículo no decía gran cosa sobre la investigación. El Hombre de a Pie seguía asomando el hocico para decir: «La ley no es necesaria para distinguir lo que está bien de lo que está mal. La ley dijo que ese santero cabrón no había hecho nada malo, pero sí lo había hecho. Ahora ha muerto y la ley dice que está mal. Yo creo que se ha hecho justicia.» Tim reparó con cierta inquietud en la claridad con que el Hombre de a Pie articulaba la posición que, en teoría, defendía él.

Otro artículo informaba de que un grupo que velaba por la moral y las buenas costumbres estaba protestando contra la empresa informática Taketa Fun Systems por haber empezado a desarrollar un video- juego titulado La colina de la muerte que apoyaba la táctica del revanchismo. El jugador podía equipar a su alter ego en la pantalla con el arma automática de su elección antes de lanzarlo a recorrer las calles. Se veían disparos que hacían estallar cabezas ensangrentadas y explosiones que cercenaban miembros. Con un violador se obtenían cinco puntos, y con un asesino, diez.

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