– ¿Te encuentras…?
Dumone profirió un sonoro carraspeo y lo interrumpió.
– Ha sido una embolia. Ya me lo veía venir, era cuestión de tiempo. Vamos a hablar de negocios. Lo otro no se me da muy bien.
Escuchó atento y silencioso, asintiendo de vez en cuando, con la boca levemente ladeada. Cuando Tim acabó de contarle todo, Dumone cogió aire en un gesto hondo y entrecortado y lo expulsó sin apenas fuerzas.
– Qué puto desbarajuste. Tienes que volver a encauzar el asunto.
– Antes que nada, tengo que estipular con toda claridad las reglas de actuación sobre el terreno.
Dumone asintió; el tubo de oxígeno emitió un susurro sobre su pecho.
– Las reglas lo son todo. Es lo único que nos separa de los que sólo buscan revancha y los matones tercermundistas. El carácter que tengan nuestros actos define nuestra identidad. Si no lo hacemos a la perfección, no somos más que una turba con sed de linchamiento.
– Robert y Mitchell quieren tener mayor control operativo pero, después de lo ocurrido, no tengo más remedio que atarlos corto. Muy corto, por lo que respecta a Robert.
– ¿Y qué hay de Mitch?
– Aguanta la presión mejor que Robert, pero también roza el límite. Llevó explosivos a una operación de vigilancia, ¡por el amor de Dios! Y Rayner se muestra de lo más indulgente con ellos.
Dumone frunció el entrecejo.
– No veo por qué habría de ser así. Hasta donde yo sé, apenas se tragan -dijo.
– Bueno, a Rayner le conviene que…
– Tú estás al mando; no Rayner. El nos unta con una sala en una bonita casa, pero eso no hace que esté al mando de la situación. Yo voto por ti. Si tienen que rodar cabezas, que rueden. Di a Rayner que no asome el hocico en las noticias. Deja a Rob en el banquillo por haberla cagado. Sírvete de Mitch si le necesitas. Dirige el cotarro como mejor te parezca y, poco a poco, vuelve a equilibrar la situación. -Las toses espasmódicas le hicieron entornar los ojos de dolor-. Si Rob y Mitch te dan problemas, envíamelos a mí.
– Gracias. -Tim asintió y se puso en pie-. Espero que te guste el café.
– ¿Estás de guasa? Si no puedo removerlo como si fuera agua caliente, no me fío.
Tim le puso una mano en el hombro y Dumone se la cogió por la muñeca. Fue un gesto tan breve como íntimo.
– Estás en una encrucijada, sheriff. -Dumone le guiñó el ojo-. Dicta las normas y haz que se cumplan.
Cuando llegó, Tim vio que el vehículo de Oso ya estaba junto al bordillo y aparcó al otro lado de la calle. Detectó el murmullo de voces procedentes del patio trasero cuando había recorrido la mitad del sendero de entrada, así que rodeó la casa, levantó el pasador de la cancela lateral y entró.
Fowler, Gutierez, Dray y unos cuatro agentes más estaban reunidos en torno a una mesa plegable sobre la que se veía el radiocasete de Tim, manchado de pintura, en el que sonaba una canción de Faith Hill de cuando aún cantaba temas country. Todos tenían una cerveza en la mano y volvieron la cabeza hacia él al mismo tiempo. Mac, con la camisa arremangada para dejar a la vista sus antebrazos musculosos, estaba inclinado sobre la parrilla y echaba mucho más combustible de la cuenta encima de una pila de carbón mal dispuesta. Oso se había tumbado de costado en una hamaca con varias tiras rotas y aguardaba a Tim con aire de lealtad traicionada. A pesar de que era la primera tarde soleada en dos semanas, llevaba cazadora y una gorra de béisbol con una estrella de color dorado estampada.
A Tim se le fueron las manos antes de que pudiera articular palabra y señaló hacia la verja para indicar que ya se iba.
– Más vale que me marche. No sabía que se celebraba una fiesta. -Confió en que la indignación despechada de su tono no hubiera resultado tan aparente a ellos como a sus propios oídos. Se sintió como un imbécil, con su ropa de domingo.
– Venga, Rack. No hay razón para ponerse así. Entra y cómete una hamburguesa. -Mac lucía una sonrisa de anuncio, que parecía proclamar «Todos somos colegas». Había apoyado una caja de cartón grande y plana contra la parrilla, como si quisiera desafiar a los dioses de la conflagración. Al lado había una pelota de baloncesto.
Dray se acercó de inmediato y habló en voz queda para que sólo la oyera Tim:
– Lo lamento mucho. Mac se ha tomado la libertad de invitar a todos después del trabajo. No sabía que ibas a venir.
Sintió el impulso de darle un piquito en los labios a modo de saludo. El ademán de acercamiento que Dray había abortado le dio a entender que ella se había resistido a la misma costumbre.
– Está como en su casa -comentó Tim.
Una fugaz sombra de remordimiento nubló la mirada a Dray.
– Sabe que es nuestra casa.
– ¿Ah, sí? -Tim apartó la vista-. Voy a firmar los formularios. Luego me largo y te dejo a lo tuyo.
– No es lo mío.
Mac lanzó una cerilla sobre las briquetas de carbón y se quedó mirándolas decepcionado. A continuación echó más combustible líquido.
– ¿Dónde están los documentos?
Tim saludó con un gesto de cabeza a los otros y la siguió adentro. Oso se puso en pie y fue tras ellos pasando por en medio del corro de agentes sólo para obligarlos a apartarse.
– ¿Podéis traer otro bote de pepinillos? -les pidió Mac a voz en cuello.
Dray torció el gesto y cerró la puerta corredera a su espalda. Se volvieron y observaron a Mac, que examinaba las briquetas de carbón inclinado sobre la parrilla. De pronto, una llamarada anaranjada hizo que se apartara de un brinco, todo colorado; para disimular su bochorno, les ofreció una sonrisa espléndida.
Dray se dirigió a la cocina sin dejar de frotarse el anular desnudo con ademán incómodo.
– Los formularios están ahí.
Tim se volvió hacia Oso.
– ¿Por qué no nos dejas unos minutos?
– Sí, claro, estupendo. Yo me quedo fuera con el Coyote. -Oso cerró la puerta a su espalda un poco más fuerte de lo necesario, por si Tim no había cogido la indirecta.
Cuando entró en la cocina, los formularios estaban pulcramente dispuestos encima de la mesa. Se sentó y los firmó allí donde se indicaba. Dray estaba delante del fregadero, afanada en abrir un bote de pepinillos, con el codo apuntando hacia fuera. Sometió la tapa a una mirada feroz antes de meterla bajo el chorro de agua caliente.
– ¿No hay nada nuevo? Me refiero al caso de Ginny. A Kindell -dijo.
– Todavía no. Estoy en ello.
– Se ve que has vuelto a salir en las noticias. Tú y tus secuaces.
– No quiero hablar del asunto -afirmó Tim-. A menos que estemos solos.
– Esta vez con una víctima en medio de todo. Indicios de refriega. La poli no os pilló de milagro. ¿No te preocupa que la cosa se te vaya de las manos?
– Ya se me fue de las manos.
Dray dio media vuelta a la tapa del bote debajo del grifo, del que salía una nube de vapor.
– ¿Por qué no lo dejas antes de que vuelva a ocurrir?
– Porque me he comprometido. Tengo que llegar hasta el final.
– Se suele decir que los hombres son lógicos y las mujeres emotivas. A mi modo de ver, a ninguno se nos da bien lo uno ni lo otro. -Se volvió para mirarle a la cara-. Tim, tienes que entender que vas descaminado. No sé dónde crees que te has metido, pero estás de mierda hasta el cuello.
– Hemos pinchado en hueso, pero lo vamos a solucionar.
– Eso cuéntaselo a Milosevic y los cerdos de sus colegas cuando estés sentado a su lado en La Haya. Seguro que sabrán ponerse en tu lugar.
– Ya lo he pillado, Dray. Soy muy consciente de dónde no queremos acabar.
– Oso se huele que andas metido en algún asunto turbio. No creo que tenga intención de dejar que te hundas mucho más en el fango sin intentar sacarte.
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