Gregg Hurwitz - Comisión ejecutora

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Tim Rackley, un agente federal norteamericano, ve que su vida queda destrozada cuando asesinan a su hija. La polícia cuenta con numerosas pruebas contra el asesino, un hombre con problemas mentales y antecedentes penales llamado Kindell. Sin embargo, éste acaba librándose de la condena por un tecnicismo legal y queda en libertad. Rackley está convencido de que Kindell no actuó en solitario y en su desespero por encauzar su dolor, por entrar en la Comisión.

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– No voy a hacerle daño. Soy un agen… -Tim se interrumpió al caer en la cuenta de lo ilegítimo de su presencia-. Voy a sacarla de ahí. Voy a ayudarla.

Dio la impresión de que el rostro de la mujer se derretía, arrugado a la altura de la frente. Lloraba sólo con la voz, emitiendo suaves gemidos que no iban acompañados de lágrimas. Tim tendió la mano lentamente hacia el cinturón y, cuando vio que la mujer no arremetía contra él, lo desabrochó.

Robert y Mitchell habían abierto la puerta inferior de la nevera. La mujer lanzó un grito cuando la tocaron, pero se apresuraron a sacarla del armazón y la tendieron en el suelo. Su cuerpo hedía a pus, sudor aterrado y carne rancia. Desmadejada sobre el cemento, aquejada de aspavientos en brazos y piernas, empezó a lanzar gemidos profundos y desgarrados.

Robert dio tres zancadas inseguras hacia el rincón y se apoyó en la pared. Estaba llorando, no en voz alta, ni con fuerza, sino con toda naturalidad. Las lágrimas abrían surcos en la máscara de polvo que le cubría las mejillas.

Alguien debía de haber informado de la explosión y los disparos; podían escuchar que se aproximaban coches de la policía, además de ambulancias.

Mitchell sujetaba la cabeza a la mujer entre ambas manos con toda ternura e intentaba alisarle el cabello tieso al tiempo que le hablaba con una calma perturbadora:

– Lo hemos matado. Hemos matado al hijoputa que te ha hecho esto.

Ella empezó a sufrir violentas convulsiones, se golpeaba las extremidades contra el cemento, y Mitchell le aguantó la cabeza suavemente para que no se la lastimara en el suelo. Tal como había comenzado a sacudirse, su cuerpo se relajó, salvo por la pierna derecha, que siguió sufriendo espasmos, y una uña rota con la que arañaba el cemento. Mitchell estaba acuclillado encima de ella, con la oreja pegada a su boca mientras intentaba encontrarle el pulso en el cuello. Le palpó el esternón hincándole los nudillos entre las costillas, y al no obtener respuesta, empezó a practicarle un masaje cardíaco.

La cabeza de la mujer se mecía levemente con los movimientos de Mitchell, el ojo sano terso y blanco, como un huevo de porcelana. Tim permaneció al lado, de rodillas, preparado para relevarle, aunque bien sabía, debido quizás a un sentido del que no era consciente adquirido en campos arrasados y helicópteros de evacuación, que ya no iba a haber manera de reanimarla.

A unos pasos del grupo, Robert murmuraba para sí, apretando los puños en sucesivos movimientos rápidos y furiosos. En su camisa destacaban regueros de sudor.

Mitchell se detuvo. Tenía los músculos tan abultados que le tiraban las mangas. Se puso en pie y entrelazó los dedos para llevarse las manos al cinturón. Cuanto más furiosa era la actividad, más tranquilo y centrado se le veía.

– La ha palmado. Os espero con la camioneta en la verja trasera. -Se dio media vuelta y subió las escaleras.

Robert se precipitó hacia la mujer.

– No. Relévalo, Rackley. Relévalo.

Tim se aplicó con la mujer, pero notó su boca fría y vacía contra los labios; el cuerpo, rígido como un tablón, volvía a su ser en cuanto dejaba de ejercer presión con las manos, como si fuera un trozo de cartón encima de una moqueta. Se le habían puesto los labios azules. Volvió a comprobar el pulso en la carótida y no notó sino la densa frialdad del mármol.

Robert tenía el rostro humedecido por una mezcla de sudor y lágrimas derramadas, y se le había puesto de un rojo tan intenso que debía de picarle.

Tim se puso en pie, recuperó la pistola y dio unos golpecitos a Robert en el antebrazo.

– Vámonos de aquí.

Robert se pasó el dorso de la mano por la boca.

– No pienso dejarla aquí.

Tim le puso una mano en el hombro, pero éste se la quitó de un zarpazo. Llegó hasta ellos el ulular de una sirena lejana.

– Ya no podemos hacer nada aquí -dijo Tim-. Vámonos. Robert. Robert. ¡Robert! -gritó. El gemelo acabó por volver la cabeza. Parpadeó con fuerza y se enjugó el sudor de la frente. Tim se agachó y lo miró de hito en hito con expresión tranquila y firme-. Ya no te lo estoy pidiendo. Venga.

Robert se incorporó entumecido, igual que un crío que siguiera instrucciones, y subió la escalera.

La cabeza de la mujer quedó recostada sobre el duro hormigón, la mandíbula abierta de par en par. Tim le cerró la boca con cuidado antes de pasar por encima del cadáver contrahecho de Debuffier camino de las escaleras. Mitchell había tenido buen cuidado de retirar todo el equipo de la puerta de metal retorcido. Cuando Tim salió al patio trasero, oyó el frenazo de unos vehículos delante de la casa. La camioneta esperaba con la puerta abierta justo al otro lado del orificio de la verja; Tim subió de un salto.

Las gemelos estaban sentados en la parte de atrás con la espalda apoyada contra la pared. A Robert, que tenía el rostro enrojecido, se le veía conmocionado por el enfrentamiento. Mitchell, por su parte, tenía la camisa manchada allí donde había apoyado la cabeza de la mujer. Tim cerró la puerta a su espalda y salieron de allí.

– Si se te ocurre volver a lanzarte así otra vez -dijo Tim-, te pego un tiro yo mismo.

Robert no despegó los labios.

El Cigüeña, blanco como una sábana y sentado sobre un listín de teléfonos para ver por encima del salpicadero, lanzó una mirada por encima del hombro.

– Lo siento, no he podido… no he podido entrar. Estaba muerto de miedo. -Se agarró la camisa a la altura del corazón y torció el gesto-. He cogido el vehículo y esperado alguna señal, a ver si salía alguien. Rebuscó en los bolsillos, sacó una pastilla azul y se la tragó.

– Has hecho lo que debías -le felicitó Tim-. Has seguido las órdenes.

Robert se cogió el flequillo sudoroso y le quedaron unos mechones colgando entre los dedos.

– Podríamos haber llegado antes.

– Nada de eso -dijo Mitchell.

– Podríamos haber acortado la vigilancia y entrado anoche. Estaba ahí. Estaba ahí todo el rato.

Tim volvió la mirada hacia Robert, pero éste no se avino a cruzarla con él; miraba a todas partes y a ninguna en concreto.

– No empieces con hipótesis -le aconsejó Mitchell-. Así no se llega a ninguna parte. No harás más que darte cabezazos contra un muro.

Una serie de baches en la calzada hizo que la camioneta emitiera un sonoro traqueteo metálico.

Robert agachó la cabeza y luego se la golpeó contra el costado de la camioneta, tan fuerte que abrió un pequeño cráter en la chapa de metal. Su voz seguía siendo tensa, la garganta constreñida, apurada.

– Joder, joder. Cómo se parecía a Beth Ann…

Se echó hacia delante y vomitó sobre el puño.

Capítulo 25

Cuando atravesaron la verja de entrada a la casa de Rayner, detrás de la camioneta, a Tim no le sorprendió ver el Lexus de Ananberg con su matrícula de Georgetown. La puerta de doble hoja chirrió al cerrarse a su espalda, empujándolos con ademán protector hacia la pendiente sobre la que se levantaba el amplio decorado estilo Tudor. Robert fue el primero en salir y dirigirse con paso vacilante hacia la casa, seguido por el Cigüeña, que tenía la cara ojerosa y exangüe. Mitchell iba a zancadas tan firmes y ligeras que parecía flotar detrás de ellos. Tim aparcó y les fue a la zaga como un perro pastor que llevase al rebaño hacia la escalinata de piedra. Antes de que llegaran, Rayner les abrió la puerta con los ojos hinchados e inyectados en sangre. Ananberg asomó de puntillas a su espalda.

Por lo visto, Rayner no se percató de que quienes avanzaban hacia él parecían un grupo de muertos vivientes. Empezó a decir algo pero tuvo que carraspear y comenzar de nuevo:

– Franklin está en el hospital de veteranos. Ha sufrido una embolia.

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