Gregg Hurwitz - Comisión ejecutora

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Tim Rackley, un agente federal norteamericano, ve que su vida queda destrozada cuando asesinan a su hija. La polícia cuenta con numerosas pruebas contra el asesino, un hombre con problemas mentales y antecedentes penales llamado Kindell. Sin embargo, éste acaba librándose de la condena por un tecnicismo legal y queda en libertad. Rackley está convencido de que Kindell no actuó en solitario y en su desespero por encauzar su dolor, por entrar en la Comisión.

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Los gritos alcanzaron una intensidad asombrosamente aguda al tiempo que se tornaban finos y tenues como un hilillo de plata. Mitchell, impertérrito, humedeció con su aliento el reverso del explosivo y lo pegó a la puerta, encima de la cerradura.

– Ay, Dios, basta ya. Dios mío, basta.

Robert, con el rostro colorado de furia y agitación cambiaba el peso del cuerpo de un pie al otro en una extraña danza sobre ascuas, como si quisiera aliviar la quemazón de los gritos.

– Venga, venga, venga, venga -dijo.

Mitchell rasgó una tira de explosivo plástico y dejó caer en ella el detonador que tenía entre los dientes. Mientras Tim largaba los cables pasillo adelante, Mitchell acabó de preparar la lámina de explosivo en la que había embutido el detonador para luego pegarla a la puerta. Impulsados por los gritos, Robert y Mitchell doblaron la esquina siguiendo los pasos de Tim; Mitchell llevaba una batería de nueve voltios a la altura de la muñeca. Tim le pasó los cabos de los cables.

Robert respiraba muy hondo y tenía dilatadas las ventanas de la nariz.

– Hazlo ya, hazlo ya, hazlo ya.

Tim se vio obligado a dejarse de susurros para hacerse oír por encima de los gritos de la mujer.

– Vamos a ver. Tenemos que hacer esto bien. Yo voy a entrar en primer…

– Por favor. Por favor. Ay, Dios, por favor -suplicaba la mujer.

Robert cogió los cables a Mitchell y tocó con ellos la batería. Tim sólo tuvo tiempo para una reacción instintiva. Abrió la boca para que los pulmones pudieran aspirar y expulsar aire, previniendo así la posibilidad de que le estallasen por exceso de presión. La casa entera tembló por efecto de la explosión y se levantó una nube de polvo de las paredes. Robert ya se había abalanzado hacia la escalera pistola en mano.

– ¡Mierda! -exclamó Tim.

Con el agudo pitido del acero desgarrado en los oídos, se puso en pie y siguió a Robert a la carrera. Éste ya había abierto la puerta y desaparecido en la neblina de polvo escalera abajo, sin cobertura, olvidada por completo la estrategia de entrada. Tim oyó el estallido de tres disparos erráticos y pegó la espalda a la jamba de la puerta, ahora mellada, en la cima de la escalera, con los codos rígidos, el 357 apuntando al suelo y Mitchell pegado a los talones.

Robert descendió las escaleras como si flotase, con el arma levantada. Debuffier había abierto la puerta de la nevera tanto como lo permitían las bisagras, por lo que ahora quedaba a la vista el guiñapo de carne retorcida y aterrada que contenía; se parapetó detrás del electrodoméstico para escudarse con él. La explosión había hecho saltar un pedazo de enlucido hasta el penúltimo peldaño, suficiente para que Robert trastabillase. Debuffier, ágil y felino, se puso en pie de un salto y se precipitó hacia Robert; un voluminoso contorno de músculo oscuro y fibroso. El cuerpo de Robert impedía a Tim efectuar un disparo, de modo que continuó escalera abajo. Debuffier llegó hasta Robert antes de que éste hubiera tenido oportunidad de recuperar el equilibrio y le arrebató la pistola de un golpe. A continuación lo cogió, abarcándole la caja torácica casi por completo entre sus manazas, y lo lanzó escalera arriba contra Tim.

El hombro de Robert lo alcanzó a la altura de los muslos y le hizo caer rodando los tres últimos peldaños. Su 357 se coló por el borde de la escalera y emitió un sonido metálico al caer sobre el suelo de cemento. Tim notó un entumecimiento en el hombro y la cadera que poco después dejaría paso al dolor. Completó la trayectoria de la voltereta con la intención de ponerse de pie, pero sólo consiguió golpearse las rodillas contra el cemento, doblado como si estuviera en pleno salto mortal. La recia pierna de Debuffier dividía en dos su campo de visión como una columna, y Tim le lanzó un puñetazo a la rodilla con todas sus fuerzas. Tenía intención de alcanzarle en la articulación, pero en vez de eso se topó con el músculo denso del muslo. Su puño cargado de plomo se estrelló con un estallido amortiguado similar al de un plato al caer plano en un lecho de agua, y Debuffier lanzó un aullido. Apareció un puño como un sol demasiado grande y fue a caer sobre la coronilla de Tim, que notó cómo el cuero cabelludo se le clavaba en el cráneo y vio un intenso fogonazo. Oyó entonces las botas de Mitchell bajar a toda prisa las escaleras y luego se vio alzado en volandas. Debuffier lo había asido por los hombros y tenía los pies colgando cual marioneta bajo la mirada apreciativa e inmisericorde de un titiritero italiano. Tim notó en la cara una vaharada de aliento que olía a coco y leche agria.

Arremetió con la cabeza contra la barbilla de Debuffier y oyó un crujido satisfactorio. Las manos que lo tenían cogido se distendieron apenas un instante. Tim notó que descendía unos centímetros y sus pies volvían a establecer contacto con el suelo. Justo cuando Debuffier echaba la mano atrás con la intención de paralizarlo de un puñetazo, Tim volvió el torso y lanzó un derechazo descendente contra la ingle en plan boina verde, fuerte y veloz, igual que un oso pescando en el río. El plomo del guante hizo que el puño descendiera más rápido, más violento, y le otorgó un impulso demoledor en el instante en que los nudillos entraban en contacto con la sólida cresta del pubis del santero.

Hubo un instante de equilibrio y quietud perfectos, y luego el mundo volvió a ponerse en movimiento. Robert lanzó un grito, un desgarrador aullido de hiena que resonó en la carcasa metálica del frigorífico, casi cerrado. El hueso de Debuffier cedió hecho astillas al tiempo que un crujido amortiguado por la carne anunciaba la fragmentación instantánea y absoluta de la pelvis.

El bramido animal de Debuffier halló resonancia en las paredes de hormigón y regresó amplificado desde las cuatro esquinas del zulo. La puerta de la nevera se fue entreabriendo y asomó la expresión petrificada de la mujer. Con el rostro torcido en un vórtice de dolor, Debuffier intentó incorporarse apoyando en el suelo una rodilla, que no sostenía todo su peso; tenía los párpados tan sumamente abiertos que permitían ver la curvatura superior de sus globos oculares. Había dejado caer las manos abiertas a los costados y las tenía quietas, como si estuviera planteándose la mejor manera de asir un globo lleno de vidrios rotos.

Mitchell descendió los últimos peldaños a sonoras zancadas, pero Robert ya había recuperado la pistola y estaba en posición de tiro, con la cabeza gacha y un ojo cerrado.

Debuffier levantó una mano.

– No -suplicó.

La bala le rebanó el índice a la altura del nudillo antes de absorber parte de su cabeza en torno al agujero abierto sobre el puente de la nariz. Su cuerpo cayó sobre el cemento y por debajo de su cabeza empezó a extenderse un charco con parsimonia viscosa.

A su lado había un cuenco del que goteaba agua jabonosa.

Robert, a horcajadas sobre Debuffier, descargó dos proyectiles más contra el amasijo de su cabeza.

– Maldita sea, Robert. -Tim cojeó hasta el frigorífico y abrió la puerta del congelador. El rostro de la mujer se le quedó mirando, debilitado de terror, con trocitos de mina de lápiz visibles en más de una de sus heridas abiertas. Se percató de que Debuffier había practicado agujeros en los costados del electrodoméstico para que hubiera ventilación. Había ajustado un grueso cinturón de levantador de pesas entorno al cuello de la mujer que le impedía sacar la cabeza de la abertura. Tenía perforado un ojo del que manaba un líquido nebuloso que se le había condensado en el párpado inferior.

Sollozaba.

– Oh, no. Sois más. Ay, Dios mío, ya no puedo.

– Hemos venido a ayudarla. -Tim alargó el brazo hacia el grueso cinturón de cuero, pero ella lanzó un grito y se revolvió contra la mano haciendo rechinar los dientes con expresión hastiada. Mitchell y Robert, a espaldas de Tim, irradiaban una mezcla de horror y silencio jadeante.

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