Gregg Hurwitz - Comisión ejecutora

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Tim Rackley, un agente federal norteamericano, ve que su vida queda destrozada cuando asesinan a su hija. La polícia cuenta con numerosas pruebas contra el asesino, un hombre con problemas mentales y antecedentes penales llamado Kindell. Sin embargo, éste acaba librándose de la condena por un tecnicismo legal y queda en libertad. Rackley está convencido de que Kindell no actuó en solitario y en su desespero por encauzar su dolor, por entrar en la Comisión.

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– Vaya gilipollez de trabajo tenemos -comentó su amigo.

Tras la declaración, entrechocaron los vasos, engulleron los chupi- tos y menearon la cabeza con gesto acre. El charlatán vio que Tim los miraba y se inclinó hacia él para ofrecerle una mano sudorosa.

– Me llamo Richard. ¿Por qué no te tomas una con nosotros? -La música metía tal estruendo que apenas se le notaba la lengua pastosa.

– No, gracias.

– Sin ánimo de faltar, me parece que no tienes mucho más que hacer. -Richard se volvió hacia su amigo-. Bueno, Nick, creo que el colega no quiere hacernos compañía. Me parece que anda ocupado consigo mismo.

– No me caen muy bien los abogados de oficio -dijo Tim. El alcohol le había soltado la lengua. De pronto recordó por qué rara vez bebía.

– No sé por qué. Nos pagan una mierda, nos quemamos en plena juventud y representamos sobre todo a gilipollas impresentables. Un currículo impresionante, ¿no?

– Sí, bueno, yo me he encontrado en el otro extremo de la ecuación contra la que despotricas. He visto salir libre a gente que no se lo merecía.

– Deja que lo adivine. Eres poli. Primero disparas y luego preguntas. -Richard hizo un saludo marcial con ademán ebrio-. Bueno, agente, por muchos veredictos erróneos que haya visto usted, seguro que Nick y yo le llevamos la delantera. Hoy me ha llegado un chico…

– No me interesa.

– Hoy me ha llegado un chico…

– Esa mano, por favor.

Richard dio un paso atrás mientras Nick se encargaba de pedir la siguiente ronda.

– Cuando el chico tenía dieciséis años, entró en casa de su primo para robar un vídeo. -Levantó un dedo-. Primera cagada. Va a un partido de fútbol en el instituto, empieza una discusión y le dice al hijo de un profesor que va a darle de patadas si vuelve a pillarle hablando con su novia. Segunda cagada. Amenaza de agresión con intención de infligir LG, es decir, lesiones graves…

– Ya sé lo que quiere decir LG.

– Ahora, la tercera cagada. La tercera cagada, amigo mío, puede ser cualquier delito. El chaval entra en Longs Drugs y roba un portarrollos de papel higiénico. Eso es un seis seis seis, infracción menor con antecedentes. Una chorrada, pero lo cursan como delito mayor. ¿Y sabes qué? Tercera cagada. De veinticinco a perpetua. Ni negociación, ni discreción judicial; nada. Puro fascismo.

– Su padre lo maltrataba. En realidad no tenía intención de masacrar a sus compañeros de clase.

Richard suspiró.

– No es tan sencillo. No es todo tan bonito. Pero hay que fijarse en el individuo. Entonces, los ángulos y las distancias entre él y su entorno resultan mensurables. La combinación de esos ángulos es lo que constituye la perspectiva. Y eso es exactamente lo que hace falta para juzgar los actos de un individuo. -Aunque las palabras se le amontonaban por efecto del alcohol, Richard seguía expresándose de maravilla. Tenía práctica con la bebida.

– ¿Y qué me dices de juzgar al propio individuo?

– Eso déjaselo a Dios. O a Alá, o al karma, o a Snoopy, si te parece. A fin de cuentas, da igual si alguien es malo. Lo que importa es lo que haya hecho y cómo lo afrontamos los demás.

– Pero tenemos que juzgar a los individuos.

– Claro. Pero ¿qué determina la dureza del castigo? ¿Que el criminal sea irredimible? ¿La ausencia de arrepentimiento? ¿La incapacidad para reintegrarse en la sociedad? A nadie se le ha ocurrido tener en cuenta estos factores en el caso de mi cliente de hoy. El chaval está jodido. Va a tener que hacer chapas para algún pandillero durante el resto de su vida por un puto portarrollos de papel higiénico de treinta y siete centavos. -A Richard le tembló la voz, ya fuera de ira o de pena, y torció el gesto una vez, bruscamente, como presagio de un sollozo que no llegó. En vez de eso, esbozó algo parecido a una sonrisa-. Por eso estamos de juerga esta noche, amigo mío. -Levantó el vaso-. Celebramos que el sistema funciona.

Su amigo le puso una mano en el hombro y le ayudó a encontrar postura en el taburete.

– También ocurre todo lo contrario -dijo Tim.

Richard levantó la mirada con los ojos enrojecidos y medio cerrados.

– Sí, sí, claro.

– Más de una vez he visto salir bien parado a un tipo gracias a vacíos legales que ni se me habrían pasado por la cabeza. Cadena de custodia. Mociones de juicio rápido. Busca y captura. No es justicia; es una mierda.

– Es una mierda, cierto, pero ¿por qué no podemos tener buenos procedimientos y también justicia? De ese modo, el tribunal regaña al poli por… -Agitó las manos, en busca del término apropiado-. Por registro y detención ilegales, y la siguiente vez, el poli hace el trabajo como es debido, respetando los derechos civiles. El juicio es limpio. El tipo es condenado y recibe una sentencia adecuada. Pero ocurre todo lo contrario; queremos hacerlo todo a la vez.

Nick se precipitó hacia delante y se golpeó la frente contra la barra. Tim pensó que debía de ser una broma, pero el tipo permaneció en la misma postura. Richard, que no se había dado cuenta, se acercó a Tim, y éste notó que su aliento era portador de una hedionda combinación de pastillas de menta y tequila.

– Voy a contarte un secretito -dijo Richard-: a los defensores de oficio, por lo general, no les gustan sus clientes. No queremos que salgan libres. Queremos que los condenen. -Levantó un dedo vacilante-. Sin embargo, ante todo y sobre todo, queremos que los polis duros de pelar como tú y los fiscales prepotentes respeten la Constitución, el código penal, la Declaración de Derechos. Y todo el mundo va usurpando estos derechos, poco a poco, con el paso del tiempo. Detectives, fiscales, hasta los jueces. Nosotros no. Somos putos fanáticos. Fanáticos de la Constitución.

– Judíos a favor de Jesucristo -murmuró Nick, que seguía tumbado boca abajo encima de la barra.

– Y protegemos… eso, ese puto parche estúpido y distante, a pesar de la gentuza a la que tenemos que representar, al margen de los crímenes que hayan cometido o puedan cometer después de que consigamos que salgan en libertad porque algún poli gilipollas no anuncia de viva voz su intención de llevar a cabo un registro después de llamar a la puerta y nos pone en el puto trance de tener que señalarlo y permitir que algún chivato salga por la puta puerta, probablemente para hacer de nuevo lo que acababa de hacer.

Richard intentó ponerse en pie, pero se desplomó sobre el taburete. Nick mascullaba incoherencias contra la barra.

– Luchamos contra el fascismo en las minucias. -Richard giró sobre sí para ponerse de cara a la barra y levantó las manos para cubrirse la cara-. Y es horrible. Y perdemos de vista el premio, el objetivo, a veces, porque nos vemos sumidos en este…, en este… -Una inhalación trémula lo condujo a un sollozo, pero cuando bajó las manos, sonreía de nuevo-. Nos hace falta otro trago. Venga, otro trago.

– ¿Qué? ¿Acaso quieres batir el récord cuando te hagan soplar? ¿Piensas que igual ganas una muñeca chochona?

– ¿Va a detenerme, agente? ¿Borracho y privado de mis derechos civiles?

– Si te detengo, tendré buen cuidado de leerte tus derechos.

– Vaya, eso tiene gracia. -Richard rió a carcajadas-. Eres un tío cabal. Me caes bien. No hablas mucho, pero eres legal. Para ser un poli, claro. -Apoyó todo su peso en la barra y se mojó la manga con la bebida derramada-. Déjame que te cuente otro secreto. Pienso dejar mi trabajo. Voy a pasarme a la otra acera con el sistema federal; lo creas o no, las sentencias federales son incluso más draconianas. Voy a darme cabezazos contra ese muro para variar.

– ¿Por qué lo haces, si tanto lo aborreces? -se interesó Tim.

Nick levantó la cabeza con una pasmosa expresión de sobriedad.

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