Gregg Hurwitz - Comisión ejecutora
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Dejó todo meticulosamente tal como lo había encontrado. Borró las huellas de la moqueta, dejó el segundo cajón de la mesa entreabierto y ajustó la esquina inferior derecha del edredón para que rozara el suelo, como lo había visto al entrar.
Puesto que las instantáneas Polaroid se habían secado sobre la cama, contrastó la habitación con ellas. Comprobó que había dejado el único bolígrafo Bic muy cerca del margen de la mesa. La sábana encimera debía quedar plegada justo debajo de las almohadas. A un ejemplar de la revista Car and Driver le faltaba una rotación de noventa grados hacia la derecha. Fue retocando y recolocando cosas hasta que todo volvió a coincidir a la perfección con las fotografías.
Salió por la ventana del cuarto de baño, colocó de nuevo la rejilla y regresó a la acera. Pensó en telefonear al Cigüeña, pero el aspecto de éste era tan llamativo que resultaba un tanto peligroso en una misión de vigilancia. Aunque trató de localizar a Mitchell desde el coche, el gemelo solía tener el móvil desconectado incluso cuando no era necesario, como era costumbre de cualquier técnico en explosivos con dos dedos de frente. Llamó a Robert, e hizo que éste le pasara el teléfono a su hermano, algo que hizo a regañadientes.
– Acabo de salir de casa de Bowrick.
– Joder, ¿ya has dado con él? -preguntó Mitchell.
– Escucha. Vive en el dos mil ciento dieciséis de Penmar, pero creo que se dispone a pasar fuera varias noches. Llevo tres días en el tajo y necesito dormir. Quiero que vengas y mantengas vigilada la casa con suma discreción. Sólo tú. Nadie más. Que no te pillen. Y no traigas armas. ¿Entiendes? Ni pistola ni nada parecido. Vigila la casa y ponme sobre aviso si vuelve. Estaré de regreso a las nueve en punto de mañana para relevarte. ¿Estás por la labor?
– Claro.
– Tendré el Nextel conectado.
Tim se notó un tanto eufórico, como le pasaba siempre que andaba a la caza. Para celebrarlo, se planteó darse el gusto de devolver la llamada a Dray, pero con sólo pensar en ella le vino a la cabeza una imagen nítida de la habitación de su hija aún amueblada al otro extremo del pasillo. Junto con esta estampa, expulsado repentinamente del refugio de la insensibilidad, notó las punzadas de una corona de espinas. Ahora que estaba ocioso, sus pensamientos volvieron a convertirse en enemigos; era como si, al no tener nada a lo que hincar el diente, se tornaran caníbales. Su mente fue hocicando uno tras otro sus puntos débiles, pasando deliberadamente de Ginny a Dray, y luego a Robert y todo lo demás que, de un tiempo a esta parte, se le había ido de las manos. Cuando emergió del ensimismamiento, estaba a escasas manzanas de su edificio. Se imaginó de antemano el hosco abrazo de bienvenida del apartamento, tan distinto de lo que habría sido el regreso a su propia casa, que debía de oler a madera, restos de la barbacoa y platos de cartón manchados de ketchup en el cubo de basura. Una miríada de graves inconvenientes para la segundad de todos se ocupó de represar su impulso de hacer una visita espontánea.
Echó un trago de la botella de agua del almuerzo, pero no le ayudó a disolver el regusto acre en el fondo de la garganta, que permanecía arraigado y seco, probablemente como el regusto de la muerte y el asesinato, de los que llevaba saturado ya un mes largo. Tal vez necesitaba algo más fuerte para librarse de él.
Una copa de martini de neón le llamó la atención desde una ventana tintada. Giró hacia la izquierda para meterse en un aparcamiento y se aproximó a la garita blanca de los aparcacoches.
Los graves atronadores procedentes del coche que salía y el atuendo negro de arriba abajo de la pareja que entraba le indicó que, sin pretenderlo, había ido a un club y no a un bar. Le desagradaba la moda en la mayoría de sus manifestaciones, pero ya era tarde, y además, una copa era una copa.
Al bajar del coche, un muchacho con el pelo negro repeinado hacia atrás le entregó la mitad de un resguardo envuelto en una vaharada de colonia barata, se puso al volante y dobló la esquina con un chirriar de neumáticos. Tim echó un vistazo a las cinco plazas vacías que había delante del club y lanzó una mirada perpleja al otro aparcacoches.
– ¿Hay alguna razón para que no podáis dejar el coche ahí mismo?
El chico soltó una risilla.
– Pues sí. Es un modelo del noventa y siete.
Un gorila estaba a cargo de una cuerda de color granate delante de la puerta. Era un cachas mitad blanco y mitad asiático, guapo de cojones. Tim lo aborreció ciegamente de inmediato.
Se acercó y señaló con un ademán de la mano la puerta oscura, de la que salía humo de tabaco y una melodía saturada de metales. El gorila mantenía la cabeza levemente echada hacia atrás como si permaneciera en un estado constante de aburrimiento o contemplación.
– Ponte a la cola, colega.
Tim miró la entrada vacía.
– ¿Qué cola? -Ahí.
El gorila señaló una alfombra roja -idea de algún promotor nocturno- que llegaba hasta la misma cuerda. Tim suspiró y se colocó en la alfombra. Se aproximó a la cuerda, pero el gorila no se movió.
– ¿Quieres que espere aquí?
– Sí.
– ¿Aunque no hay nadie en la cola?
– Sí.
– ¿Qué pasa? ¿Es uno de esos programas con cámara oculta?
– Tío, no tienes ni puta idea. -Algo vibró en la cintura del gorila, que echó un buen vistazo a la colorida hilera de buscas que llevaba colgados del cinturón. Cogió el amarillo plátano y miró la pantallita iluminada-: ¿Cómo te has hecho eso en el ojo?
– Un curioso accidente jugando al bádminton.
El tipo volvió a asentar la cabeza levemente rezagada con respecto del cuello recio.
– ¿Vas a montar bronca en mi club?
– Si me dejas aquí fuera, es posible que sí.
La risotada del tipo olía a chicle.
– Me gusta tu estilo, tío. -Desenganchó la cuerda y se hizo a un lado, aunque no lo suficiente para que Tim no tuviera que ponerse de costado a la hora de sortearlo.
Entró y localizó un taburete junto a la barra. Cuando se acercaba, un tipo con vaqueros de color arcilla plagados de bolsillitos le lanzó una mirada desdeñosa.
– Bonita camisa, abuelete -dijo.
Detrás de la barra, una empinada ladera translúcida de estanterías brillaba con un tono azul fosforescente. Tim pidió un vodka con hielo de doce dólares a una atractiva camarera pelirroja con un chaleco de cuero lo bastante abierto como para enseñar pechuga.
Un par de chicas bailaban como locas encaramadas a un cubo iluminado en medio de la pista. El gentío se mecía de aquí para allá en torno a ellas, lanzando en dirección a Tim vaharadas de colonia de diseño y sudor limpio. En un reservado, una pareja tumbada se comía la cara a lametazos con el hambre atroz de sensaciones que provoca la química. El ambiente estaba cargado de sexo y exuberancia, denso como si anunciara tormenta, y en medio estaba Tim, inmóvil y erguido, observándolo todo como una carabina en un baile mixto. Vio que tenía la copa vacía e indicó a la camarera que le pusiera otra.
A su lado había una chica con los codos apoyados en la barra y la espalda arqueada, de cara al ruido. Cruzó la mirada con ella sin querer y asintió. La chica sonrió y se fue. Ocuparon su lugar dos tipos con las camisas arrugadas y las caras enrojecidas y húmedas de la pista de baile, que pidieron dos chupitos de tequila.
– … A Harry, mi antiguo jefe, se le notaba quemado por completo. Era el típico zoquete que apenas sigue ninguna pista para ayudar a sus clientes. Cuando entré a trabajar como abogado de oficio, había un tipo acusado de asesinato en segundo grado. Aseguraba que su coartada era una camarera a la que le había estado tirando los tejos toda la noche, una pelirroja estupenda en un garito a la salida de Traction. No sabía dónde. Harry fue a unos cuantos sitios, no averiguó una mierda y a la semana siguiente condenaron a su cliente. Entre quince y perpetua. Unos meses después entramos aquí, a saber por qué, igual resulta que el cuñado de Harry invirtió en este antro, o algo por el estilo, ¿y sabes qué? -El tipo señaló a la pelirroja del chaleco medio desabrochado de detrás de la barra-. Ahí la tienes. Y recordaba al cliente. El problema es que a nuestro hombre se lo habían cargado en el patio de Corcoran un par de días antes. -Lanzó un hondo suspiro-. Sólo hay justicia para los ricos. Si tienes una casa que hipotecar para pagar el diez por ciento de la fianza, puedes conseguir que te suelten, y si te ocupas de tu propio caso y pergeñas una buena coartada, no tienes de qué preocuparte. En cambio, si estás sin blanca y no recuerdas lo ocurrido, si tu abogado es incapaz de encontrar a una pelirroja a la salida de Traction…, bueno, entonces… -Se metió otro chupito entre pecho y espalda-. Ahora, cuando ando medio quemado, entro aquí. Me da fuerzas, me anima a cubrir todos los ángulos. -La camarera puso otra ronda y el tipo le dio un billete de veinte dólares doblado por la mitad-. Es mi musa.
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