– Usted escribe novelas policíacas -dijo serenamente Terry-. Permita que lo ayudemos a averiguar qué lectura hará de esto el jurado. Vamos a repasarlo todo otra vez.
Y eso hicieron, desde el mismísimo y sórdido principio. Yo permenecí en mi sillita dura, con la boca seca y aturdido por el -como dicen en la tele- predominio de las pruebas. Yo ya conocía los elementos, es lógico, pero oírlos conjuntados y plasmados en forma de un relato en el que yo asesinaba a Genevieve, fue escalofriante. Cuando me calmé de nuevo, mi cerebro sólo fue capaz de producir un pensamiento lúcido: «Estoy jodido».
Mi insistencia en declararme inocente tendría que ceder ante las presiones -y realidades- a que me enfrentaba. Sólo podía ofrecer la sensación visceral de no ser culpable y poca cosa más. Nada me parecía más importante que salvar el pellejo y conservar la libertad, ni siquiera proclamar a los cuatro vientos que yo era un asesino.
Cuando los abogados terminaron, quise dar la respuesta que había estado ensayando mentalmente, pero me sentí paralizado. Junté las manos sobre la madera rasguñada y las contemplé hasta que me oí decir:
– No pienso declararme culpable de un asesinato que no creo haber cometido.
Las cabezas de los abogados giraron hasta quedar enfrentadas, sus temores hechos realidad. Parecían tan extrañados como yo mismo de mi decisión.
– Con todos mis respetos -dijo Terry-, ¿cómo puede seguir pensando que usted no lo hizo?
– Porque, si lo hubiera hecho, lo sabría, lo notaría en mis entrañas.
Fue Donnie quien rompió el incómodo silencio con un suspiro. Luego se inclinó y, tras palmearse las rodillas, se puso de pie.
– No me declararé culpable -insistí-. ¿Y ahora qué hacemos?
– Discutir cada fase del juicio como si su vida dependiera de ello. -Levantó la vista de los papeles que había guardado en su maletín-. Porque así será.
Me acurruqué bajo la sábana, muerto de frío, la vista fija en la desnuda pared de enfrente. El hormigón estaba descolorido un poco más arriba, donde había una mancha de humedad y el goteo consiguiente. No podía ser debido a nada bueno. Pensé en los hombres que habían ocupado previamente aquella celda, que habían dormido incómodos e inquietos, soñado en aquella misma cama.
«¡Yo no fui! Un hijoputa me colgó el mochuelo. Soy inocente.»
Un guardián deslizó un sobre entre los barrotes.
– Tienes carta.
Recogí el sobre del suelo. Mi nombre, en letra femenina. Volví a sentarme y lo abrí. Contenía un papel roto en pedazos.
«tu hermana. / Dime si / Yo no mat / Siento mucho / pueda hacer. / hay algo que / pasar por esto».
Los restos de mi nota para Adeline cayeron de mis manos, esparciéndose por el suelo. El último trozo, «pasar por esto», se me quedó mirando. No fui consciente de que caía a cámara lenta hasta que tuve el cemento pegado a la cara, y todo el cuerpo sobre las rodillas. Permanecí más o menos en esa postura hasta la mañana siguiente, cuando vinieron a buscarme para ir al juicio.
Los Ángeles había aguantado un año entero sin un proceso famoso por asesinato. Yo no era un nombre muy conocido ni, que supiera, un asesino, pero las fuerzas del mercado habían convergido para convertirme en ambas cosas. Los primeros alegatos habían empezado dos meses después de la segunda comparecencia ante el juez, tiempo de sobra para que yo perdiera peso y tuviera un aspecto demacrado, o, lo que es lo mismo, pinta de culpable.
Pocos minutos después de iniciado el juicio supe que mis abogados llevaban razón y que aquello acabaría en desastre. Como estaba previsto, la exitosa fiscal -una Katherine Harriman severamente vestida llevando como accesorios unos discretos zapatos de tacón y a un padre recién llegado de Chicago para disfrutar de la actuación de su hija en primera fila- me había hecho literalmente trizas y el jurado se había retirado a estudiar su veredicto después de un proceso que, al final, sólo duró ocho días y una hora de deliberaciones.
Me habían condenado. Ahora, la única pregunta era si podría conseguir un veredicto de inocencia alegando enajenación mental transitoria. En el arranque de esta nueva etapa, mi única forma de mitigar la discreta crisis nerviosa que estaba experimentando fue desconectar. Enseguida aprendí que, como los demás actores, tenía que dedicar mi atención no a los ingredientes de la tarta-proceso sino a su glaseado.
Y contaba también con el apoyo de mis amigos, los cuales -me hicieron notar mis abogados- abarcaban un amplio espectro demográfico. Chic se llevaba el puño cerrado al pecho cada vez que veía que yo le miraba. Ocasionalmente, Preston levantaba la vista del manuscrito que estuviera editando en esos momentos y me ofrecía un gesto de apoyo con la cabeza; tenía un montón de papeles que iban consigo a todas partes como una mascota, ya bajo el brazo, ya asomando de una bolsa, ya instalados en su regazo cuando se sentaba; más de una vez, cuando se hacía el silencio en la sala, pude oír cómo garabateaba algo en un papel. Y April, Dios la bendiga, se había presentado aquella mañana tal como había prometido, soportando incluso el paseo de la vergüenza por un trecho de acera reservado al público mientras los periodistas la acosaban. Era evidente que ya no teníamos un futuro juntos, pero me alegré de que hubiera tenido conmigo este último detalle.
Sin embargo, más que ninguna otra persona, quien reclamaba toda la atención era Katherine Harriman. Ahora actuaba para el jurado, haciendo todo lo posible por ignorar mi tumor cerebral, que Donnie había tenido la buena idea de dejar en un bote sobre la mesa de la defensa. Tenía un feo aspecto, flotando en aquellas aguas salobres, como una granada de mano sin explotar. Yo había tenido que sufrir la humillación de estar sentado delante de esa cosa durante los primeros alegatos y más. Me lo imaginaba dentro de mi cabeza, adherido a mi cerebro, manejándome como un robot servil. Lo confieso, por más que me avergüence: me daba miedo un trozo de tejido color marrón.
¿Y por qué no? El testigo experto del equipo de casa, un neurólogo de pelo blanco y porte muy digno, acababa de identificarlo como ganglioglioma en la región anterior del lóbulo temporal izquierdo. Se habló largo y tendido sobre ventrículos y glándulas, supuse yo que para acojonar al jurado con la ciencia médica. ¿Ganglioglioma? Hasta esa sílaba repetida parece puesta ahí para amedrentar al personal. Pese al maligno aspecto de la palabreja, el ganglioglioma es un tumor cerebral de andar por casa. Después de la resección, el paciente goza de un índice de supervivencia cercano al cien por cien, y encima no tiene que oler colores ni saborear música. El lóbulo temporal, explicó el neurólogo al tribunal, interviene en el procesamiento de nuestra memoria, de ahí mi inoportuno apagón mental. Se sabe que estados como el mío han degenerado en psicosis de tipo esquizofrénico, delirios y episodios de comportamiento agresivo.
– ¿Y qué es lo que provoca que toda esta constelación de síntomas se dispare? -preguntó Harriman a medio interrogatorio, desviando una luminosa mejilla hacia los jurados del número tres al siete (varones cuidadosamente seleccionados).
– Como es lógico, el tumor debe alcanzar la (si me permite la expresión) masa crítica, momento a partir del cual empieza a invadir estructuras vitales -respondió el neurólogo-. Pero, ciñéndome a su pregunta, lo provoca la adición de unas cuantas células más; una constricción de vasos sanguíneos. El lóbulo temporal está complejamente ligado a respuestas emocionales y a la excitación sexual, hay pruebas claras de que, una vez que un paciente ha alcanzado semejante estado de fragilidad, el colapso mental definitivo puede venir por un hecho emocionalmente intenso. -El médico se limpió las gafas con un pañuelo que llevaba bordadas sus iniciales-. Aunque sabemos muchas cosas acerca del cerebro…
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