– No -respondí.
– Pero lo escribió usted, ¿no es así?
Reconocí que así era.
– Entonces, ¿no espera que creamos lo que escribe?
– Por supuesto que no -repliqué. Terry me indicó por señas que no me alterara, de modo que continué con más suavidad-. El protagonista, Derek Chainer, es quien dice eso. Un escritor no tiene por qué refrendar las opiniones expresadas por sus personajes. Creo personajes que no son yo, y si tengo un buen día consigo darles vida.
– ¿Quiere decir que escribe cosas en las que no cree?
– Trato de que los personajes expresen sus propias opiniones.
– ¿Una manera de vender más noveluchas en los grandes centros comerciales?
– No olvide los aeropuertos.
Harriman sonrió. Dos amigos en pleno intercambio humorístico.
– ¿Qué me dice de esta frase? «En lo más oscuro de mi corazón, estoy convencido de que, cuando pasión y destino se alían, todos, desde el que grita en el púlpito hasta la chica con el pelo teñido de azul que espera el autobús, somos susceptibles de matar.» -Harriman se acercó un poco más-. ¿Eso lo cree usted o también es una opinión expresada por su personaje?
Se produjo un silencio de ejecución pública, una sensación tensa de que, como suele decirse, todo se reducía a esto.
– Yo creo que cualquiera es capaz de cualquier cosa -dije.
Mis abogados se encogieron de un modo que en otras circunstancias habría sido gracioso. Los ojos de Harriman se animaron visiblemente.
– De modo que, ahora mismo y supuestamente en plenitud de sus facultades mentales, usted cree que podría ser perfectamente capaz de cometer el cruel asesinato del que se le ha declarado culpable.
– Capaz, sí -y hube de levantar la voz para salvar su interrupción-, lo mismo que usted.
– Sólo que, según mis noticias, Genevieve Bertrand no rompió una relación sentimental conmigo.
Harriman asintió con la cabeza ante la reprimenda del juez, levantando una mano en señal de disculpa.
Los Ángeles se alimenta de historias, buenas o malas, que son la sangre que corre por sus venas. Había apostado que Harriman, como todos los fiscales a quienes había conocido en los estudios cinematográficos, había recibido alguna oferta para asesorar un melodrama de sesenta minutos. O que se había hecho acompañar a un juicio por un escritor como yo que la acosaba a preguntas. El marido de una prima suya, quizá, que necesitaba hablar unos minutos por teléfono a fin de hacer que funcionara ese tercer acto de su guión. Más de una vez yo había sido ese tipo, el dócil escuchador del alboroto generado por el sistema judicial de la ciudad. Había tratado con polis que miraban demasiados telefilmes sobre polis y como consecuencia obraban como los polis que veían en la tele, que a su vez imitaban a asesores que eran polis reales. Ficción y crimen, un pez que se mordía la cola.
Unas horas después, mientras escuchaba en trance el alegato final de Katherine Harriman, comprendí de repente hasta qué punto se le daba bien contar historias. Y he aquí lo que, según ella, sucedió.
La noche del 23 de septiembre, a la 1.08, me levanté para contestar el teléfono, dejando a April dormida en la cama. Al escuchar el mensaje dejado por Genevieve Bertrand, todo mi rencor y acritud se habían concretado en un plan de acción. Había ido en coche a su vivienda, una casa piloto metida en los pliegues de una garganta cerca de Coldwater. Había cogido la llave de debajo de una maceta con filodendros que había en el porche y una vez dentro me había dirigido a la cocina, donde había sacado el cuchillo de deshuesar de su taco de roble. Luego había subido sigilosamente hasta la habitación de Genevieve. Despierta a causa de mi merodeo por la casa, ella me había visto a medio cruzar la moqueta blanca, y allí mismo le había yo clavado el cuchillo en el plexo solar, eludiendo sus costillas y atravesándole el corazón. Genevieve había muerto más o menos instantáneamente. Después yo había sacudido una y otra vez su cuerpo cubierto con un camisón de seda, como un gato ensañándose con un ratón herido. A modo de apoteosis, y presa del pánico por el crimen que acababa de cometer, mi cabeza había explotado, una crisis epiléptica parcial que, cuando llegaron los polis y sanitarios, degeneró en una crisis generalizada. Me había derrumbado encima del cadáver y no dejé de sufrir convulsiones hasta llegar a las Urgencias del Cedars-Sinai, donde me habían administrado Ativan por vía intravenosa. El escáner reveló la presencia del polizón que tenía metido en la región anterior del lóbulo temporal, así como una hemorragia, y rápidamente me habían trasladado al quirófano. Al final había despertado a la hora del desayuno con una coartada increíblemente oportuna.
Katherine Harriman dio las gracias al jurado por su dedicación, desarmó a todos con su sonrisa y se sentó, sumiéndose en sus papeles para no tener que enterarse de que Doimie había empezado su alegato.
– A nuestro «inteligente» asesino, a nuestro urdidor de crueles asesinatos, ¿no se le ocurrió un plan mejor que éste? Se introduce en casa de Genevieve Bertrand, y luego, ¿qué? ¿Decide dejar la puerta abierta de par en par? Claro, para que el sistema de alarma y hasta los vecinos puedan alertar a la policía. Porque él también había planeado al detalle cuándo iba a tener un ataque. Se contuvo hasta el último momento, ¿no? Este hombre, este hombre tan inteligente, pensó que sería beneficioso que su ganglioglioma creciera ese milímetro extra allí mismo, en el dormitorio de Genevieve Bertrand, provocándose una crisis epiléptica generalizada para que la policía pudiera encontrarlo en tan comprometido estado y establecer así la prueba de la enajenación mental transitoria que él sabía iba anecesitar en el juicio al que, lo sabía también, sería sometido. Sin duda un razonamiento de lo más lógico para alguien con la mente clara, ¿no les parece? Bien, por fortuna, su complejo plan dio resultado. Porque a mí, desde luego, me engañó. He intervenido en más de treinta casos de asesinato a lo largo de mi carrera, y nunca, repito, nunca, he estado más convencido de la cordura de mi cliente en el momento de los hechos como lo estoy ahora.
Mientras Donnie continuaba con vehemencia, sentí de pronto una oleada de cariño, una especie de amor, por aquel hombre que a cambio de una minuta había asumido mi caso y lo defendía como si aquello le hubiera ocurrido a él. Cuando hubo terminado, cuarenta y cinco apasionados minutos más tarde, se sentó, jadeando prácticamente adrenalina, e introdujo sus papeles con gesto profesional en las estrechas fauces de su cartera.
Una vez que el jurado se hubo retirado para deliberar, estiré el brazo y le apreté la nuca a Donnie, diciéndoles a él y a Terry:
– Independientemente de cómo acabe esto, quiero que sepáis que os agradezco mucho lo que habéis hecho por mí.
Nos dimos un apretón de manos, los tres a la vez.
El segundo veredicto llegó tres horas y diecinueve minutos después.
El suelo de la cocina estaba tan frío bajo mis pies descalzos como el mango del cuchillo de acero inoxidable. En la oscuridad miré fijamente el resquicio en el taco donde debería haber estado el cuchillo de deshuesar. Había cerrado la puerta corredera. (¿Acaso entró alguien más sin darme yo cuenta?) Con el pulso acelerado, miré la senda de marcas que yo había tomado por huellas. Las últimas podían verse en la moqueta antes de desaparecer en las losas de la entrada.
No era tierra, como yo había pensado.
Era sangre.
Experimenté un súbito pánico, el mismo que siente un crío en la oscuridad, y enseguida recordé que era un adulto y que no tenía más opciones que sobreponerme y manejar la situación. Aseguré la mano alrededor del cuchillo de chef y avancé lentamente. Nadie me estaba espiando desde la barandilla que recorría toda la galería del piso de arriba, de la escalera al estudio y de éste al dormitorio.
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