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Gregg Hurwitz: Crimen De Autor

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Cuando el escritor de novela negra Drew Danner despierta en la cama de un hospital y es acusado de asesinar a su ex novia, todo su mundo se derrumba. Acaba de ser operado de un tumor cerebral, y no sabe si es culpable o inocente. A la vez protagonista y escritor, Danner «escribe» esta originalísima novela en un intento de reconstruir una trama en la que todo parece implicarle. Con la ayuda de Chic -un jugador de béisbol fracasado-, Preston -su editor- y Lloyd -un perito criminalista que le asesoraba con sus novelas- tratará de resolver el misterio.

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Así lo explicó el Enquirer. Y así lo hicieron el L. A. Times, Fox News e incluso Vanity Fair. Una historia llena de errores, tanto de detalle como de matiz, pero ellos la cuentan con fervor sensacionalista.

Yo sólo puedo contarla a mi manera.

Pasé la primera noche de mi reclusión vomitando en el lavabo de acero inoxidable hasta que el estómago me quedó tan raído como el estrecho colchón en su base atornillada al suelo. Después de casi cuarenta y ocho horas en el USC Medical, había ido a parar a una celda de aislamiento en la séptima planta del penal de Twin Towers. Era una celda estrecha, toda metálica, con un conducto de ventilación cuadrado por el que pasaba el impoluto aire del centro de Los Ángeles. Yo echaba de menos mi cama, los cromos de cajetillas de tabaco con personajes shakespearianos enmarcados en la pared junto al armario. Echaba de menos a mis padres. Había pasado muchas noches en blanco antes de entonces, por no hablar de las inquietas madrugadas durante el deterioro final de ambos, mi madre tras una serie de derrames cerebrales cuando tenía sesenta y pocos años, mi padre un año y medio después y de manera no tan cruel, por un aneurisma. Pero absolutamente nada de lo que yo había vivido podía compararse con la negrura total de aquella noche.

Noche tras día los guardianes hacían pasar presos por lo que yo suponía un callejón estrecho, y resonando en la cámara de grises paredes me llegaba el tintineo de grilletes y voces incorpóreas, fuertes y cascadas, blancas y negras, la mayoría quejándose. Y cantando canciones de reclusos:

«¡Yo no fui!»

«Algún hijoputa me cargó el mochuelo.»

«Soy inocente. Yo no estaba haciendo nada malo cuando…»

Y arriba, en aquella fría caja, lejos de las palancas del poder, me pareció sensato no sumar mi voz al coro presidiario. Pero yo sabía que no era culpable. Sabía que no pude haber asesinado a Genevieve, pese a que cada vez me daba más miedo pensar que sí.

Chic, cómo no, fue el primero en acudir a verme tan pronto ello fue posible.

Por un pasillo apenas iluminado que olía a amoníaco me llevaron hasta una sala de interrogatorios utilizada para presos apartados de la población carcelaria para su propia protección. Una baqueteada silla de madera, escudo de plexiglás, obscenidades garrapateadas a uña en la mesa metálica: otra vez en el instituto.

El guardián pronunció incorrectamente su nombre, como el elogio francés de un peinado, aunque Chic no tiene nada de eso. Vestía igual que siempre, como si hubiera ido de compras por primera vez sin su madre. Pantalón corto hasta más abajo de las rodillas. Camisa extragrande de seda verde aceituna, abotonada sobre su tremendo tórax. Un collar hip hop hacía juego con el pedazo de oro que lucía en el dedo anular izquierdo.

Movió su corpachón tratando de acomodarse en una silla que no estaba diseñada para atletas profesionales. Verle hizo aflorar las lágrimas a mis ojos por las muchas maneras en que mi vida había cambiado desde la última vez que nos habíamos visto. ¿Hacía una semana? ¿Ocho días?

Chic puso la palma de una mano sorprendentemente blanca encima del plexiglás. Yo hice lo propio: me pareció surrealista parodiar un gesto que sólo conocía por las películas.

– ¿Qué necesitas? -me preguntó.

Por falta de uso, mi voz sonó tan áspera como las que se encaramaban por las paredes:

– Yo no la maté.

Hizo un gesto para tranquilizarme (la mano extendida, la cabeza ladeada y un poco inclinada hacia abajo).

– No llores, Drew-Drew -dijo en voz queda-. Aquí no. No les des ese gusto.

Me enjugué los ojos con la punta de mi camisa carcelaria.

– Ya lo sé. Descuida.

Pareció como si Chic quisiera romper de un mamporro el cristal y liarse a tortas con los matones para asegurarse de que me trataran bien.

– ¿Qué puedo hacer por ti?

– Estar ahí donde estás.

Torció un poco el gesto, indicando, supuse yo, que se refería a alguna tarea concreta. Nacido en Filadelfia, Chic es muy Costa Este y le gusta hacer gala de su lealtad a ella. Más tarde me enteré de que había estado esperando abajo cuatro horas y media para entrar a verme.

Sus poderosas manos se tensaron.

– Esto es como uno de tus libros. Sólo que peor.

– Me lo tomo como un cumplido.

Yo me estaba tocando otra vez la cabeza, paseando los dedos por el rosario de cicatrices de la sutura. Noté que Chic me miraba y bajé la mano.

– ¿Cómo lo llevas? -preguntó con preocupación.

Miré el techo hasta que mi visión se volvió menos acuosa.

– Estoy cagado de miedo.

Una oleada de pánico me atenazó la garganta, recordándome por qué es preferible no enfrentar el miedo de frente.

Chic parecía estar meditando sus próximas palabras.

– Yo he estado en la cárcel, pero no se parecía a esto. Tu sombra debe de tener miedo de su sombra.

Me froté los párpados hasta que los latidos de mi corazón dejaron de sonar como un redoble de tambor en el cadalso.

– Ocúpate de que April esté bien -dije-. No ha venido a verme. Ni al hospital ni aquí.

– No llevabais tanto tiempo juntos…

– Supongo que son demasiadas cosas a la vez.

Chic levantó las cejas como si dijera: «¿En serio?».

No podía hablar de April y mantener al mismo tiempo la compostura, de modo que pregunté:

– ¿Qué noticias hay del frente?

– La mierda de siempre. CourtTV, segmentos de tres minutos en Five, segmentos de cinco minutos en Three. Los periodistas encantados de sí mismos porque se acuerdan de decir «presuntamente».

Yo sabía que la versión de la fiscalía había infectado la postura de la prensa, y viceversa. La víctima era fotogénica; la opinión pública se había enganchado a ella por gusto y a mí porque le convenía. La historia había cobrado vida propia, y el papel más feo me lo habían adjudicado a mí.

Chic me miró inquisitivamente.

– ¿Puedes dormir al menos un poco?

– Claro.

Pero lo cierto era que no. La noche anterior había estado en vela como Lady Macbeth, mirándome las manos, desconcertado por su historia secreta. Todavía tenía un pequeño rastro de sangre seca bajo la uña del pulgar derecho, y la estuve escarbando hasta que la frustración degeneró en algo parecido al horror y acabé arrancándome la punta de la uña con los dientes. Después soñé con Genevieve, la blancura de su piel parisina, sus acogedoras y bien acolchadas caderas, ella arrellanada en mi tumbona rebañando un aguacate, coronando cada trocito con la mayonesa que se había derramado en el vientre. Me miraba y sonreía indulgente, y desperté con la escueta almohada de mi catre empapada de sudor. La sábana de tergal era fina, y supe que debía de tener un aspecto patético tumbado allí a oscuras, temblando y aterrorizado por algo a lo que no conseguía poner nombre.

– ¿Darás el pésame de mi parte a la familia de Genevieve? -dije con voz queda-. Diles que yo no lo hice.

– Con todos mis respetos, creo que ahora mismo preferirán no saber gran cosa de ti. -Levantó la mano cuando fui a protestar-. ¿Qué tal son esos abogados que te buscó tu superentusiasta editor?

– Parecen saber lo que hacen.

– Ojalá sea así.

Sacó un documento grapado y lo metió en la caja para pasármelo. El guardián se acercó presuroso.

– A ver, señor, déjeme echarle un vistazo.

Chic esperó con impaciencia mientras el funcionario examinaba someramente el documento en busca del soplete escondido entre sus páginas. Justificó su actuación quitando la grapa de la esquina.

Adiós plan B. No podré fugarme volando en una grapa mágica.

Recuperado el documento, Chic me lo pasó. Era un poder notarial que otorgaba a Chic Bales amplios poderes sobre mis asuntos financieros y legales.

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