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Gregg Hurwitz: Crimen De Autor

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Cuando el escritor de novela negra Drew Danner despierta en la cama de un hospital y es acusado de asesinar a su ex novia, todo su mundo se derrumba. Acaba de ser operado de un tumor cerebral, y no sabe si es culpable o inocente. A la vez protagonista y escritor, Danner «escribe» esta originalísima novela en un intento de reconstruir una trama en la que todo parece implicarle. Con la ayuda de Chic -un jugador de béisbol fracasado-, Preston -su editor- y Lloyd -un perito criminalista que le asesoraba con sus novelas- tratará de resolver el misterio.

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– ¿El qué?

– Pues todo. La tele. Nada. Perdona. No tengo la cabeza bien. Es uno de esos… Lo siento. Tú no tienes por qué aguantarlo. Creo que me iré.

Más tarde, de madrugada, desperté y vi que ella me había cogido la mano entre las suyas húmedas y pegajosas, sus dientes machacándose el labio inferior descolorido, sus ojos buscando consuelo incluso mientras decía: «Lo nuestro no va a funcionar». Ya no tuve energías para convencerla de lo contrario. Genevieve recogió las pocas cosas que tenía en mi casa y seleccionó ópera en su iPod para no pelearnos como una excusa para perder los nervios.

Las habladurías de los medios de comunicación respecto a ella hicieron que me diera cuenta de hasta qué punto era una mujer difícil de conocer. Pese a sus vagas afirmaciones de que administraba una parte de la cartera de acciones de su familia, ella nunca había trabajado. Leía mucho. Iba a la primera sesión de tarde. Conocía buenas panaderías. Jamás le había pedido mucho a la vida, y al final la vida le había dado poco. No pude evitar pensar en las experiencias que Genevieve ya no tendría nunca; el mundo entero se le había negado, irrevocablemente.

Quería desembarazarme de estos últimos cuatro meses como quien se quita de la cabeza una pesadilla. Sin embargo, ciertos hechos son como grandes rocas. Te cortan el paso. Tienen cantos afilados y te cortas si tratas de pasar entre ellas. Cuando ya hacía semanas que mi madre había muerto, aún me despertaba por las mañanas con los más básicos pensamientos infantiles. «No quiero que esto sea verdad. No quiero que haya ocurrido.» No podía quitármelo de la cabeza. La muerte de mi padre un año después fue igualmente dolorosa, aunque al menos yo ya tenía un poco de práctica. Pero ¿dónde archivar la imagen de Genevieve con el tajo en el plexo solar?

«Yo no fui», le dije al tumor. El tumor me miró con absoluta indiferencia.

Bajé, abrí la botella de Jack Daniel's e inspiré su intenso y satisfactorio aroma. Luego me acerqué al fregadero y vacié todo su contenido por el desagüe. Los judíos dejan un vaso de vino para Elias; los budistas ofrecen fruta; los violadores colectivos derraman un poco en el suelo para sus colegas muertos. Hay que alimentar a los dioses. O los dioses se alimentarán de ti.

Bueno, lo harán igual tanto si quieres como si no.

Una cafetera de capuchino chapada en latón ocupaba media encimera como un perro labrador subido allí. Se la había regalado a Genevieve en el lapso de cinco minutos en que las cosas fueron bien entre nosotros, y el aparato había producido quince dosis de café fangoso a 147 dólares la tacita. En el frigorífico había tres botellas de agua mineral y una chocolatina que April había dejado a medio comer. Fui al aparador y saqué el vaso de zumo y el bol blanco que acababa de guardar. Los dejé en la encimera y me quedé mirándolos como si esperara que se pusieran a hablar.

Desayuno, 23 de septiembre. Mi último recuerdo antes de despertarme en la sala de recuperación.

La vista se me iba sin querer a los cuchillos que descansaban en su taco de madera sobre la encimera. Sentí una lúgubre curiosidad en la boca del estómago, como una llama encendida. Como un whisky escocés de veinte años irrumpiendo en la sangre después de una carrerita de dos horas. Me acerqué al taco y adiviné correctamente cuál era el cuchillo de deshuesar. Lo saqué y lo sopesé. Brillo inoxidable, caracteres japoneses en la hoja. Yo había usado esos cuchillos cuatro o cinco veces a lo sumo. ¿Cómo era que mi mano había encontrado el de deshuesar con tanta facilidad?

Me contemplé las manos un buen rato y luego miré mi reflejo en la ventana del fregadero: un tipo empuñando un cuchillo y una línea almenada de pelo cubriendo la cicatriz. Me estremecí.

Hice una visita al humidificador y después me senté en una tumbona de la terraza, apoyé los pies en la baranda y me fumé un cigarro puro hasta la vitola. Él único vicio que me quedaba, aparte de escribir.

Si es que alguna vez volvía a escribir, claro.

La noche era muy oscura y hacía un frío de enero. La gente olvida que el invierno puede ser duro en Los Ángeles: la brisa del Pacífico, los vientos que soplan de Santa Ana, los chaparrones acompañados de relámpagos chapuceros, como un monzón estreñido que intentara evacuar.

Una buena vista cura todos los males. Una vista panorámica te hace sentir que posees algo más grande que tú mismo, que eres dueño de un lugar del planeta.

Contemplé el valle titilar allá abajo, como el océano pero más bonito, porque era un mar de luces, porque era vida y movimiento, porque me permitía estar separado de, pero conectado con, un millar de personas en un millar de casas con un millar de historias, muchas de ellas más tristes que la mía. La recta de Sepúlveda adentrándose en el norte de peores condiciones demográficas. Van Nuys, hermoso sólo desde lejos, donde los mexicanos juegan al fútbol entre semana, santiguándose antes de empezar como si a Dios le importara un pimiento el resultado de un partido mañanero para curar la resaca. La 405, una cascada curvilínea de faros blancos. Ventura yendo hacia el este más allá de los moteles por horas con nombres glamurosos donde los maricones llevan a chicos de la calle sin blanca, o viceversa. Y más allá del Cahuenga Pass, donde la ciudad espera cual insaciable e inescrutable amante despatarrada sobre una cama de neón con una sonrisa de esfinge, sus afiladas garras descansando sobre los sueños que acaba de reventar.

Cerré los ojos, recorriendo el Hollywood de la gente guapa y los eternos aspirantes al estrellato, los consumidores de cultura con nombres de marcas en sus culos de terciopelo. Me rezagué detrás de un Cutlass sordo a los bocinazos y con matrícula de Arkansas que iba a diez por hora por el bulevar mientras las cabezas de sus ocupantes se estiraban sobre cuellos visiblemente sureños, dejando atrás chavales negros que bailaban sobre cubos blancos puestos del revés, dejando atrás narices alemanas peladas, el pegajoso olor de los bronceadores, la niebla tóxica, piercings de plata perforando tostados ombligos, vallas publicitarias de estrellas del pop con pamela en la cabeza, y subiendo hasta el Hollywood de verdad, donde ves putas arrodilladas sobre charcos de vómito y yonquis saliendo de portales a trompicones, rascándose los hombros, mascullando su canción nocturna: «Tengo que ponerme bien, tengo que ponerme bien».

Toda la ristra de clubs de la comedia, donde maridos de Wichita ríen de chistes sobre Jesucristo pese a las miradas de reojo de sus remilgadas esposas; donde los aficionados sudan tinta en el escenario y donde, a lo mejor, en cuanto las camareras (que lo han oído todo mil y una veces) retiren la segunda copa vacía de la consumición doble obligada, ese superfamoso actor de telecomedia hará acto de presencia para ensayar material nuevo. Más al oeste hasta Boys Town, donde parejas gay de toda clase y talla desafían la limitada imaginación heterosexual, donde vallas de porno suave miran a ventanas decoradas con cuero tachonado, relucientes cartas de tarot y salones de tatuaje, donde los enamorados toman café a un tiro de piedra de palacios del porno con poliestireno violeta, y señales de aparcamiento se superponen como en el poste de un tótem, ajenas a toda comprensión. Pasado el Urth Café, donde divorciadas en tránsito mastican lechuga biológica, la cara hundida de tanta pastilla e hinchada de colágeno, una guerra de desgaste carnal. Siguiendo por la elegante culebra de Sunset con sus viejas mansiones, su esplendorosa y descarada oferta de prostitutas, sus luces rosa para los días festivos. Atravesando los palmerales de Beverly Hills tan a menudo filmados pero nunca captados, gente con prendas deportivas montada en Segways rumbo a Valentino, famosillas paseando perritos dentro del bolso, agentes con sus invisibles auriculares de teléfono móvil murmurando solos frente a restaurantes y semáforos, la charlatanería de los desposeídos.

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