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Gregg Hurwitz: Crimen De Autor

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Cuando el escritor de novela negra Drew Danner despierta en la cama de un hospital y es acusado de asesinar a su ex novia, todo su mundo se derrumba. Acaba de ser operado de un tumor cerebral, y no sabe si es culpable o inocente. A la vez protagonista y escritor, Danner «escribe» esta originalísima novela en un intento de reconstruir una trama en la que todo parece implicarle. Con la ayuda de Chic -un jugador de béisbol fracasado-, Preston -su editor- y Lloyd -un perito criminalista que le asesoraba con sus novelas- tratará de resolver el misterio.

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Fui directo al único mueble gastado de toda la casa, el sillón del salón. Cuero envejecido, remaches de latón, otomana a juego. Cuando lo había visto aquel día expuesto en la calle en una venta de segunda mano cerca de Melrose, tuve que frenar en seco mi Highlander. Dejé el Jack Daniels y mi tumor encima de la mesita baja, figurándome que podrían intercambiar secretos. Luego me derrumbé en el sillón y relajé los hombros por primera vez en cuatro meses.

Inspiré hondo. El aire que expulsé parecía no acabarse nunca.

Nada de cuanto había escrito podía compararse con esto. Y había tenido numerosas oportunidades para inventar cosas. Tenía cinco libros publicados, tres de los cuales habían interesado a los estudios cinematográficos. De hecho, de uno hicieron una película, si bien irreconocible para mis lectores (los tres que la vieron) y para mí mismo, pese a que yo había escrito el primer borrador del guión. La cosa iba de un sacerdote cazador de recompensas (la titularon, vergüenza me da decirlo, Rezando por la recompensa), encarnado por un popular actor de televisión que de actor tenía muy poco. El protagonista de mis libros era Derek Chainer, del departamento de Homicidios de la policía de Los Ángeles (infelizmente convertido en padre Chainer para el bodrio de marras). En mis libros, el dolor provoca chispazos blancos ante los ojos y la ira hace que la cabeza lata de rabia. Lo que no pueden hacer es captar la sensación de ver el cuerpo de tu ex novia mutilado en fotos de la policía; ni lo difícil que es limpiar la sangre seca de debajo de las uñas.

Yo pensaba que conocía este mundo, pero sólo había conocido la parte exterior del mismo. Una vez metido en el vientre de la bestia, una vez que los jugos gástricos empezaron a corroerme, descubrí que no sabía nada de nada. Había sido un mero turista en la zona oscura, un turista que miraba por unos prismáticos cómo los demás acechaban y se daban el gran banquete.

Paseé la mirada por mis libros puestos en hilera -tapa dura, bolsillo, traducciones- y me sorprendió haber sobrestimado incluso la poca importancia que les había adjudicado. Me sentí bruscamente mal equipado para tomarle la palabra al mundo, coaccionado a creer que lo que el mundo designaba como éxito o fracaso tuviera el menor mérito. Mi sillón de rebajas, sólido y confortable, me parecía de un valor incalculable. Mi nombre, en cambio, grabado en aquellos cinco lomos satinados… Un día me convertiría en un tenue recuerdo, lo mismo que otros famosillos de segunda, y me sumaria a los polvorientos batallones de personas que en algún momento rozaron la fama. Dentro de unos años a algún fanfarrón con ganas de charla en una fiesta privada le vendría mi nombre a la memoria por cualquier motivo, y otros quizás asentirían con la cabeza y mentirían generosamente: «Andrew Danner… Me suena de algo. Refréscame la memoria».

¿Y cuál sería la respuesta de nuestro fanfarrón? ¿Una trama policíaca rescatada de los zarzales de la senilidad? ¿Una respuesta susceptible a complejidades legales? ¿O un simple esbozo sensacionalista? «Era un asesino.»

Como siempre, me costaba apartar los dedos de la cabeza, dejar de toquetearme esa cresta de tejido que se endurecía, la única cosa cierta que había sacado de mi niebla amnésica. La cicatriz allí donde me habían hurgado el cerebro partía de mi oreja izquierda, justo detrás de la línea del pelo, y describía una pequeña curva hacia la frente. A estas alturas mi tacto conocía de memoria cada milímetro de la costura rosa, como si sus accidentes contuvieran respuestas escritas en braille.

Encendí el televisor para no pensar en mis cosas, pero allí estaba yo. Mi pasmada reacción cuando pronunciaron el veredicto. Una pantalla partida como en la serie Brady Bunch pero con fiscales y activistas pro derechos de las víctimas y varios Alan Dershowitz [2]. Una entrevista con mi profesor de séptimo de primaria. La misma vieja toma desde un helicóptero de la casa de Genevieve. Un ingenioso presentador de televisión por cable había retocado con Photoshop fotos tomadas en el juicio para mostrarme a aquel mono que no ve ni oye ni habla.

Yo había alcanzado cierto éxito como novelista, pero la fama me había llegado por asesino. Squeaky Fromme, Johnny Stompanato, O. J. Simpson, los hermanos Menéndez. Ahora yo era uno de ellos. Una historia de fatalidad y vergüenza adaptada a un modelo clásico. Volver, una vez más, a las historias de aquella gente tan graciosa con coronas de laurel y rodillas nudosas. La tonta de Pandora no sabe mantener su caja cerrada. El tipo majara le da una paliza a su padre y se folla a su madre. ¿Sabes el del tío que se despierta un día y ni siquiera sabe que se ha cargado a su ex? Me había convertido en charla de Starbucks, en comidilla de café, en chiste radiofónico de hora punta al volante.

Apagué el televisor y me quedé sentado en medio de un silencio hiriente.

¿Qué pensaría yo si no me conociera? Móvil. Medio. Oportunidad. ¿Cómo se compara con esto el instinto visceral?

¿Qué había dicho yo en el banquillo de los acusados? «Creo que cualquiera es capaz de cualquier cosa.»

Pero, por desgracia, yo era mi propio y poco fiable narrador. Lo que necesitaba era poner sobre la mesa algunos hechos consumados al lado del Jack Daniel's y de aquel bonito tumor cerebral.

El chaval de los vecinos, un tirano gordo y cuatro ojos sacado de un sketch de Gary Larson, estaba otra vez dándole a la trompeta, ahora con Silbando al trabajar a destiempo y desafinado. «Hoy JUNtos y conTENTOS limpiaREMOS el hoGAAAR.» Me levanté y vagué por la casa, familiarizándome conmigo mismo. Sobre la tambaleante mesa de la cocina, junto a dos bolsas de supermercado llenas de correspondencia, estaba mi taco de madera para cuchillos Shun, metido dentro de una bolsa de pruebas transparente. Me quedé helado. Un regalo de bienvenida de la acusación o la poli, pensado para desconcertarme en caso de que estuviera abrigando esperanzas de volver a la normalidad. El juego de acero inoxidable había sido un regalo pasivo-agresivo de Genevieve, evidente mejora respecto a mi patético juego Target con mango de plástico. El mismo juego de cuchillos caros que ella tenía en su casa. Mis cuchillos habían hecho una pequeña aparición durante el juicio, un bonito ejemplo teatral. Vean, miembros del jurado, tiene un juego igual que el de ella, cuchillos brillantes y afilados, ¡regalo de la propia víctima! ¡Inspiración para el crimen!

El cuchillo de deshuesar, el de Genevieve, había sido una pieza clave. Según dijeron, eso era lo que yo le había hundido en el abdomen.

Saqué unas tijeras del cajón y abrí la bolsa. Extraña y ceremoniosamente trasladé el taco de madera a su sitio sobre la encimera. Hice una pelota con la bolsa de pruebas y la tiré y luego me apoyé un momento en la encimera.

Hice un esfuerzo por recordar cómo debía cuidarme. Lo último que me faltaba era sufrir un ataque postoperatorio, de modo que saqué las pildoras del bolsillo y me zampé un Dilantin con un poco de agua del grifo. Qué manera más lamentable de volver a casa.

En el fregadero había un vaso vacío y un bol blanco que contenía un amasijo anaranjado, prueba incontrovertible de melón cantalupo. Desayuno, 23 de septiembre. El último recuerdo que tenía previo al quirófano. Los platos mostraban reliquias arqueológicas. Los enjuagué y guardé. Después subí al piso de arriba con las bolsas de correspondencia y mi tumor y seguí por el pasillo flotante que mi agente inmobiliario llamaba «pasarela».

De la puerta de al lado seguían llegando alegres y diligentes sones. «Y aSÍ canTAR al TRAbajar te aLEGRA el coraZÓN…»

Mi despacho tiene la mejor vista de la casa. La puertaventana a prueba de ruidos que da al dormitorio principal estaba cerrada. Mi silla estaba volcada sobre el respaldo; se me apareció con un aire misterioso, como un cadáver, cuando llegué al rellano. Me quedé mirándola unos minutos y luego la enderecé. ¿Volcada por algún poli durante el registro? ¿Por un intruso? ¿Por este servidor, grogui de tumor cerebral?

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