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Gregg Hurwitz: Crimen De Autor

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Cuando el escritor de novela negra Drew Danner despierta en la cama de un hospital y es acusado de asesinar a su ex novia, todo su mundo se derrumba. Acaba de ser operado de un tumor cerebral, y no sabe si es culpable o inocente. A la vez protagonista y escritor, Danner «escribe» esta originalísima novela en un intento de reconstruir una trama en la que todo parece implicarle. Con la ayuda de Chic -un jugador de béisbol fracasado-, Preston -su editor- y Lloyd -un perito criminalista que le asesoraba con sus novelas- tratará de resolver el misterio.

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Arrugado en la papelera de mi despacho había un fax con la oferta de un editor italiano, entradas para los Dodgers y varias muestras de correo comercial. Restos de un día normal en proceso de ser olvidados. Miré mi PalmPilot, revisando todas las citas y reuniones a las que no había asistido hasta llegar al 23 de septiembre. La pantalla estaba en blanco, cómo no. Al dejar la PalmPilot nuevamente sobre la mesa me sorprendió la extrañeza de estar investigándome a mí mismo. Era un intruso en mi propia casa.

Activé el altavoz del teléfono y estiré la mano para marcar, pensando que debía encargar comida por si a mi apetito le daba por volver, pero al cuarto dígito me di cuenta de que no había tono. Hurgué en las bolsas de supermercado y desenterré un puñado de avisos de desconexión. Por suerte, los otros servicios se habían borrado automáticamente de mi magra cuenta bancaria, como el del teléfono móvil que estaba cargándose encima del archivador. Conecté el auricular de mi Motorola y marqué.

Mientras la musiquita de espera de Pac Bell competía con Blancanieves -bramando todavía en la casa de al lado-, recuperé mi correo electrónico. Muestras de apoyo de amigos y lectores, unos cuantos mensajes desagradables de gente convencida de mi culpabilidad, un empacho de ofertas de Viagra y alargamiento de pene que decidí considerar correo basura y no una indirecta comercial. Cuando miré las fechas en torno a la muerte de Genevieve, me sentí a un tiempo decepcionado y aliviado de no encontrar nada fuera de lo normal.

Me desconecté del servidor de correo electrónico y contemplé la pantalla en blanco. La idea de escribir algo pronto -o algún día, para el caso- era tentadora. Nada como un pequeño y anticuado trauma para sacar a la superficie la autocomplacencia propia de mi profesión. Y lo inviable de la misma, también. Ojalá hubiera sido, qué sé yo, un cirujano preparándose para una intervención. Cualquier cosa menos estar delante de un monitor y fingir que lo que yo pudiera inventar interesaría a cientos de miles de personas, la mayoría de las cuales hacía trabajos realmente útiles.

Serge se puso por fin al teléfono preguntando cómo podía proporcionarme un excelente servicio. Le expliqué que me había retrasado en el pago de la factura de teléfono pero que lo haría ahora y que necesitaba recuperar el servicio. Después de amenazarme con desorbitadas penalizaciones y gastos de reconexión, todo lo cual prometí contritamente pagar, soltó un suspiro decepcionado y tomó nota de mi tarjeta de crédito.

– ¿Puedo conservar el mismo número? -pregunté, ansioso por conservar algo que me resultara familiar.

– Su servicio no fue desconectado, sólo interrumpido -dijo Serge-, de modo que sí. Le enviaremos un técnico para reconectar la línea.

– ¿Cuándo?

– El jueves que viene.

– ¿No podría ser antes?

– Tal vez, pero lo más pronto que podemos garantizar es el jueves.

No me pareció que esto fuera prestar un excelente servicio.

– Oiga-dije-, ahora mismo no puedo estar sin teléfono.

– Entonces no fue muy buena idea dejar de pagar durante cuatro meses…

– ¿Es que hablo con la centralita de la India o el Sureste Asiático?

Una pausa, y luego Serge dijo:

– Oh, vale. Andrew Danner. Estuvo usted detenido.

Aunque circunstancias atenuantes habían hecho posible que yo estuviera ahora en libertad, por lo visto dichas circunstancias no estaban a la altura de las exigencias de la compañía telefónica. Serge no se inmutó, de modo que cerré el móvil, desconecté mi ordenador y salí del despacho.

El dormitorio era otra historia aparte, la de la partida de April. Puerta entreabierta. Sábanas revueltas. Mis artículos de tocador volcados en la repisa del cuarto de baño al meter ella sus cosas en la bolsa de viaje. Una maquinilla rosa olvidada en la ducha; quizá la probaría después, por aquello de los viejos tiempos. En sus prisas por marcharse, April se había dejado un calcetín junto al lavabo.

Estábamos todavía en la primera fase del enamoramiento. April, una ortopeda de bellas y regulares facciones y un temperamento equilibrado que yo, envidioso, había atribuido a sus orígenes del Medio Oeste, me había visitado después de que yo me partiera la clavícula jugando a baloncesto en Balboa Park. Su firme tacto médico, sus atenciones dentro de un orden, la proximidad de nuestros rostros mientras me manipulaba el brazo para hacer tal o cual prueba; yo lo tenía realmente difícil. Nos conocíamos desde hacía sólo tres meses y compartíamos actitudes que parecían juveniles para una pareja de viejos de treinta y ocho años. Llamadas telefónicas de buenas noches. Helado directamente del envase en la cama. Clásicos de Howard Hawks y pizza de Fabrocini's. Quedarse a dormir de vez en cuando, sólo por probar. Y luego un brutal asesinato.

Eso interrumpió una especie de estado de levedad y esperanza que yo había dudado experimentar otra vez después de que Genevieve y yo tomáramos cada cual su meditabundo camino medio año antes. O, según la acusación y la televisión por cable, sendos caminos desabridos e injuriosos.

Cogí el calcetín de April y volví a notar aquella descarga de emoción, pero decidí que no iba a ponerme melodramático sólo por un calcetín. Dejé el tumor encima de la mesita de noche, hice la cama y me senté sobre las sábanas preguntándome qué clase de soledad nos esperaba ahora. A mi tumor y a mí.

Mientras contemplaba la masa de células marrones en suspensión, mi mente volvió a Genevieve, al horror de su muerte, y al horror más grande aún de mi desconocida implicación. Genevieve había aportado un toque de exotismo a sus gustos, a sus declaraciones, que yo encontraba irresistible. Lo irrevocable de sus sentencias. Lo certero de sus pasiones. Era una mujer grande, de muslos gruesos y caderas anchas, y era estimulante notar que se sentía a gusto en su cuerpo, es más, que confiaba en su cuerpo y en lo que éste podía hacer. Yo la recordaba sobre todo como una serie de sensaciones. La tersura de una mejilla rozando mi pecho. Restos de Petite Cherie en la funda de la almohada. Gotas de sudor en su espalda de alabastro. Su cara cuando dormía, tersa como la de una niña. No tenía ángulos malos, Genevieve, ni días de mala cara. Es muy difícil cogerle manía a alguien que carece de ángulos malos. Requiere una dosis mayor de fealdad de conducta. Pero mientras yo me tomaba con calma esa carrera, Genevieve se lanzó ella sólita a criticar sus malos humores. Yo estaba enamorado, desde luego, pero más que nada enamorado de estrecharla entre mis brazos, y fue ella quien tuvo la lucidez suficiente para captar esa compleja diferencia.

La noche de nuestra ruptura, Genevieve había cubierto toda la gama. Cuando salí de mi despacho me la encontré sentada en mi cuarto viendo la ceremonia de la rosa en el programa The Bachelor, con un envase de helado Chunky Monkey en el regazo. Ella había levantado rápidamente la mano de la cucharilla para impedir que la distrajera de la tele. «Jane es una guarra y tiene que volver a casa.» El deje de francés en su acento socavó tan prosaica declaración, y tuve que reprimir una sonrisa. Y luego, con una risita diabólica: «Vamos a comer algo. Si nos quedamos, acabaremos peleando o follando». En el restaurante, cogiéndome la mano con expresión de éxtasis, había nombrado las especias de su salchicha moruna. Después habíamos ido a casa y hecho el amor, sudorosos por la brisa caliente que entraba a través de la mosquitera. Aquella noche Genevieve cayó en otro de sus lapsos depresivos. Cuando me la encontré sollozando en la ducha, dijo:

– Ya no hay dignidad en nada. Todo es tan barato, tan vulgar…

Estaba sentada en el plato y el agua le caía sobre el pecho. Yo me había agachado, consciente una vez más de mi incapacidad para ayudarla, el agua chorreándome mangas abajo.

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