De repente, a Cameron le pareció que el bosque cobraba vida, como si estuviera observándola.
Levantó una mano para que Derek se detuviera. Apretó el puño alrededor de la lanceta. Derek se colocó detrás de un árbol, apoyándose en la corteza del tronco.
El bosque entero se movía alrededor de ellos: hojas, matojos y ramas se mecían en el viento. Ese movimiento lento, hipnótico, hacía pensar en una danza nupcial. El aire estaba cargado con el olor del barro, de los animales ocultos, de los frutos frescos y podridos.
Observó la zona, pero todo era verde y marrón. Las enredaderas caían de los árboles como estalactitas, el follaje vibraba en la brisa. Durante unos momentos, Cameron cerró los ojos y escuchó. El zumbido de los insectos, el aleteo de un pájaro, el crujido de un árbol. Abrió los ojos de nuevo y no vio nada, aunque todavía sentía los ojos del bosque encima de ella.
Un trozo de enredadera al lado de su pie susurró y se escurrió en la oscuridad. Entre los troncos de los árboles, se veía el bosque interminable, un submundo tenebroso.
Cameron se movió despacio hacia la derecha, desplazando los pies de lado para seguir mirando hacia delante, y salió del claro. Contó quince pasos antes de que Derek la siguiera. Ambos desaparecieron en las sombras.
Una tela de araña se rompió contra el rostro de Cameron, pero no se detuvo. Se limpió la cara con la parte posterior de la mano con que sujetaba la corta lanza. La araña cayó al suelo y se escurría en busca de escondrijo cuando Cameron la aplastó con la bota. Tres pájaros salieron de un árbol de repente, rompiendo el silencio con su aleteo y llamándose el uno al otro entre las ramas.
Cameron levantó las manos e hizo chasquear los dedos. Derek se detuvo y ambos se quedaron perfectamente inmóviles. Cameron luchaba contra el instinto de apartar los restos de la tela de araña que le colgaban de la nariz. Finalmente, ella señaló con dos dedos hacia el suelo de delante de ellos, donde había una cabeza nudosa del tamaño de una pelota: la cabeza del macho que la hembra había devorado durante el apareamiento.
Cameron se acercó y levantó la cabeza con cuidado, como si tuviera miedo de que despertara a la vida. La parte exterior estaba intacta, pero el interior había sido devorado por las hormigas. La colocó a contraluz de los rayos que se filtraban por las copas de los árboles, admirada por la línea dura y aserrada de las mandíbulas.
– Parece que sólo quedamos nosotros y la larva.
Samantha estuvo a punto de caerse de la cama al oír los fuertes golpes contra la ventana. Se incorporó de golpe con los ojos hinchados de sueño y con la mano ya tanteando en la consola que había al lado de la cama en busca de las gafas. Las encontró y se las puso torcidas. Tenía la bata enrollada a la altura de las caderas e, inmediatamente, se la colocó bien.
Tom estaba al otro lado de la ventana con el rostro encendido por la emoción.
– ¡Es el mismo virus!
– ¿Qué? -preguntó Samantha-. ¿Quién?
– El de los thermoproteaceae que sacaron del fondo de la costa de Sangre de Dios. Debieron de ser liberados durante la perforación y en el océano infectaron a los dinoflagelados. A causa de que los dinoflagelados han sido llevados a la superficie por los terremotos, se expusieron a los rayos UV y los virus han hecho de puente de este vacío estructural. Y escucha esto: al igual que lo que observó el doctor Denton, que los dinoflagelados estaban alterados, los thermoproteaceae están genéticamente jodidos de alguna forma. Cada uno tiene un perfil genético distinto.
– Cómo es que…
Tom se encogió de hombros.
– Rajit ha estado probando en el laboratorio, intentando fijar su etiología y patogenicidad e intentando comprender la prueba PCR. Parece que el virus contiene un gran espectro de código de ADN: proteínas de todo tipo de especies. Los chicos ya le han puesto un apodo: el «virus Darwin».
Samantha se rascó la cabeza.
– Pero no le pongáis el nombre de ninguna localidad: lo último que necesitamos ahora mismo es una Cámara de Comercio indignada.
– ¿Qué ha sucedido con los conejos? -preguntó Tom.
– Nada como lo de la otra noche -respondió Samantha-. Estoy pensando en el efecto de alguna citopatía. Tendremos que extraerles sangre y observarla en el microscopio.
– ¿Los has observado esta mañana? -preguntó él. Al ver que ella negaba con la cabeza, añadió-: Bueno, será mejor que te apresures antes de que se caguen en ti y te manden a casa en una burbuja.
Frotándose los ojos, Samantha arrastró los pies hacia la puerta de emergencia y entró en la habitación de al lado. Tom la esperó al otro lado de la ventana en lugar de dar la vuelta hasta el punto de observación. Cuando Samantha volvió a entrar estaba pálida como un fantasma.
– Será mejor que vengas -le dijo, con voz temblorosa-. Tienes que ver esto.
Al otro lado de la puerta de emergencia se habían colocado varias mesas y un equipo de virólogos y de oficiales de alto rango se habían reunido alrededor de ellas. Teléfonos, faxes y ordenadores trabajaban simultáneamente, parpadeando, pitando, sonando. Samantha, todavía vestida con la bata de laboratorio, acercó una mesa hasta el cristal y observó a los demás. A pesar de que la presencia de virus en la sangre había continuado bajando, todavía no había llegado a cero; Samantha no saldría de la cuarentena hasta después de los siete días obligados. Tenía un montón de resultados micrográficos en el regazo.
El coronel Douglas Strickland recorrió dando grandes zancadas el pasillo de detrás de la improvisada estación de trabajo; sus brillantes zapatos resonaban sobre las losas del suelo. Los trabajadores se quedaron quietos.
El coronel se detuvo frente a Samantha, al otro lado de la ventana.
– Doctora Everett -saludó.
Ella sonrió y asintió con la cabeza.
– ¿Sí, cariño?
Él hizo una mueca.
– He sido informado de que tenemos una especie de crisis entre las manos.
– Se puede llamar así.
Strickland se quitó la boina y se la pasó de una mano a otra.
– Si continúa usted prestándonos su experiencia profesional en este problema, estoy seguro de que sus esfuerzos compensarán los cargos que se han puesto contra usted por sus anteriores indiscreciones. Suponiendo, por supuesto, que usted exprese su remordimiento ante el abogado militar.
Samantha se puso de pie.
– De lo único que me arrepiento es de haberme colocado en una situación en la cual mi opinión médica está expuesta a supervisión militar.
– Creo que difícilmente…
– No tema, doctor. Voy a ayudarle, pero no por ese motivo. Voy a ayudarle porque en realidad todavía estoy lo bastante loca para que me importe. Así que ahí va la primera pregunta: ¿Se trata de algo en lo que han estado trabajando al otro lado de la verja?
Strickland palideció.
– ¿Está usted sugiriendo que hemos desarrollado este virus asesino aquí con miras a la guerra biológica?
– No tenemos tiempo para sugerencias: se lo estoy preguntando directamente. ¿Procede este virus de sus instalaciones de guerra biológica o no?
Strickland se acercó hasta que la punta de la nariz casi tocaba el cristal. Tenía el rostro cómicamente encendido y las mandíbulas apretadas.
– Míreme a la cara, doctora Everett. ¿Cree usted que tendría este nivel de preocupación si tuviera la más remota idea de lo que es eso?
Samantha le miró. Le creyó.
– He visto las… crías del conejo. -Strickland tembló. Samantha no se imaginaba que él sintiera escalofríos muy a menudo-. Unas criaturas que no se parecen a nada… Auténticos abortos, todas ellas.
– Mutaciones inviables -dijo Samantha.
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