Gregg Hurwitz - Cuenta Atrás

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Latinoamérica es víctima de constantes desastes ecológicos: los rayos solares que atraviesan los agujeros de la capa ozono pueden quemar la piel humana en cuestión de minutos, muentras que los terremotos y los huracanes están a la orden del día. Un grupo de investigadores es enviado a una isla de las Galápagos con el objetivo de instalar unos detectores de actividad sísmica que permitan prevenir futuros seísmos y paliar de algún modo sus devastadores efectos. Como refuerzo y protección, les acompaña un equipo de soldados de la marina estadounidense.

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Los demás salieron de las tiendas y se reunieron alrededor de Cameron, observando al león marino y a su cría. Tank estaba de pie, pero se le escapó una mueca cuando levantó el pie para ponerlo encima de una de las cajas.

– Mierda, teniente -dijo Szabla-. ¿Has dormido algo? Se te ve mal.

Derek levantó la mirada hacia los retazos de vegetación verde que se veían en la distancia.

– He dormido bien.

Una pequeña avispa voló cerca de Cameron y ella se agachó y la aplastó. La avispa voló un poco aturdida en círculo y volvió a acercarse a la cabeza de Szabla.

– Bahía Avispa -dijo, sonriendo.

La avispa zumbaba cerca de Szabla, que la atrapó con la mano. Agitó el puño cerrado y lanzó a la avispa al suelo, donde la acabó de aplastar con la bota.

Justin se acercó a la orilla y se echó agua a la cara. Al volver se fijó en los cordones de las botas, flojos. Se sentó en una roca para atarlos, pero la roca lanzó unos bramidos. Se levantó justo cuando el león marino se daba la vuelta y cerraba las mandíbulas a pocos centímetros de su trasero. Justin corrió de vuelta hacia el grupo, y en la carrera se le salió la bota. El león marino avanzó un poco tras él, furioso, subiendo y bajando la cabeza con fuerza y bramando de enfado.

Justin se apretó una mano contra el pecho sin hacer caso de las risas de los demás. El león marino se calmó y dirigió una mirada furibunda a Justin. Volvió a tumbarse sobre el vientre no sin dejar de lanzar unos cuantos bramidos más de advertencia. Szabla intentó imitar la expresión sorprendida de Justin, pero no pudo de la risa. Savage se llevó un cigarrillo a la boca y lo encendió con rapidez.

Justin volvió a ponerse la bota mientras saltaba sobre una pierna.

– Joder, eso me ha dado cuerda -dijo con el rostro colorado.

– No te preocupes -dijo Diego, con una sonrisa-. Simplemente se muestra más territorial porque no está con el grupo. -Miró a la playa vacía-. Me pregunto dónde está el resto del grupo. No había muchos leones marinos en los conos de tufo.

– ¿Llevas la cuenta de eso? -preguntó Szabla-. Creí que eras herpetólogo.

– Las Galápagos tienen la virtud de hacer abrazar ampliamente la propia vocación. Cuando mis tortugas salían de los huevos en Punta Cormorán, había por lo menos cuatro botánicos intentando seguir la acción. -Diego sonrió-. Nadie quería perderse la diversión.

La hembra rodó sobre sí misma hasta quedar tumbada de espaldas y casi aplastó el pie de Cameron. Ella saltó a un lado, se acercó a la cría y se agachó para acariciarla. Sintió la piel viscosa en la palma de la mano.

Diego la maldijo con fuerza y Cameron se incorporó.

– ¿Qué? -preguntó.

Rex apartó la mirada, irritado.

– No puedes tocarlos.

– No sé por qué…

La cría se acercó a su madre, pero ella se apartó. Le lanzó varios bramidos y se empujó hasta el agua abandonando a la cría detrás de ella.

– El olor. No puedes… -Diego se calló, exasperado y preocupado-. Dejaste tu olor en la cría. Ahora su madre no la cuidará.

Cameron abrió los ojos con sorpresa.

– No lo sabía -se excusó.

– Entonces, pregunta -dijo Rex-. O métete las manos en los bolsillos.

– Ha sido una equivocación. Dejadlo ya -dijo Justin.

– Unas cuantas reglas -dijo Diego intentando reprimir el enfado-: no toquéis ni deis de comer a ningún animal. Cuando os mováis, caminad en fila india para reducir la probabilidad de estropear terreno de apareamiento o pisar huevos enterrados. Y bajo ninguna circunstancia subáis a la caldera del volcán. No recojáis nada como recuerdo y no dejéis nada detrás de vosotros.

Savage dio una fuerte calada al cigarrillo, tiró la colilla y la aplastó con la bota. Diego se acercó, la recogió y la mostró a los demás.

– Absolutamente nada -repitió-. Sólo con que una planta de tabaco brote, no hay nada en la isla que pueda evitar que se extienda por todas partes. Es un riesgo que no vamos a correr.

La cría de león marino rodó sobre su estómago y giró la cabeza como si buscara a su madre. Todos hicieron lo que pudieron por mirar para otro lado.

Derek se frotó los ojos, llenos de sueño.

– Yo y Cameron… -Tenía la cabeza inclinada hacia el hombro y el transmisor de Cameron vibró; ella susurró una orden y lo silenció-. Yo y Cameron vamos a subir a buscar localizaciones para el campamento base.

– Quizás el inicio del bosque de Scalesia sea la zona más segura de la isla -dijo Diego-. Los campos cercanos al pueblo.

– ¿Cuánta gente vive en el pueblo? -preguntó Derek.

Diego se encogió de hombros.

– Pocos. Quizá ninguno. Según lo que sé, los padres de Ramoncito todavía están allí. La isla no ha sido precisamente hospitalaria, sobre todo durante los últimos meses.

– Creo que Frank instaló su campamento cerca del pueblo -dijo Rex-. Voy a echar un vistazo. A ver si dejó algo allí.

– Iré contigo -dijo Diego-. Me gustaría ver si todavía hay alguien y asegurarme de que el ganado está encerrado.

Derek miró su reloj.

– Muy bien. Cuando volvamos, instalaremos la primera unidad de GPS y buscaremos localizaciones. El resto, esperad aquí. La próxima formación será a las ocho. -Levantó la vista hacia la mancha blanca del sol-. Y poneos crema en abundancia -añadió-. Esto se va a poner muy caliente.

La cría de león marino se arrastró hacia las olas. Levantó la cabeza y mugió en la dirección en que su madre había desaparecido. Cameron tuvo que hacer un gran esfuerzo para darle la espalda y seguir a Derek.

27

Samantha estaba practicando Tae Bo en un rincón de la celda, acompañando los ganchos y los golpes laterales con sonidos propios de película de madrugada. En realidad, no tenía ni idea de qué estaba haciendo, pero durante muchas de sus noches en blanco había observado la información comercial sobre Tae Bo con un interés malsano. Dado que en aquel momento no tenía ninguna opción mejor mientras esperaba a que Tom Straussman volviera con los resultados micrográficos del microscopio de electrones, pensó que lo mínimo que podía hacer era practicar sus gruñidos. Además, le ayudaba a distraerse y a no pensar en los resultados del análisis, que estarían listos en cualquier momento. Había pasado la noche muy inquieta, rezando para que el antisuero fuera aprobado para su suministro al piloto y la ayudante de vuelo y para que la presencia de virus en su sangre no hubiera aumentado demasiado.

Oyó un golpe en la ventana y Samantha giró la cabeza hacia allí con un pie levantado hacia delante en una postura extraña. El coronel Douglas Strickland, de la base Fort Detrick, se encontraba en el pasillo y la miraba con una expresión de desdén. Samantha bajó el pie y saludó con un gesto rápido y tenso. Tenía el pelo revuelto sobre el rostro y la camiseta de Kiera estaba empapada de sudor.

Se acercó a la ventana.

– Señor -saludó.

Strickland la miró unos momentos antes de hablar con un gesto lateral de mandíbula inferior. Samantha se preguntó cómo era posible que tuviera esa postura: hombros hacia atrás, pecho hacia delante, la boina impecablemente doblada debajo del codo y éste pegado al costado del cuerpo. Tomó nota mentalmente de corregir la postura corporal de Iggy.

– Doctora Everett -dijo él. Dilató las fosas de la nariz un momento y las volvió a relajar, como un conejo.

– Sí, señor.

– Imagino que está muy satisfecha de sí misma después de habernos acorralado con su golpe de efecto.

– Bueno…

Él levantó una mano y Samantha se interrumpió. Cuando el coronel Douglas Strickland levantaba una mano, la gente acostumbraba a interrumpir lo que estuviera diciendo.

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