Gregg Hurwitz - Cuenta Atrás

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Latinoamérica es víctima de constantes desastes ecológicos: los rayos solares que atraviesan los agujeros de la capa ozono pueden quemar la piel humana en cuestión de minutos, muentras que los terremotos y los huracanes están a la orden del día. Un grupo de investigadores es enviado a una isla de las Galápagos con el objetivo de instalar unos detectores de actividad sísmica que permitan prevenir futuros seísmos y paliar de algún modo sus devastadores efectos. Como refuerzo y protección, les acompaña un equipo de soldados de la marina estadounidense.

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– Permítame ofrecerle un pequeño consejo. No estoy de humor para aguantar la más mínima tontería por su parte. Estoy aquí para hablar, no para escuchar; y usted está aquí para escuchar, no para hablar. ¿Está claro?

Samantha abrió la boca. La cerró. Asintió con la cabeza.

– La presencia de virus ha continuado disminuyendo, y hemos dado permiso para utilizar el antisuero con el piloto y la ayudante de vuelo.

Samantha iba a sonreír pero cambió de opinión al ver la expresión de él.

El coronel continuó sin la más mínima expresividad en el rostro.

– Hemos pasado su caso para revisión interna. Un abogado militar va a encargarse de la investigación. Yo, por mi parte, voy a hacer todo lo posible para que la cubran de mierda. Quizá su campo sea la ciencia, querida, pero no es usted una oficial del ejército. Dicho esto, espero que esta maniobra suya tenga éxito y que pueda acordarse de ello durante su jubilación anticipada.

Se dio la vuelta con brusquedad y se alejó. Samantha golpeó el cristal una vez. El se volvió.

– Señor -dijo ella.

Él levantó las cejas ligeramente.

– Me gradué en Wellesley, me doctoré en Medicina en Hopkins, me especialicé en Microbiología en el Instituto Nacional de Salud y realicé mis prácticas clínicas en el Instituto de Investigación Epidemiológica. Mi experiencia de campo la he obtenido en seis de los siete continentes. Dirigí la Sección de Patógenos Especiales Víricos en el Centro para el Control y la Prevención de Enfermedades y en el presente soy jefa del Departamento de Evaluación de Enfermedades aquí. -Se apartó un mechón de pelo que le había caído sobre el rostro-. No me llame «querida». Le hace parecer estúpido.

El coronel Douglas Strickland la miró durante un largo y tenso momento. Hizo un gesto con los labios que Samantha no supo si era de enfado o de risa pero que pronto desapareció en la habitual imperturbabilidad de su rostro.

– Muy bien -dijo-, doctora Everett.

28

Rex enfiló el pequeño pasaje cortado en las paredes del acantilado de punta Berlanga. Derek, Cameron y Diego lo siguieron en silencio. En la cima del acantilado, el suelo era de roca cubierta por bajos chamizos que parecían almiares. Rex dejó que Diego dirigiera el paso por el terreno de apareamiento del piquero enmascarado. Subieron por un montículo cuyo terreno de lava estaba plagado de pájaros.

Uno de los piqueros dio unos cuantos saltos y se quedó quieto, apuntando al cielo, con el cuello estirado y el pico dirigido hacia el sol. Era un pájaro de brillante plumaje blanco excepto por unas marcas negras en la punta de las alas; tenía el pico de un color naranja claro y un anillo oscuro alrededor del pico y de los ojos, en aquel momento entrecerrados: tenía un aspecto extraño. Bajó la cabeza, respirando entrecortadamente, y agitó las barbas para expulsar el calor. La mayoría de los piqueros estaban sentados con las cabezas giradas hacia atrás y con el pico se embadurnaban las plumas con la sustancia grasa que extraían de las glándulas sebáceas de la rabadilla. En algún lugar, un macho emitió un reclamo de apareamiento.

Un polluelo que se tambaleaba con torpeza se cruzó con Diego y éste se detuvo esperando a que pasara de largo. Era una criatura blanca y blanda parecida a un muñequito de nieve. El polluelo se inclinó hacia delante encarando la brisa y extendió las alas en una práctica de vuelo. El plumaje, blanco y suave, era irregular, y tenía el cuello delgado y frágil. Diego se agachó y esperó con paciencia a que el piquero pasara de largo. Cameron fue a adelantarle dando un rodeo, pero Diego levantó una mano y chasqueó los dedos. Ella se detuvo.

– No caminéis por el terreno de anidaje -le dijo.

Otro piquero enmascarado se les cruzó, tambaleándose. Tenía las plumas del lado derecho de la cabeza rotas y sangre seca en la base del cuello. Avanzaba a pasos inseguros.

– ¿Qué le ha pasado? -preguntó Derek.

Diego señaló un nido cercano.

– Las hembras ponen dos huevos, pero sólo cuidan a una de las crías. Al más pequeño o bien lo mata su hermano, o se le expulsa y muere de hambre o de exposición a la intemperie, o bien lo matan sus padres.

Derek meneó la cabeza.

– Dios mío -exclamó.

Rex se encogió de hombros.

– Escasez de recursos.

El polluelo cayó y se esforzó por levantarse. Los pequeños ojos se movían con rapidez. Levantó las alas dos veces y luego se quedó quieto. Diego pasó por encima de él e hizo una señal a los demás para que le siguieran. Pasaron al lado de un grupo de fragatas macho que estaban en un árbol con las rojas y brillantes papadas hinchadas, en un intento de atraer la atención de las hembras que volaban por encima de ellos.

Al dejar atrás la zona de nidos, Rex se alegró de recuperar la dirección. La fuerte inclinación del terreno en el lado oriental de la isla les permitía atravesar con rapidez las zonas de vegetación. Los palosantos dominaban las zonas áridas y sus ramas bifurcadas y esqueléticas estaban cubiertas por débiles enredaderas. Debajo de una saladilla florida había un agujero en la tierra desde donde una iguana terrestre los observó sin molestarse en levantar la cabeza. La iguana terrestre tenía un distintivo color amarillo apagado, una cresta más pequeña que las iguanas marinas y también una cola más pequeña, ya que no la necesitaba para nadar. El bajo bosque se hizo más denso a medida que subieron de altitud por la zona de transición. Los árboles pega pega, de tallo corto, ramas muy abiertas y corteza cubierta de líquenes, estaban por todas partes y sólo de vez en cuando se veía un mango. En las zonas más elevadas se habían infiltrado especies introducidas por los granjeros procedentes del continente: aguacates, mangos, cedros y balsas. Se había visto que estas especies se habían dispersado y habían invadido la frágil vegetación autóctona con una facilidad de depredador. Los cítricos brotaban en cualquier lugar donde cayera una semilla.

El camino, que era la principal vía costera, subía despacio antes de convertirse en una sucia carretera construida por los granjeros. Rex se detuvo al inicio de esa carretera, donde se levantaba una torre de madera de unos quince metros de altura. Era una estructura construida con tablones de madera entrecruzados gastados por la intemperie y por uno de sus lados subía una escalera medio rota hasta una especie de nido de cuervo, una choza colgada en lo alto como un campanario. Aquel mirador improvisado ofrecía a los habitantes una vista clara del horizonte para poder avisar de la llegada de barcos de abastecimiento o de la vuelta de los pescadores.

El viento silbaba con fuerza al atravesar la parte superior de la torre de vigilancia. Rex hizo una pausa en el camino y se apoyó en la estructura de la torre. El camino continuaba por entre unas granjas y a unos doscientos metros desaparecía en el bosque de Scalesia. A ambos lados del camino se levantaban unos balsas altos y esbeltos y, más allá, se veían campos de cosecha y pastos.

La mayor parte de las granjas se intercalaban entre los balsas al lado del camino, pero había unas cuantas que se encontraban situadas en medio de campos de yuca y de cara al sombrío bosque de Scalesia. La población de la isla no superaba los veintitrés habitantes, pero había descendido rápidamente desde los primeros terremotos. Saltaba a la vista que las casas habían sido abandonadas y los campos estaban plagados de malas hierbas y matojos. Esas grandes extensiones de hierba tardarían años en ser ocupadas por el bosque autóctono.

En un campo que se extendía al oeste de la carretera había unas cuantas vacas en un corral, al lado de una pequeña casa que se encontraba detrás de una hilera de ricinos.

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