Gregg Hurwitz - Cuenta Atrás

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Latinoamérica es víctima de constantes desastes ecológicos: los rayos solares que atraviesan los agujeros de la capa ozono pueden quemar la piel humana en cuestión de minutos, muentras que los terremotos y los huracanes están a la orden del día. Un grupo de investigadores es enviado a una isla de las Galápagos con el objetivo de instalar unos detectores de actividad sísmica que permitan prevenir futuros seísmos y paliar de algún modo sus devastadores efectos. Como refuerzo y protección, les acompaña un equipo de soldados de la marina estadounidense.

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– Tenemos que pensar en la forma de matarlas -dijo Diego, mirando al ganado. Se secó el sudor de la frente con la manga-. Me sorprende gratamente la ausencia de cabras y perros.

– Ésa debe de ser la de Frank -dijo Rex, señalando a un grupo de cítricos al lado de lo que había sido un campo.

Había dos tiendas de lona, un fuego con cenizas y rocas chamuscadas y un frigorífico de aluminio para especies animales: todo ello ordenado en unos trescientos sesenta metros detrás de la casa, en la cuesta que subía hacia el bosque. La lona de una de las tiendas batió con fuerza a causa del viento y el ruido se oyó con claridad en el camino.

Rex no se dio cuenta de lo grande que era el frigorífico hasta que lo vio. Era un contenedor metálico lo suficientemente grande para encerrar en él a un mamífero grande, del tamaño de un rinoceronte, entero; ese objeto parecía haber caído del espacio exterior. Intentó imaginarse cómo un barco de suministros lo habría descargado en la costa de la isla, pero no lo consiguió. Era de aluminio y, por tanto, no tan pesado como parecía, pero de todas formas subirlo hasta el pueblo tenía que haber sido trabajo duro para los hombres que lo habían hecho. Se imaginó a Frank con las manos en las caderas y el sombrero de pescador calado hasta los ojos dando órdenes e indicando el camino. Quizá la tarifa de cuatrocientos dólares por el transporte no era tan exorbitante.

– Bueno -dijo Rex a Derek mientras se dirigían al campamento de Frank-, parece que diriges a un equipo perezoso. No veo muchos saludos ni oigo «sí, señor» muy a menudo.

Esquivaron los árboles y pasaron de largo ante la casa. Los demás los siguieron. Diego rezongaba al ver el ganado desatendido.

– Los soldados de la Armada son como los purasangres -respondió Derek-. No hay que llevar las riendas demasiado cortas, especialmente en los momentos de descanso. Pero saltan como un resorte cuando la mierda los alcanza.

Rex pasó una mano por la pared al doblar una de las esquinas, con Cameron pisándole los talones.

– Bueno, esperemos que…

Se encontró con un rostro que emitía un feroz grito y con un hacha que volaba en dirección a su cabeza. Rex levantó los brazos para protegerse justo en el momento en que Cameron se abalanzaba sobre él y lo tiraba al suelo con fuerza. El hacha pasó por encima de su cabeza y fue a clavarse en uno de los lados de la casa. El impacto desprendió astillas que cayeron encima de Derek. Derek apartó a Diego de un empujón y lo tiró sobre la hierba. Cameron se incorporó con una mano protegiendo la cabeza de Rex y la otra sobre la cadera en busca de la pistola, pero no llevaba ninguna.

Con el hacha todavía levantada, el hombre de piel oscura los miraba, confundido. Derek le dio un golpe en el plexo solar que lo hizo doblarse. Con un profundo grito de dolor, el hombre cayó de rodillas con ambas manos sobre el estómago. Cameron lo inmovilizó con un abrazo asfixiante y, en ese momento, una mujer embarazada apareció pesadamente por la puerta. La mujer lloraba, agitaba los brazos y gritaba algo en español. Rex se puso en pie, sintiéndose ligeramente mareado.

– Ya está bien -gritó Diego, poniéndose en pie-. No quería hacerlo.

– Una mierda, ya está bien -respondió Cameron-. Se abalanzó sobre Rex con una jodida hacha. -Apretó todavía más su abrazo y el rostro del hombre se oscureció un poco más. Abría y cerraba la boca intentando tomar un poco de aire.

La mujer continuó hablando en español y Diego tradujo tan deprisa como pudo.

– Los habéis asustado… creían que la isla estaba abandonada… hay un peligro por aquí, algo que ha hecho desaparecer a los vecinos uno por uno y que ha robado el ganado…

La mujer dio un paso hacia delante e imploró a Cameron. Cameron negó con la cabeza sin entender nada en español. Soltó al hombre que quedó a cuatro patas intentando respirar. Finalmente, los pulmones se le hincharon con un sonido estridente y, entre convulsivos movimientos para respirar, dijo:

– Lo siento, lo siento.

Derek miró a Cameron y ella dio un paso atrás con los brazos caídos.

– Dice que lo siente.

Se sentaron alrededor de la mesa de madera de la pequeña casa. Floreana se afanaba al lado del fregadero con agilidad a pesar del enorme vientre. Diego estaba contento de conocer la relación entre Ramón y su hijo, y le contó que Ramoncito estaba bien en Puerto Ayora. Al oír el nombre de su hijo, Floreana dejó de bombear el agua del grifo y tardó unos momentos en recuperar la compostura y volver a lavar los platos.

Les había ofrecido encebollado, una sopa típica de atún con cebolla y yuca. Cameron observó el hinchado vientre bajo el delantal y, rascándose la cabeza, preguntó en español:

– ¿Estás de nueve meses?

Floreana negó con la cabeza y levantó seis dedos.

– Joder -murmuró Cameron-. Está enorme para seis meses.

Ramón dijo algo y Diego asintió con la cabeza.

– Dice que desearía haberse marchado como los demás, pero no cree que puedan moverse dado lo avanzada que ella está. Cree que va a parir antes de hora.

Floreana se acercó para retirar el plato de Cameron y ésta le puso una mano en el brazo. Se miraron. Floreana estaba un poco sorprendida.

– Cuando nos marchemos -dijo Cameron-, os vendréis con nosotros. Te llevaremos a un hospital donde puedan cuidarte. -Lo dijo despacio para que Diego pudiera traducir.

Floreana sonrió con visible emoción en los ojos. Puso una mano encima de la de Cameron y le dio un apretón afectuoso.

Derek dio unos golpecitos con la cuchara en el cuenco.

– No estoy muy seguro de que puedas prometer eso, Cam -dijo, suavemente.

Floreana retiró algunos cuencos más y los lavó inclinando el torso hacia delante para no presionar el vientre contra el fregadero. Cameron la miró unos momentos y bajó la vista a la mesa. Se pasó una mano por el pelo con cara de preocupación.

– Tienes razón -dijo-. Lo siento.

– Tengo algún problema con el acento -le dijo Rex a Diego-. Pregúntales si conocieron a Frank.

Diego habló con Ramón y éste sonrió al escuchar el nombre.

– Sí -dijo-. El huevo gordo.

Señaló a su mujer y al ver que Cameron lo miraba extrañada, hizo un gesto con las manos para indicar el vientre hinchado.

– Sí -dijo Rex en español-. Estaba en contacto con algo extraño.

Ramón habló despacio para que Cameron pudiera seguirle en español.

– Vino unas cuantas veces e intentó que yo fuera a ver algo que tenía en ese frigorífico suyo. Siempre parecía preocupado, con el rostro sudoroso y colorado, y tenía dificultades con el español, así que me costaba entenderle. Finalmente le dije que estaba muy ocupado con mis cultivos y mis animales y que no tenía tiempo para sus historias ni para sus juguetes. Le dije que andar husmeando de aquella forma traía mala suerte. Y yo tenía razón. -Ramón se reclinó en la silla y cruzó los brazos con una expresión triste en el rostro-. Al principio pensé que se había ido a casa y que había dejado sus cosas por ahí, porque así son los estadounidenses.

– Pero ¿y ahora? -preguntó Rex-. ¿Qué crees que le sucedió?

Ramón habló deprisa durante unos minutos y Cameron no le siguió. Esperó con paciencia, pillando una frase de vez en cuando. Finalmente, Ramón terminó y Diego clavó la vista sobre la mesa mientras dibujaba algo en ella con el índice.

– ¿Qué ha dicho? -preguntó Cameron-. ¿Qué significa la última frase?

Diego levantó la mano y la dejó caer sobre la mesa con un golpe.

– «Árbol-monstruo» -y sonrió.

Rex aminoró el paso al llegar al campamento de Frank, y Cameron y Derek le alcanzaron. Diego se había quedado atrás hablando con Ramón sobre algún aspecto ecológico de la abandonada isla.

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