Ella se estremeció.
– Tenía mucho miedo, pero no quería que se diera cuenta.
– Le dijiste que las personas a quienes había matado seguían gritando, y que yo las oía -dijo con cierto asombro, y Sophie se dio cuenta de que le había hecho el mayor halago posible.
– Y siempre las oirás. -Se puso de puntillas y lo besó en la boca-. Eres mi caballero andante.
Él hizo una mueca.
– No quiero ser ningún caballero. ¿Qué te parece si lo dejamos en policía?
– Y yo, ¿qué soy para ti?
Él la miró a los ojos y a Sophie el corazón le dio un lento y agradable vuelco.
– Pregúntamelo dentro de unos meses y te diré: «Mi esposa». -Arqueó una ceja-. De momento, me conformo con que seas mi Boudica.
Ella le sonrió satisfecha.
– Eres malvado, Vito Ciccotelli. Malvado hasta la médula.
Él deslizó el brazo sobre sus hombros y la guió hacia la habitación de su abuela.
– Lo dices para quedar bien.
Ella lo miró mientras entraban en la unidad de cuidados intensivos coronarios.
– Le has oído a Simon decir eso en la grabación, ¿verdad? Eres una rata de alcantarilla.
Él soltó una risita.
– Lo siento. No he podido evitarlo.
Domingo, 21 de enero, 16:30 horas
Daniel detuvo el coche de alquiler frente a la estación de tren.
– Me gustaría que no te marcharas, Suze.
Ella lo miró con gran tristeza.
– Tengo que volver al trabajo, Daniel. Y a casa.
Resultaba curiosa su forma de ordenar la información. Primero el trabajo; luego su casa. Ese era también su orden de prioridades.
– Siento que te he reencontrado.
– Nos veremos la semana que viene.
En el funeral de sus padres, en Dutton.
– ¿Y después? ¿Vendrás alguna vez a visitarme?
Ella tragó saliva.
– ¿A casa? No. Cuando hayamos enterrado a mamá y papá, no quiero volver a aquella casa nunca más.
A Daniel se le rompía el corazón con solo mirarla.
– Suze, ¿qué te hizo Simon?
Ella apartó la mirada.
– En otro momento, Daniel. Después de todo lo que ha ocurrido… No puedo.
Se bajó del coche y corrió hacia la estación. Daniel no se marchó. Aguardó, y cuando ella llegó a la puerta de la estación, se detuvo, se dio media vuelta y lo vio mirándola. Se la veía frágil, pero él sabía que en el fondo era tan fuere como él. Tal vez más.
Al fin hizo un gesto de despedida con la mano; solo uno. Y se alejó, dejándolo solo con todos sus recuerdos. Y sus remordimientos.
Allí sentado, en la quietud de su coche, estiró el brazo para alcanzar el maletín de su portátil. De dentro sacó un sobre de papel manila. Extrajo el contenido del sobre y hojeó la pila de fotografías examinándolas una a una. Le había entregado a Ciccotelli una copia y se había guardado los originales. Se obligó a mirar cada imagen, cada mujer. Las fotografías eran reales, tal como creía desde hacía tanto tiempo.
Le prometió en silencio a cada una de aquellas mujeres que haría lo que debería haber hecho diez años atrás. De una u otra forma, sin importarle los años que tardara, encontraría a las víctimas que se correspondían con las imágenes. Si Simon había cometido algún delito contra ellas, lo menos que podía hacer era notificarles a las familias que por fin se había hecho justicia.
Y si había más responsables… «Los encontraré. Y se lo haré pagar.»
Tal vez así hallara por fin la paz.
Sábado, 8 de noviembre, 19:00 horas
– Atención. -Sophie tamborileó en el micrófono-. ¿Me escuchan, por favor?
Las conversaciones se extinguieron poco a poco y todos los presentes en la abarrotada sala se volvieron hacia la tarima sobre la que Sophie se encontraba de pie, ataviada con un elegante vestido de noche de seda verde. Vito, por supuesto, no había apartado los ojos de ella en toda la velada.
Había pasado casi todo el tiempo a su lado, con el único objetivo de cortar el paso a todos aquellos filántropos vetustos y enclenques que, a pesar de haber ayudado a hacer posible aquella celebración, no habían captado que no estaban autorizados a pellizcarle el culo a Sophie.
Esa tarea era exclusivamente responsabilidad de Vito. En la mano izquierda llevaba la pieza que lo demostraba. Sophie lo miró y le guiñó un ojo antes de dirigirse a la audiencia.
– Gracias. Me llamo Sophie Ciccotelli y quiero darles la bienvenida a la inauguración de la nueva sala del Museo de Historia Albright.
– Esta noche se la ve radiante -musitó Harry, y Vito asintió. Sabía que Harry no se refería al vestido que se ceñía a cada una de las curvas de Sophie. Eran sus ojos los que resplandecían de felicidad, y la energía que irradiaba su semblante se transmitía a los demás.
– Se ha esforzado mucho para conseguir esto -musitó Vito a su vez. Pero decir eso era quedarse corto. Sophie había trabajado sin descanso para crear un conjunto de exposiciones interactivas que habían cautivado a los periódicos y a varias revistas de ámbito nacional.
– Muchas personas han contribuido al éxito de esta empresa -prosiguió Sophie-. Tardaría la noche entera en nombrarlas a todas, así que no lo haré. Pero me gustaría mostrar mi agradecimiento a aquellos infatigables que han dedicado tantísimas horas a crear lo que están a punto de disfrutar.
»La mayoría de ustedes ya sabe que el museo Albright es un negocio familiar. Ted Albright fundó el museo hace cinco años con la intención de hacer honor al legado de su abuelo. -Sonrió con cariño-. Ted y Darla han hecho muchos sacrificios a diario para ofrecer precios económicos y poder así abrir las puertas a todo el mundo. Con ese fin, hemos echado mano de la familia para que nos ayudaran a montar las exposiciones. Theo, el hijo de Ted, y Michael Ciccotelli, mi suegro, han diseñado y construido todo lo que verán dentro. Su guía será la hija de Ted, Patty Ann, a quienes tantos de ustedes vieron hacer de María en la representación de West Side Story en el Little Theatre.
Patty Ann sonrió y Ted y Darla la miraron orgullosos. No era precisamente Broadway, pero Patty Ann por fin se había hecho un hueco en el mundillo y había visto su nombre escrito con luces de neón.
– La sala está dividida en tres secciones. En «La excavación» pueden ensuciarse las manos buscando objetos. Luego viene «El siglo xx», donde darán un paseo por los descubrimientos científicos y los acontecimientos culturales y políticos de la época y oirán los relatos de las personas que los vivieron. Por último «La libertad» es una exposición cambiante que destacará los testimonios de personas que tuvieron que pagar un alto precio por ella. La primera de estas exposiciones está dedicada a la Guerra Fría.
Miró a Yuri Petrovich Chertov.
– ¿Está listo?
Ella colocó con cuidado las tijeras en sus manos y luego les entregó a Ted y Darla las suyas.
– No sé cómo es capaz de aguantar el tipo -musitó Harry con voz ronca.
A Vito se le hizo un nudo en la garganta al pensar en lo que venía a continuación. Pero Sophie sonrió cuando Yuri y los Albright ocuparon sus puestos junto a la cinta roja que se extendía frente a la puerta de lo que once meses antes era un almacén vacío.
– Muy bien. -Sophie se acercó al micrófono-. Es un placer inaugurar la nueva sala del museo dedicada a la memoria de Anna Shubert Johannsen. -Retrocedió entre los centelleos de las cámaras para dar paso a quienes tenían que cortar la cinta. Había aceptado el empleo en el museo para pagar la residencia de Anna y ese empleo le había servido para superar la tristeza después de que Anna muriera mientras dormía, un mes después de que Simon Vartanian dañara su corazón sin remedio.
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