Karen Rose - Muere para mí

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La enterraron con las manos unidas como si rezara…
Es enero, el suelo está helado y solo una casualidad ha permitido que el cuerpo haya sido descubierto. La policía de Filadelfia recurre entonces a Sophie Johannsen, una joven arqueóloga especialista en excavaciones medievales. Gracias a ella localizan el segundo cadáver: un joven con las manos a la altura del pecho, como si sostuviera una espada.
Ya tienen una dama y un caballero, dos asesinatos que imitan ritos funerarios medievales, y algo más cruel todavía: a su alrededor aguardan otras sepulturas, algunas ocupadas, otras vacías, esperando a las próximas víctimas… lo que el detective Vito Ciccotelli debe impedir a toda costa con la ayuda de Sophie.
Mientras, una empresa de videojuegos se prepara para el lanzamiento de su nuevo producto estrella: El inquisidor, un juego que lleva el horror y la oscuridad de la Edad Media hasta sus últimas consecuencias.

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– ¿Te arriesgarás a que la mate? No lo creo. Creo que lo que vas a hacer es subir esa escalera y decirles a esos perros que se retiren. Luego tu bomboncito y yo nos marcharemos.

Sophie respiraba con esfuerzo. Simon tenía una mano entrelazada en su pelo y con el otro brazo la sujetaba por la garganta. No podía haberlo planeado mejor, no podía haberla colocado de modo que resultara más vulnerable para obligar a Vito a quedarse inmóvil.

– Mátalo, Vito -dijo ella-. Mátalo porque si no será él quien vuelva a matar. Y yo no podría vivir con esa carga.

– Tu chica ha expresado un último deseo, Ciccotelli. Acércate y haré que ese deseo se cumpla. Deja que me marche y ella vivirá.

– No, Simon. -Era una voz suave con acento del sur, firme y tranquila-. No te marcharás. Yo no lo permitiré.

Sophie notó tensarse de repente el cuerpo de Simon al oír la voz de Daniel. Se inclinó hacia un lado, pero él se venció junto con ella y ambos cayeron al suelo. Él la aplastó contra el pavimento y su peso le vació el aire de los pulmones. Luego se puso en pie y la arrastró consigo. Ella quiso golpearlo con las manos atadas pero solo consiguió cortar el aire. Él le retorció más el pelo y ella notó que las lágrimas asomaban a sus ojos.

Buscó a tientas algo a lo que asirse, cualquier forma de poner suficiente distancia entre ellos para que Vito pudiera disparar. Volvió a perder el equilibrio, pero esa vez sus manos toparon con un objeto metálico. Era la reluciente espada de Simon. Sophie se arrodilló sobre ella y flexionó los dedos en torno a la empuñadura. Luego se apartó y la hoja pasó rozando su costado.

La clavó hacia atrás con todas sus fuerzas. La espada topó con un cuerpo, se clavó y penetró en él. Con un grito ahogado de asombro, Simon cayó hacia atrás y arrastró a Sophie consigo. Ella soltó la empuñadura y se puso de rodillas; luego inclinó el tronco hacia delante y se retorció con gran dolor, pues él aún le aferraba el cuero cabelludo. Por un momento, todo cuanto Sophie pudo oír fue su propia respiración agitada. Luego reparó en los ruidosos pasos de la escalera.

Simon yacía de espaldas, tenía su propia espada clavada en el vientre con la hoja doblada formando un extraño ángulo hacia el exterior. Su camisa blanca se estaba tornando roja por momentos. Tenía la boca abierta y respiraba de forma entrecortada. Aun así, la rabia y el odio ardían en sus ojos y con un fuerte impulso se incorporó y asió la garganta de Sophie con la mano que le quedaba libre.

– No muevas ni un músculo -dijo Vito-, porque te aseguro que me muero de ganas de dispararte.

Jadeando, Sophie se incorporó cuanto pudo sin dejar de mirar a Simon a los ojos.

– Adelante, Simon, grita.

– Eres una zorra -le espetó Simon. Entornó los ojos y volvió a arremeter contra ella, y Sophie se dio cuenta demasiado tarde del rápido movimiento con que asió el espadín que tenía escondido dentro de la manga. Oyó los disparos al mismo tiempo que sentía un dolor punzante en el costado.

La mano con que Simon la asía por el pelo flaqueó de tal modo que al descender la arrastró consigo y Sophie quedó arrodillada a su lado, con el cuello torcido. Podía mirar hacia arriba pero no hacia abajo. Con el rabillo del ojo vio a Vito retroceder y enfundar la pistola.

Lo que por el ruido de los pasos parecía un ejército cruzó la planta superior y bajó la escalera.

– Campo libre -gritó Vito a pleno pulmón, pero le temblaba la voz-. Llamad a una ambulancia.

Sophie notó el olor acre de la pólvora y el férreo de la sangre. Una gran náusea se elevó desde su estómago.

– Quitadme esa mano del pelo -masculló Sophie. Luego se dejó caer contra Daniel mientras este retiraba la manaza de Simon de su trenza. Sophie se tendió de espaldas con cuidado y cerró fuerte los ojos ante el agudo dolor que sentía en el costado.

Merde -musitó-. Esto duele.

– ¿Chick? -Era la voz de Nick, procedente de la escalera-. ¿Qué ha ocurrido?

Vito corrió al lado de Sophie.

– Llama a otra ambulancia, Nick. Sophie está herida.

Vito utilizó la hoja de la espada para cortar el vestido a tiras y aplicárselas con fuerza de modo que detuvieran la hemorragia.

– No es una herida profunda -dijo-. No es profunda.

Ella hizo una mueca.

– Pues cómo duele. Dime que Simon está muerto.

– Sí -dijo Vito-. Está muerto.

Sophie miró hacia donde Simon yacía a menos de un metro de distancia, con la mirada vacía posada en el techo. Tenía dos heridas más, una en la cabeza y otra en el pecho. Sophie se sintió satisfecha de comprobar que la espada seguía clavada en su vientre.

– Supongo que Katherine averiguará quién de los dos lo ha matado -dijo.

– No puedes sentirte culpable, Sophie -musitó Vito-. No tenías elección.

Sophie resopló.

– ¿Culpable? Espero haber sido yo quien ha matado a ese hijo de puta con la espada. Aunque quien le haya disparado en la cabeza debería llevarse el trofeo a casa.

– Ese debo de haber sido yo -dijo Vito.

– Bien -aprobó Sophie. Miró a Daniel, que cortaba con el espadín la cuerda que mantenía sus manos atadas-. Lo siento.

– ¿El qué? -preguntó Daniel-. ¿Que esté muerto o que no me lleve yo el trofeo?

Ella lo observó con los ojos entornados.

– Lo que sea lo correcto.

Daniel rió en silencio.

– Creo que hoy hemos hecho un bien al mundo. Dígame, Sophie, aparte del corte del costado, ¿tiene alguna otra herida?

– Tengo una en la lengua.

La mostró a los dos hombres y ambos se estremecieron.

Daniel la asió por la barbilla con suavidad y le volvió la cabeza hacia la luz.

– Santo Dios, criatura, un poco más y se la arranca. Tendrán que suturarle también esa herida.

– Pero no he gritado -dijo satisfecha-. Hasta que he oído el ruido arriba.

Daniel sonrió con tristeza.

– Bien por usted, Sophie.

Le tomó una mano y empezó a frotarle la muñeca que la cuerda había escoriado.

Vito le tomó la otra mano. Estaba temblando.

– Dios mío, Sophie.

– Estoy bien, Vito.

– Está bien -repitió Daniel, y Vito levantó la cabeza y clavó los ojos en el chico.

– ¿Qué clase de negociación es esa? -soltó lleno de furia-. «No, no te marcharás. Yo no lo permitiré.» ¿Qué mierda de negociación es esa?

– Vito -musitó Sophie.

– Usted no lo habría dejado marchar, y lo sabe -dijo Daniel-. Simon detestaba que nadie le dijera lo que tenía que hacer. Esperaba que se pusiera como loco y que Sophie pudiera servirse de eso. -La miró con una sonrisa-. Lo ha hecho muy bien, buena chica.

– Gracias.

– Tengo que decírselo a Suze. -Daniel se puso en pie-. Lo siento, Vito. No pretendía asustarle.

Él respiró hondo.

– No se preocupe. Sophie está bien y Simon ha muerto. Estoy satisfecho.

Cuando Daniel hubo subido la escalera, Sophie le estrechó la mano a Vito.

– ¿Y mi abuela?

– Resiste.

Sophie respiró de veras por primera vez, a pesar del dolor del costado.

– Gracias.

Vito la miró con vacilación.

– Has hecho un buen trabajo con la espada.

Los labios de Sophie se curvaron.

– Mi padre y yo solíamos practicar esgrima. Alex participaba en campeonatos, pero a mí tampoco se me daba mal. Si Simon me hubiera visto hacer de Juana de Arco, lo habría sabido.

Vito recordó la elegancia con que Sophie blandía la espada, para deleite de los niños que seguían la visita. No tenía claro que volviera a hacerlo alguna vez.

– Quizá deberíamos retirar a Juana de Arco. Amplía el repertorio -añadió, imitando el acento de Nick.

Sophie cerró los ojos.

– Me parece una buena idea. Claro que después de esto, no quiero a ninguna María Antonieta a menos de tres metros.

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