Karen Rose - Muere para mí

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La enterraron con las manos unidas como si rezara…
Es enero, el suelo está helado y solo una casualidad ha permitido que el cuerpo haya sido descubierto. La policía de Filadelfia recurre entonces a Sophie Johannsen, una joven arqueóloga especialista en excavaciones medievales. Gracias a ella localizan el segundo cadáver: un joven con las manos a la altura del pecho, como si sostuviera una espada.
Ya tienen una dama y un caballero, dos asesinatos que imitan ritos funerarios medievales, y algo más cruel todavía: a su alrededor aguardan otras sepulturas, algunas ocupadas, otras vacías, esperando a las próximas víctimas… lo que el detective Vito Ciccotelli debe impedir a toda costa con la ayuda de Sophie.
Mientras, una empresa de videojuegos se prepara para el lanzamiento de su nuevo producto estrella: El inquisidor, un juego que lleva el horror y la oscuridad de la Edad Media hasta sus últimas consecuencias.

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Él se la quedó mirando un momento, luego se echó a reír.

– Qué divertido. -Se acercó con la espada hasta Sophie, la sostuvo en alto frente a su rostro y la giró para que brillara bajo la luz parpadeante-. Las espadas viejas van muy bien para hacerse una idea del peso, la altura y el equilibrio, para saber cómo se movía quien las manejaba. Pero son feas y están oxidadas, y sin duda no están tan afiladas como esta.

– Claro, y los dos queremos que la espada que utilices conmigo esté afilada, ¿verdad? -dijo ella en tono irónico con la esperanza de que Simon no oyera los fuertes latidos de su corazón.

Él sonrió.

– A menos que quieras que destroce ese precioso cuello.

Simon volvía a atormentarla.

Sophie hizo un esfuerzo y se encogió de hombros.

– Si utilizas esa espada, no puedes utilizar el tajo. Es como llevar tirantes y cinturón. No queda bien.

Él volvió a tantearla. Luego se dirigió a la plataforma, levantó el tajo y lo hizo a un lado.

– Tienes razón. Tendrás que ponerte de rodillas. Además así te enfocaré mejor la cara. Gracias.

Empujó una cámara colocada sobre un trípode con ruedas hasta que estuvo en su sitio.

– De nada. ¿Dejaste que las otras víctimas manejaran las espadas antiguas?

Él se volvió a mirarla.

– Claro. Quería captar sus movimientos. ¿Por qué?

– Me estaba preguntando qué debe de sentirse al sostener en las manos una espada de casi ocho siglos de antigüedad.

– Es como si llevara todos esos años durmiendo y se despertara expresamente para ti.

Sophie se quedó boquiabierta al reconocer sus propias palabras. Cuando habló, su voz apenas resultaba audible.

– ¿John?

Él sonrió.

– Es uno de mis nombres.

– Pero, y la… -«La silla de ruedas. Oh, Vito.»

– ¿La silla de ruedas? -Él exhaló un suspiro afectado-. Ya sabes, la gente cree que los ancianos y los minusválidos son inofensivos. Me ha permitido esconderme a la vista de todos.

– ¿Todo… todo este tiempo?

– Todo este tiempo -respondió él con regocijo-. Ya ves, doctora J, no estoy loco y no soy estúpido.

Ella se dominó y, con esfuerzo, eliminó el temblor de su voz.

– No. Eres malo.

– Lo dices para quedar bien. Además, «malo» es uno de esos términos relativos.

– Puede que en un mundo paralelo lo sea, pero en este matar a tanta gente sin tener motivos para ello es una mala acción. -Ladeó la cabeza-. ¿Por qué lo has hecho?

– ¿El qué? ¿Matar a tanta gente? -Colocó otra cámara en su sitio-. Por varios motivos. Algunos se cruzaron en mi camino. A uno lo odiaba. Pero sobre todo quería verlos morir.

Sophie respiró hondo.

– ¿Verlos morir? Eso está muy mal hecho. No…

Él levantó la mano.

– No digas que no me saldré con la mía. La frase está muy trillada, y de ti espero algo más original.

Colocó la tercera cámara en su sitio y retrocedió mientras se sacudía las manos.

– Las cámaras ya están. Ahora tengo que hacer una prueba de sonido.

– Una prueba de sonido.

– Sí, una prueba de sonido. Necesito que grites.

«Adelante, grita.» Sophie negó con la cabeza.

– Y una mierda.

Él se rió entre dientes.

– Cuida tu lenguaje. Ya lo creo que gritarás. Si no, utilizaré el hacha.

– De todas formas me matarás. No pienso darte ese gusto.

– Me parece que Warren dijo lo mismo. No, fue Bill. Bill el Malo, don Cinturón Negro. Se creía muy fuerte, y al final acabó llorando como un bebé. Y gritó, mucho.

Él se acercó y le acarició el pelo que aún llevaba recogido en una trenza al haber hecho de Juana de Arco el día anterior.

– Tienes un pelo precioso. Me alegro de que lo lleves recogido, me habría dado mucha rabia tener que cortártelo. -Soltó una risita-. Claro que, bien pensado, resulta un poco tonto preocuparse por el pelo si voy a cortarte algo mucho más importante. -Le pasó los dedos por la garganta-. Creo que lo haré por aquí.

A Sophie le costaba respirar a causa del pánico. Seguir provocándolo no le serviría para ganar más tiempo. «Vito, ¿dónde estás?» Echó el cuerpo hacia atrás para apartarse de sus manos.

– ¿Quién era Bill? ¿El que destripaste?

Él estaba visiblemente asombrado.

– Bueno, bueno. Sabes más cosas de las que creía. No pensaba que tu amiguito el policía te diera tantos detalles.

– No le hizo falta. Yo estaba presente cuando desenterraron el cadáver. Le cortaste la mano a Greg Sanders.

– Y el pie. Se lo merecía, había robado en una iglesia. Tú misma lo dijiste.

El horror le revolvió el estómago. Había utilizado sus palabras, sus lecciones, para cometer aquellos viles asesinatos.

– Eres un hijo de puta, estás loco.

Él la miró con expresión sombría.

– Te he concedido un poco de margen porque me diviertes, pero esta vez te has pasado. Estás tratando de desconcertarme y no va a salirte bien. Cuando me enfado, me concentro mejor.

La aferró por el brazo y la tiró al suelo.

Sophie hizo una mueca de dolor al darse un fuerte golpe en la cadera contra el duro pavimento.

– Sí, como con Greg Sanders.

Le había cortado la mano… y el pie. Al parecer lo había hecho porque la víctima había robado en una iglesia, pero eso no era lo que ella había dicho. No era correcto. «Ha cometido un error.» No era cierto que furioso se concentrara mejor; de hecho, cometía errores. Tenía que utilizar eso en su favor.

Él la arrastró y ella trató de librarse de él, pero vio las estrellas cuando él le golpeó la cabeza contra el suelo, agarrándola por la gruesa trenza de la coronilla como si fuera un asa.

– No vuelvas a intentarlo.

Ella se tumbó de espaldas y lo miró a los ojos mientras se esforzaba por respirar. Era enorme, sobre todo visto desde ese ángulo. Estaba plantado delante de ella con los brazos en jarras y el semblante pétreo. Pero a él también le costaba respirar, sus ventanas nasales se movían.

– La jodiste con Greg, ¿lo sabes? -dijo ella jadeando-. A los ladrones de iglesias no se les cortaba el pie, solo la mano. Te dio tanta rabia que quisiera robarte que confundiste las cosas.

– Yo no confundí nada. -La agarró por el cuello del vestido y retorció la tela de terciopelo hasta que esta oprimió la garganta de Sophie y empezó a faltarle el aire. Ante sus ojos aparecieron más estrellas, y de nuevo forcejeó para librarse de él. Por fin la soltó de golpe y sus pulmones volvieron a llenarse.

– Vete al cuerno -lo insultó ella tosiendo-. Mátame si quieres, pero no pienso hacer nada para ayudarte con tu precioso juego.

Simon aferró el canesú del vestido con las dos manos y la puso derecha sin esfuerzo. Luego la levantó hasta que sus ojos quedaron a la misma altura.

– Tú harás lo que yo te diga. Si es necesario te clavaré a una tabla para que no puedas forcejear. ¿Lo has entendido?

Sophie le escupió en la cara y tuvo el placer de ver cómo la rabia demudaba su semblante. Él echó la mano hacia atrás con el puño cerrado mientras la sujetaba con la otra, y Sophie alzó la barbilla, preparándose para el golpe. Pero no la golpeó.

– No puedo señalarte la cara. Necesito que estés… guapa.

Se limpió la mejilla con la manga y la bajó al suelo.

– ¿Qué pasa? -lo provocó adrede-. ¿Acaso no serás capaz de disimular unos cuantos moretones cuando me inmortalices en tu estúpido juego? ¿O es que no sabes dibujar si no tienes un modelo exacto? Qué frustrante debe de resultar ser solo capaz de copiar, no saber crear nada original, -tragó saliva y volvió a alzar la barbilla-, Simon.

Él apretó la mandíbula y entornó los ojos, y de nuevo la levantó del suelo.

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