Brent asintió emocionado.
– Están en la base de datos.
– Nos repartiremos el trabajo. -Vito aguzó la vista ante el listado de nombres que tenía en la mano-. Nick, tú te encargas desde Diana Anderson hasta Selma Crane. Jen, tú desde Margaret Diamond hasta Priscilla Henley. -Adjudicó unos cuantos nombres a Liz, Maggy y Brent; del resto, se encargó personalmente. Y rezó otra vez.
Domingo, 21 de enero, 7:20 horas
– Sophie -la llamó con voz dulce-. He vuelto.
Al ver que Sophie no respondía, se echó a reír.
– Eres muy buena actriz. Claro que lo llevas en la sangre, ¿verdad? Tu padre era actor y tu abuela, toda una diva. Hace tiempo que lo sé, pero esperaba que me lo dijeras tú.
«No es posible.» Sophie hizo cuanto pudo para no ponerse tensa. Aquellas palabras eran las mismas que le había oído pronunciar a Ted.
– Me alegro de conocerte por fin, Sophie.
«No.» Sabía qué aspecto tenía Simon. Ted era alto, pero ¿tanto? No lo recordaba. Estaba muy cansada y el pánico le atoraba la garganta.
– Había pensado en María Antonieta; con cabeza, claro. -Pasó los dedos por su garganta y ella se estremeció. Entonces él se echó a reír-. Abre los ojos, Sophie.
Ella lo hizo despacio, rezando por que aquel no fuera Ted. Vio un rostro a muy corta distancia del suyo. Sus huesos eran anchos y el mentón, prominente. Sus dientes relucían, igual que su calva. No tenía cejas.
– ¡Bu! -susurró, y ella volvió a estremecerse. Por suerte, no era Ted. «Gracias a Dios.»
Su alivio duró poquísimo.
– Se acabó la farsa, Sophie. ¿No sientes la mínima curiosidad por saber lo que te espera?
Ella alzó la barbilla y miró alrededor, y entonces el horror tomó consistencia y le atenazó las entrañas. Vio la silla, tenía el mismo aspecto que la del museo. También vio un potro y una mesa con todos los instrumentos de tortura que aquel hombre había usado para matar a tanta gente. Se miró a sí misma y vio que llevaba un vestido de terciopelo color crema con un ribete morado. La simple idea de que la hubiera tocado, de que la hubiera vestido… Disimuló una mueca.
– ¿Te gusta el vestido? -preguntó él, y ella levantó la mirada. Mostraba una burlona expresión de tolerancia sin rastro de nerviosismo ni miedo-. El contraste del color crema con el rojo de la sangre quedará bonito.
– Me queda pequeño -respondió Sophie con frialdad, aliviada por que no le temblara la voz.
Él se encogió de hombros.
– Era para otra persona. He tenido que hacer cambios de última hora.
– ¿Tú sabes coser?
Él sonrió con crueldad.
– Tengo muchas habilidades, doctora Johannsen, entre ellas manejo muy bien la aguja y otros instrumentos punzantes.
La barbilla de Sophie seguía levantada en señal de orgullo y su mandíbula, apretada con gesto resuelto.
– ¿Qué piensas hacer conmigo?
– Bueno, en realidad el mérito es tuyo. Había planeado algo muy distinto, pero luego os oí a ti y a tu jefe hablar en el museo. ¿Te acuerdas de María Antonieta?
Sophie se esforzó por mantener la voz severa.
– Te has saltado unos cuantos siglos de golpe, ¿no crees?
Él sonrió.
– Será divertido jugar contigo, Sophie. No he podido conseguir ninguna guillotina, así que en ese sentido estás salvada. Tendremos que proceder con métodos más propios de la Edad Media.
Ella chasqueó la lengua.
– Sin dobles sentidos, ¿no?
Él se quedó mirándola unos instantes, luego echó hacia atrás la cabeza y estalló en carcajadas. Su risa sonaba estridente, áspera y… mezquina.
Mezquina. «Anna.»
– Has intentado matar a mi abuela, ¿verdad?
– Vamos, Sophie, no hay intentos que valgan. Todo es cuestión de éxito o fracaso. Claro que he matado a tu abuela, siempre consigo lo que me propongo.
A Sophie le costó dominar la profunda pena que la invadía.
– Eres un hijo de puta.
– Cuida tu lenguaje -la reprendió-. Eres una reina. -Retrocedió y Sophie vio una sábana blanca impecable atada a dos postes. Él tiró de la sábana y entonces Sophie reparó en que los postes eran en realidad altos micrófonos de pie. Con una floritura, Simon retiró la sábana por completo y dejó al descubierto una plataforma elevada rodeada por una valla blanca y baja. En el centro de la plataforma había un tajo con la superficie cóncava. Estaba teñido de sangre.
– ¿Qué? -dijo-. ¿Qué te parece?
Durante un momento Sophie no pudo hacer más que contemplarlo mientras su mente se negaba a aceptar lo que veían sus ojos. Aquello no era posible, era una locura. No podía ser cierto. Pero entonces se acordó de los otros… Warren, Brittany, Bill… y Greg. Todos habían sufrido a manos de Simon Vartanian. Lo haría; haría algo espantoso, atroz. No le cabía la menor duda.
Trató de recordar cuánto sabía de Vartanian, pero en su mente solo oía los gritos de Greg Sanders. El tajo estaba manchado de sangre. A Greg le había cortado la mano. Un grito empezaba a formarse en su garganta y se mordió la lengua hasta conseguir ahogarlo.
Simon Vartanian era un monstruo, un sociópata con grandes ansias de poder, con necesidad de doblegar al prójimo. No podía permitir que se saliera con la suya. No podía seguirle el juego y alimentar sus ansias. Se enfrentaría a aquello con agallas, aunque el pánico hiciera temblar todos los huesos de su cuerpo.
– Estoy esperando, Sophie. ¿Qué te parece?
Sophie echó mano de todas y cada una las gotas de su sangre artística y soltó una carcajada.
– Debes de estar bromeando.
Simon entornó los ojos y su expresión se tornó sombría.
– Yo no bromeo.
Y no le gustaba que se rieran de él. Por eso Sophie había utilizado esa estrategia. Teniendo en cuenta que seguía atada de pies y manos, tenía que utilizar cualquier cosa que se le ocurriera para librarse de aquello. Imprimió un burlón tono de incredulidad a su voz.
– ¿Esperas que me suba ahí, coloque bien la cabeza y aguarde a que tú me la cortes? Estás más loco de lo que creíamos.
Simon se la quedó mirando un buen rato y al fin esbozó una breve sonrisa.
– Mientras pueda grabar las imágenes que quiero, me da igual lo que penséis.
Se dirigió a un armario alto y ancho y abrió la puerta.
A Sophie el corazón le dio un vuelco y tuvo que hacer un gran esfuerzo para evitar que su expresión de burla se tiñera de horror.
El armario estaba lleno de dagas, hachas y espadas. Muchas eran antiguas y aparecían picadas por el paso de los años. Y por el uso. Otras se veían relucientes y nuevas; resultaba evidente que eran reproducciones. Todas parecían letales. Simon ladeó la cabeza, tanteando la longitud de las piezas de su alijo, y Sophie se dio cuenta de que estaba actuando en su honor. El pavoneo surtió efecto. Sophie recordó el cadáver del hombre que habían encontrado en el terreno, Warren Keyes. Simon lo había destripado. Luego recordó el grito de Greg Sanders cuando Simon le cortó la mano.
El miedo volvía a atorarle la garganta. Aun así mantuvo la sonrisa helada en el rostro.
Simon tomó un hacha de combate, parecida a la que Sophie utilizaba cuando se vestía de reina vikinga. El hombre se echó el mango al hombro y le sonrió.
– Tú tienes una igual.
Ella le habló con frialdad.
– Tendría que haberme dejado llevar por mi instinto y clavártela cuando podía.
– Dejarse llevar por el propio instinto suele ser una decisión sabia -convino él en tono afable, y guardó el hacha. Al final eligió una espada y poco a poco la extrajo de la vaina. La hoja destelló, era reluciente y nueva-. Esta está muy afilada. Debo hacer un buen trabajo.
– No es más que una reproducción -soltó Sophie con desdén-. Esperaba más de ti.
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