Karen Rose - No te escondas

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Una mujer se suicida una gélida noche en Chicago.
Sin embargo, cuando el detective Aidan Reagan entra en el apartamento de la víctima, todas las evidencias muestran que ha sido un homicidio y apuntan a una sola persona: la psiquiatra Tess Ciccotelli.
Tess no puede evitar que Aidan la juzgue culpable antes siquiera de escucharla. Pero ella no puede facilitarle la información que la exculparía. Alguien ha atrapado a Tess en una red de desconfianza, engaños y traiciones. Y el cerco sobre ella se estrecha cada vez más.

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– Enviaré la cinta al departamento técnico para que dibujen una gráfica -sugirió Jack.

Patrick negó con la cabeza.

– No servirá para probar nada.

– Pero si las gráficas son distintas, Ciccotelli quedará libre de sospechas -arguyo Jack-. Ese tipo es muy bueno, Pat. Vale la pena invertir un poco de tiempo.

– Entonces de acuerdo -convino Patrick.

– Entonces necesitamos que la doctora Ciccotelli venga y nos proporcione una muestra de su voz para poder comparar las gráficas. -Aidan lo anotó-. Hasta ahora ha colaborado, así que no creo que ponga ninguna pega. ¿Qué hay de la pistola que enviaron a Adams?

– La limpiaron para no dejar huellas, y también han lijado el número de serie pero creo que podré conseguir que se lea. -Jack miró a Spinnelli-. Supongo que el caso es de alta prioridad.

– Supones bien. ¿Qué más?

– Estamos siguiendo la pista de los lirios -añadió Murphy-. Hasta ahora hemos encontrado tres floristerías que vendieron muchos el sábado. Esta tarde pasaremos por allí, pero antes tenemos que ir a la asesoría donde trabajaba Adams. Está claro que alguien la odiaba lo suficiente como para desear su muerte. Sabemos que tuvo muchos amantes y es probable que varios se llevaran un regalo de despedida bastante desagradable. Puede ser que alguno de ellos se cabreara y quisiera matarla.

Aidan echó un vistazo a la lista de casos en los que Ciccotelli cabía declarado y la recordó sentada sola en la sala de interrogatorios el día anterior. «¿Por qué me utilizan?», se había preguntado. Tal vez el objetivo final fuera ella.

– También puede ser que Cynthia Adams no fuera más que un medio para conseguir una apelación.

Patrick arqueó las cejas sorprendido.

– Me parece que hay formas más sencillas.

– Estamos haciendo demasiadas conjeturas -soltó Spinnelli-. Volvamos a los hechos. ¿Qué hay de los correos electrónicos? ¿Habéis podido seguirles la pista?

– Lo he dejado en manos del departamento técnico, les pediré que se den prisa con eso también. -Jack frunció el entrecejo y desdobló el periódico-. Esta foto fue tomada después de que la mujer cayera al suelo; inmediatamente después, quiero decir, tal vez hubieran pasado unos treinta segundos, o como mucho un minuto.

Aidan se inclinó para verla más de cerca.

– ¿Cómo lo sabes?

– Mira la zona del pavimento alrededor de su cabeza. No se ve ningún charco de sangre todavía. A Aidan se le aceleró el pulso.

– Ciccotelli aseguró que recibió una llamada anónima diciendo que Adams estaba a punto de tirarse por el balcón a las doce y seis minutos. Los dos testigos, en cambio, dicen que eran las doce y cinco cuando se tiró.

– Qué precisión -observó Patrick, pero sus ojos también habían adquirido cierto brillo.

– Llegaban tarde a casa. La chica explicó que tenía que estar allí a las doce en punto y que acababa de mirar el reloj preocupada por la bronca de sus padres. -Aidan se volvió hacia Murphy-. Ciccotelli dijo que la llamada parecía hecha desde un móvil.

Murphy entrecerró los ojos.

– Así que el autor estaba presenciando la caída, qué hijo de puta.

– Ciccotelli también dijo que quien la llamó era una mujer, una vecina de Adams, y…

– Carmichael era vecina de Adams -concluyó Murphy-. No sería la primera vez que el propio periodista provoca la noticia. -Se encogió de hombros-. Vale la pena añadirla a la lista.

– Lo que está claro es que vale la pena averiguar si tomó más fotografías -agregó Jack-. Si el asesino estaba allí, tal vez Carmichael lo viera. O «la» viera.

Aidan se recostó en el asiento.

– Así que por ahora tenemos como sospechosos a treinta y un prisioneros potenciales que quieren que se apele su sentencia, a unos cuantos promiscuos con una enfermedad de transmisión sexual, a una periodista aficionada a la fotografía y, por desgracia, a Tess Ciccotelli.

Patrick se puso en pie.

– Encargaos de descartar a Tess lo primero. No quiero vérmelas con las apelaciones.

– Entendido -convino Spinnelli-. Señores. -Y señaló la puerta-. Quiero resultados hoy mismo. Y también quiero saber quién es el confidente anónimo. A trabajar.

Murphy hizo un saludo.

– Nos vamos a visitar las floristerías. ¿Has tenido alguna bronca con tu mujer, Marc? Si quieres podemos comprarle un ramo, te cobraremos los portes baratos. A las mujeres les encanta que les regalen flores.

Spinnelli curvó los labios.

– Las broncas con mi mujer son continuas, pero a ella le gustan más los brillantes. Marchaos.

Aidan miró a Murphy de reojo al salir de la sala de reuniones.

– ¿Estás casado, Murphy?

– Lo estuve, pero me separé. ¿Cuál es la primera floristería?

Era obvio que tenía ganas de cambiar de tema.

– Josie's Posies. Vendieron unos cuantos lirios el sábado. -Mientras caminaba, Aidan examinó la lista de los casos en que había intervenido Ciccotelli-. Conduce tú, quiero echar un vistazo a estos nombres. Algunos prisioneros han quedado en libertad. -Miró el reloj-. Antes de pasar por la asesoría donde trabajaba Adams, vamos al Departamento de Sanidad para ver si ella y Tess Ciccotelli tienen enemigos comunes.

Lunes, 13 de marzo, 10.30 horas.

La señorita Tuttle, una mujer de mediana edad, los miró con mala cara desde el gran mostrador de madera.

– La información que nos facilitan nuestros pacientes es confidencial, detectives, y lo saben.

– Estamos investigando un asesinato, señora -respondió Murphy con suavidad-. Una de sus pacientes ha muerto, así que su privacidad ya no importa.

– Pero la de sus compañeros sí. No puedo ayudarles.

Aidan extrajo una fotografía de su cuaderno.

– Esta es Cynthia Adams, señora. Así es como quedó después de caer desde un vigésimo segundo piso.

La señorita Tuttle observó la fotografía y luego volvió la cabeza con los ojos cerrados y su enjuto rostro desvaído.

– Márchense, detectives. No estoy autorizada a ayudarles, y no pienso hacerlo.

– Alguien la obligó a arrojarse al vacío, señora -insistió Aidan con calma; conseguido su objetivo, guardó la fotografía-. Ese alguien podría haber sido uno de sus compañeros sexuales, alguien que le guardara rencor. ¿Recuerda que alguien amenazara a la señorita Adams cuando le notificaron que era posible que hubiera contraído una enfermedad?

– Detective -empezó la mujer, mirándolo fijamente a los ojos-, si me dedicara a contar cosas de los pacientes que acuden aquí, no vendría nadie. Protegerlos forma parte de mi trabajo. Su mera presencia ya supone un problema. Si les contestara a lo que me preguntan, estaría incumpliendo mi deber.

– No queremos que incumpla su deber, en serio. -Aidan le dirigió una mirada que se esforzó por que fuera de lo más persuasiva. No esperaba que la empresa resultara fácil; de hecho, Tuttle estaba colaborando más de lo que había imaginado-. Según el historial de la psiquiatra de la señorita Adams, usted era su persona de contacto aquí. ¿Puede por lo menos decirnos si la recuerda? -Extrajo otra fotografía de Cynthia del cuaderno, esta vez la del carnet de conducir-. Tenía este aspecto. Debió de acudir aquí hace unas seis semanas.

Tuttle se mordió el labio.

– Sí, sí que la recuerdo.

– ¿Puede decirnos si alguno de sus compañeros amenazó con hacerle algo o se mostró furioso con ella cuando le comunicaron la noticia? No hace falta que nos diga nombres, solo queremos saber si estamos sobre la pista correcta.

– ¿No me preguntarán ningún nombre, detective?

Aidan negó con la cabeza.

– No, señora.

La mujer exhaló un suspiro.

– Hubo uno que se quedó blanco como el papel y dijo que se lo haría pagar.

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