– Enviaré la cinta al departamento técnico para que dibujen una gráfica -sugirió Jack.
Patrick negó con la cabeza.
– No servirá para probar nada.
– Pero si las gráficas son distintas, Ciccotelli quedará libre de sospechas -arguyo Jack-. Ese tipo es muy bueno, Pat. Vale la pena invertir un poco de tiempo.
– Entonces de acuerdo -convino Patrick.
– Entonces necesitamos que la doctora Ciccotelli venga y nos proporcione una muestra de su voz para poder comparar las gráficas. -Aidan lo anotó-. Hasta ahora ha colaborado, así que no creo que ponga ninguna pega. ¿Qué hay de la pistola que enviaron a Adams?
– La limpiaron para no dejar huellas, y también han lijado el número de serie pero creo que podré conseguir que se lea. -Jack miró a Spinnelli-. Supongo que el caso es de alta prioridad.
– Supones bien. ¿Qué más?
– Estamos siguiendo la pista de los lirios -añadió Murphy-. Hasta ahora hemos encontrado tres floristerías que vendieron muchos el sábado. Esta tarde pasaremos por allí, pero antes tenemos que ir a la asesoría donde trabajaba Adams. Está claro que alguien la odiaba lo suficiente como para desear su muerte. Sabemos que tuvo muchos amantes y es probable que varios se llevaran un regalo de despedida bastante desagradable. Puede ser que alguno de ellos se cabreara y quisiera matarla.
Aidan echó un vistazo a la lista de casos en los que Ciccotelli cabía declarado y la recordó sentada sola en la sala de interrogatorios el día anterior. «¿Por qué me utilizan?», se había preguntado. Tal vez el objetivo final fuera ella.
– También puede ser que Cynthia Adams no fuera más que un medio para conseguir una apelación.
Patrick arqueó las cejas sorprendido.
– Me parece que hay formas más sencillas.
– Estamos haciendo demasiadas conjeturas -soltó Spinnelli-. Volvamos a los hechos. ¿Qué hay de los correos electrónicos? ¿Habéis podido seguirles la pista?
– Lo he dejado en manos del departamento técnico, les pediré que se den prisa con eso también. -Jack frunció el entrecejo y desdobló el periódico-. Esta foto fue tomada después de que la mujer cayera al suelo; inmediatamente después, quiero decir, tal vez hubieran pasado unos treinta segundos, o como mucho un minuto.
Aidan se inclinó para verla más de cerca.
– ¿Cómo lo sabes?
– Mira la zona del pavimento alrededor de su cabeza. No se ve ningún charco de sangre todavía. A Aidan se le aceleró el pulso.
– Ciccotelli aseguró que recibió una llamada anónima diciendo que Adams estaba a punto de tirarse por el balcón a las doce y seis minutos. Los dos testigos, en cambio, dicen que eran las doce y cinco cuando se tiró.
– Qué precisión -observó Patrick, pero sus ojos también habían adquirido cierto brillo.
– Llegaban tarde a casa. La chica explicó que tenía que estar allí a las doce en punto y que acababa de mirar el reloj preocupada por la bronca de sus padres. -Aidan se volvió hacia Murphy-. Ciccotelli dijo que la llamada parecía hecha desde un móvil.
Murphy entrecerró los ojos.
– Así que el autor estaba presenciando la caída, qué hijo de puta.
– Ciccotelli también dijo que quien la llamó era una mujer, una vecina de Adams, y…
– Carmichael era vecina de Adams -concluyó Murphy-. No sería la primera vez que el propio periodista provoca la noticia. -Se encogió de hombros-. Vale la pena añadirla a la lista.
– Lo que está claro es que vale la pena averiguar si tomó más fotografías -agregó Jack-. Si el asesino estaba allí, tal vez Carmichael lo viera. O «la» viera.
Aidan se recostó en el asiento.
– Así que por ahora tenemos como sospechosos a treinta y un prisioneros potenciales que quieren que se apele su sentencia, a unos cuantos promiscuos con una enfermedad de transmisión sexual, a una periodista aficionada a la fotografía y, por desgracia, a Tess Ciccotelli.
Patrick se puso en pie.
– Encargaos de descartar a Tess lo primero. No quiero vérmelas con las apelaciones.
– Entendido -convino Spinnelli-. Señores. -Y señaló la puerta-. Quiero resultados hoy mismo. Y también quiero saber quién es el confidente anónimo. A trabajar.
Murphy hizo un saludo.
– Nos vamos a visitar las floristerías. ¿Has tenido alguna bronca con tu mujer, Marc? Si quieres podemos comprarle un ramo, te cobraremos los portes baratos. A las mujeres les encanta que les regalen flores.
Spinnelli curvó los labios.
– Las broncas con mi mujer son continuas, pero a ella le gustan más los brillantes. Marchaos.
Aidan miró a Murphy de reojo al salir de la sala de reuniones.
– ¿Estás casado, Murphy?
– Lo estuve, pero me separé. ¿Cuál es la primera floristería?
Era obvio que tenía ganas de cambiar de tema.
– Josie's Posies. Vendieron unos cuantos lirios el sábado. -Mientras caminaba, Aidan examinó la lista de los casos en que había intervenido Ciccotelli-. Conduce tú, quiero echar un vistazo a estos nombres. Algunos prisioneros han quedado en libertad. -Miró el reloj-. Antes de pasar por la asesoría donde trabajaba Adams, vamos al Departamento de Sanidad para ver si ella y Tess Ciccotelli tienen enemigos comunes.
Lunes, 13 de marzo, 10.30 horas.
La señorita Tuttle, una mujer de mediana edad, los miró con mala cara desde el gran mostrador de madera.
– La información que nos facilitan nuestros pacientes es confidencial, detectives, y lo saben.
– Estamos investigando un asesinato, señora -respondió Murphy con suavidad-. Una de sus pacientes ha muerto, así que su privacidad ya no importa.
– Pero la de sus compañeros sí. No puedo ayudarles.
Aidan extrajo una fotografía de su cuaderno.
– Esta es Cynthia Adams, señora. Así es como quedó después de caer desde un vigésimo segundo piso.
La señorita Tuttle observó la fotografía y luego volvió la cabeza con los ojos cerrados y su enjuto rostro desvaído.
– Márchense, detectives. No estoy autorizada a ayudarles, y no pienso hacerlo.
– Alguien la obligó a arrojarse al vacío, señora -insistió Aidan con calma; conseguido su objetivo, guardó la fotografía-. Ese alguien podría haber sido uno de sus compañeros sexuales, alguien que le guardara rencor. ¿Recuerda que alguien amenazara a la señorita Adams cuando le notificaron que era posible que hubiera contraído una enfermedad?
– Detective -empezó la mujer, mirándolo fijamente a los ojos-, si me dedicara a contar cosas de los pacientes que acuden aquí, no vendría nadie. Protegerlos forma parte de mi trabajo. Su mera presencia ya supone un problema. Si les contestara a lo que me preguntan, estaría incumpliendo mi deber.
– No queremos que incumpla su deber, en serio. -Aidan le dirigió una mirada que se esforzó por que fuera de lo más persuasiva. No esperaba que la empresa resultara fácil; de hecho, Tuttle estaba colaborando más de lo que había imaginado-. Según el historial de la psiquiatra de la señorita Adams, usted era su persona de contacto aquí. ¿Puede por lo menos decirnos si la recuerda? -Extrajo otra fotografía de Cynthia del cuaderno, esta vez la del carnet de conducir-. Tenía este aspecto. Debió de acudir aquí hace unas seis semanas.
Tuttle se mordió el labio.
– Sí, sí que la recuerdo.
– ¿Puede decirnos si alguno de sus compañeros amenazó con hacerle algo o se mostró furioso con ella cuando le comunicaron la noticia? No hace falta que nos diga nombres, solo queremos saber si estamos sobre la pista correcta.
– ¿No me preguntarán ningún nombre, detective?
Aidan negó con la cabeza.
– No, señora.
La mujer exhaló un suspiro.
– Hubo uno que se quedó blanco como el papel y dijo que se lo haría pagar.
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