Karen Rose - No te escondas

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Una mujer se suicida una gélida noche en Chicago.
Sin embargo, cuando el detective Aidan Reagan entra en el apartamento de la víctima, todas las evidencias muestran que ha sido un homicidio y apuntan a una sola persona: la psiquiatra Tess Ciccotelli.
Tess no puede evitar que Aidan la juzgue culpable antes siquiera de escucharla. Pero ella no puede facilitarle la información que la exculparía. Alguien ha atrapado a Tess en una red de desconfianza, engaños y traiciones. Y el cerco sobre ella se estrecha cada vez más.

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– Este… Lo siento, señora, volveré a llamar más tarde.

Colgó el auricular y tomó el periódico. Se trataba del Bulletin , algo más serio que la prensa amarilla.

El rostro de Ciccotelli lo miraba desde la portada.

– Murphy, fíjate en esto.

Murphy se puso en pie tambaleándose, su expresión era fría y grave.

– ¿Quién ha publicado esa mierda?

– Cyrus Bremin -soltó Spinnelli, y la rabia contenida hizo que le temblara el bigote-. Dice que tiene un confidente anónimo dentro del Departamento de Policía de Chicago. Descubrid quién es, lo quiero en mi despacho lo antes posible.

La puerta se cerró de golpe e hizo traquetear las persianas.

Murphy seguía escrutando la página en blanco y negro.

– Hablaré con Bremin -dijo en voz muy baja-. Él nos contará sin problemas quién le reveló la noticia.

– Eso, y así nos veremos en más líos con la prensa. Siempre me estás aconsejando que sea sensato, ¿no? Pues aplícate el cuento, Murphy.

Aidan examinó la fotografía de Adams.

– Debieron de tomarla antes de que yo llegara, porque envié a los mirones a la otra acera y les pedí a Forbes y a DiBello que prestaran atención a las cámaras. -Aguzó la vista para leer el pie de foto-. Aquí pone que la fotografía es de Joanna Carmichael. -Tecleó el nombre en su ordenador-. Bien, bien. Mira dónde vive la señorita Carmichael.

Murphy volvió la cabeza.

– Es el edificio de Cynthia Adams. Pues sí que le costó poco conseguirla. Qué suerte tiene la muy bruja.

– Bueno, no sé si se puede llamar suerte a tener que vérselas con nosotros. -Aidan imprimió la dirección justo en el momento en que Spinnelli abría la puerta.

– Os quiero en la sala de reuniones dentro de treinta minutos -les gritó-. Avisad también a Jack Unger, de la científica. El fiscal quiere hablar con nosotros.

Lunes, 13 de marzo, 9.30 horas.

Suponía que habría testigos, pero no fotógrafos.

«Tanto mejor.» Cynthia Adams aparecía en portada abriéndole el corazón al mundo entero, por así decirlo. Pero aún más gratificante resultaba la imagen de la popularísima Tess Ciccotelli preocupada y exhausta. Semejante campaña publicitaria no tenía precio. El día no le estaba yendo nada mal.

El señor Avery Winslow también estaba progresando según lo previsto. Se había pasado toda la tarde yendo y viniendo de un lado a otro del salón de su casa, observando conmocionado la habitación del bebé y tratando frenéticamente de ponerse en contacto con su psiquiatra de confianza.

Era mucho más inestable emocionalmente que Cynthia Adams. Ella había aguantado bien el tipo, era toda una experta en negar la existencia de lo que más temía. El proceso había resultado muy irritante; cada vez que Adams estaba cerca de su objetivo, acababa negándose a creer lo que había oído y retrocedía. A veces incluso negaba haber tenido una hermana. Fue necesario aumentarle tres veces la dosis de «medicación» para que se trastocara lo suficiente, y al final había tenido que utilizar sustancias poco corrientes. La fenciclidina era lo que la había hecho venirse abajo.

Los lirios habían dado un toque de gracia, y la fotografía de su hermana con la soga al cuello había sido la guinda del pastel. Del pastel de cumpleaños. El calendario había desempeñado un papel muy importante en el derrumbe psicológico de la señorita Adams.

Y el calendario también sería la clave para derribar al señor Avery Winslow.

Eso y el llanto constante de un bebé. Magistral.

Si la pequeña y encantadora Nicole estaba cumpliendo con su deber, en ese mismo instante el pobre señor Winslow estaría recibiendo una más de las oportunas fotografías que lo llevarían a la perdición.

Y con él arrastraría a la doctora en quien tanto confiaba, Tess Ciccotelli.

Lunes, 13 de marzo, 9.45 horas.

Patrick Hurst, el fiscal del estado, arrojó el periódico sobre la mesa con indignación.

– Mierda. Esto es horroroso, Marc, verdaderamente horroroso.

Jack Unger, de la policía científica, arrastró el periódico hasta su lado de la mesa y lo estudió.

– ¿Quién es el confidente anónimo de Bremin?

Murphy frunció el entrecejo.

– No lo sabemos, no estuvo allí la otra noche. En cambio la fotógrafa sí. Los dos agentes que llegaron primero al lugar de los hechos recuerdan haber visto a Carmichael entre la multitud, pero aseguran que no le dirigieron la palabra.

– Cualquier persona que ayer estuviera de servicio pudo vernos entrar con Ciccotelli. -Aidan se encogió de hombros con incomodidad al recordar lo furioso que se había puesto. Bastaba con observar su mala cara para comprender lo que ocurría-. Su abogada firmó la hoja de registro al entrar, así que cualquiera que la consulte sabrá que estuvo aquí. Muchas personas debieron de verlas salir juntas, pero nadie admitirá haber avisado a la prensa, Marc, aunque sabemos que cualquiera lo habría hecho con gusto.

Spinnelli dobló el periódico de modo que el rostro de Ciccotelli quedara oculto.

– Es cierto. Investigaremos la filtración al mismo tiempo que lo demás, como siempre hemos hecho. ¿Cuál es, pues, la verdadera razón de que te tengamos aquí, Patrick? Tu visita me parece un poco… prematura.

El fiscal suspiró.

– He venido porque lo ocurrido tiene implicaciones que van mucho más allá del hecho de que Tess Ciccotelli sea inocente o culpable, incluso de descubrir quién hizo una cosa así a esa pobre mujer.

– Cynthia Adams -dijo Aidan con suavidad, y arqueó las cejas al ver que Patrick lo miraba con extrañeza-. Así es como se llamaba esa pobre mujer.

La mirada del fiscal se llenó de compasión.

– Ya lo sé, detective, pero de momento no podemos siquiera asegurar que la muerte de la señorita Adams fuera un homicidio. -Levantó la mano antes de que Aidan pudiera protestar-. Lo investigaréis y descubriréis quién lo hizo. No estoy diciendo que debáis abandonar el caso. De hecho, quiero que os apliquéis. El gran problema es que está en juego la credibilidad de la doctora Ciccotelli en la resolución de casos pasados. Gracias a Bremin y al Bulletin , ya es del dominio público que la detuvieron para interrogarla. Todos los abogados defensores que han perdido casos en los que Ciccotelli ha declarado pedirán la apelación, y para mi despacho eso será desastroso. ¿Sabéis en cuántos casos ha intervenido en los últimos cinco años?

«Sí», pensó Aidan. Lo sabía con exactitud. Y Kristen tenía razón, Harold Green era una excepción. Tess Ciccotelli había hecho todo lo posible y más para quitar de en medio a unos cuantos malhechores. Al descubrirlo se le habían bajado los humos.

– En cuarenta y seis -masculló.

El bigote de Spinnelli se frunció siguiendo la forma de sus labios.

– ¿Cómo?

Aidan se aclaró la garganta.

– La doctora Ciccotelli ha declarado en cuarenta y seis casos. Ayer fui al archivo y pedí que me imprimieran la lista; la he recogido de camino hacia aquí. -Arrojó la lista en el centro de la mesa.

– ¿Cuántas condenas, Aidan? -le preguntó Spinnelli.

– Treinta y una de los cuarenta y seis casos.

Murphy apoyó la cabeza en el respaldo de la silla.

– Santo Dios.

Patrick tomó la lista con mala cara.

– Treinta y una apelaciones posibles. ¿Sabéis cuánto tiempo robará eso al personal de mi oficina?

– No quiero ni pensarlo -respondió Spinnelli-. Vamos a desvincular cuanto antes a Tess de todo esto y así tus hombres podrán dedicarse a hacer que condenen a unos cuantos gilipollas más. ¿Qué tenemos, aparte de las huellas dactilares que encontraron en el piso de Adams?

– Su voz grabada en el contestador -respondió Aidan.

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