Él sonrió aun sin quererlo.
– Lo haré. Gracias por venir. Ah… mi cuñada le manda recuerdos.
La chica asintió.
– Kristen es una buena amiga. Dele también los míos.
Se dirigió a la puerta que daba a la escalera, pero se detuvo en seco. Allí estaba Murphy, con las manos en los bolsillos y el entrecejo fruncido.
– Tess, no esperaba encontrarte aquí.
– No pensaba subir. -Se abrió paso, pero Murphy se volvió para seguirla; la asió del brazo y le dirigió una mirada penetrante.
– Lo siento, Tess. No tendría siquiera que habérseme pasado por la cabeza una cosa así.
Incluso desde la otra punta del despacho, Aidan se estremeció al observar que ella cerraba los ojos y que su voz recobraba la serenidad. De nuevo era la mujer que había pronunciado ante el tribunal las palabras que habían servido para dejar en libertad a un asesino. Poco a poco, ella apartó el brazo para librarse de Murphy.
– No, no tendría que habérsete pasado por la cabeza. Ahí he dejado un poco de información para que le echéis un vistazo. Que tengas un buen día, Todd.
Dicho eso, se marchó y dejó a Murphy con la mano extendida y la expresión sombría.
El hombre se dio media vuelta, se dejó caer en la silla y se quedó mirando la mesa de trabajo un rato antes de ver el informe forense del pequeño Danny Morris. Tragó saliva.
– Joder, sí que empezamos bien el día.
Aidan sirvió café para ambos y se sentó en el borde de la mesa de Murphy, situada justo frente a la suya.
– Murphy, cuéntame qué pasó entre Ciccotelli y tú. Kristen me ha dicho que sabes que el año pasado sufrió una agresión.
Murphy rodeó la taza con ambas manos.
– Hace frío fuera.
– Hace un momento aquí también se respiraba bastante frialdad.
– Joder -repitió Murphy. Pero dio un resoplido y se arrellanó en la silla-. Unas dos semanas antes del juicio de Green, a Tess le pidieron que examinara a otro sospechoso.
– Debió de ser antes de que le rescindieran el contrato con la fiscalía.
Murphy levantó la cabeza al instante.
– Sí, ocurrió antes. El tipo al que tenía que examinar era muy mal actor. Había asesinado a su casera y al marido inválido de esta. El hombre decía padecer esquizofrenia, pero en opinión del fiscal del estado solo llevaba un colocón. El abogado defensor pensaba alegar que no estaba en su sano juicio. Era una mole. -Murphy guardó silencio durante unos segundos, luego sacudió la cabeza-. Cuando entró llevaba grilletes y esposas. Tess se sentó lo más lejos posible de él. Lo había arrestado yo, así que tuve que quedarme al otro lado del cristal, con el fiscal… Patrick Hurst. Pero en la sala había un guardia. El tipo miró a Tess de arriba abajo. -Murphy volvió la cabeza y sus labios se fruncieron en una mueca de disgusto-. El muy cabrón, parecía que la odiara, ¿te lo imaginas?
– Sí. -De hecho, Aidan se avergonzaba un poco de ello-. ¿Qué hizo el sospechoso?
– Esperó el momento apropiado para saltar al otro lado de la mesa y agredirla. -Murphy dejó la taza en la mesa-. Le rodeó la garganta con la cadena de las esposas y estuvo a punto de romperle el cuello.
Aidan se estremeció.
– ¿Y qué hizo el guardia?
Murphy se mordió la parte interior de la mejilla.
– Actuó enseguida, pero ese bruto tenía a Tess. Yo tardé menos de quince segundos en entrar y ya la había agredido. Le dio la vuelta y le golpeó la cabeza contra la pared de hormigón, la arrinconó y empezó a asfixiarla. Nunca olvidaré la expresión de los ojos de Tess, creía que aquel día iba a morir.
– ¿Fuiste tú quien le quitó de encima al tipo?
– Entre el forense y yo, y dos guardias. Para entonces, ya había perdido el conocimiento. Tenía un brazo roto y una fisura en el cráneo. Aún tiene la marca de la cadena en el cuello.
Aidan recordó la vistosa bufanda que llevaba puesta por la mañana y comprendió el motivo. La idea de que un asesino la hubiera agarrado por el cuello lo puso furioso.
– Así que la acompañaste al hospital y te quedaste un rato con ella.
– Sí. Avisé a su hermano, y esa misma noche tomó un avión desde Filadelfia. Al día siguiente me acerqué para ver cómo estaba y empezamos a charlar. Bueno, de hecho ella no podía hablar; tenía que anotar las frases en un cuaderno porque le habían quedado afectadas las cuerdas vocales. Al cabo de unos cuantos días recobró la voz. -Murphy esbozó una sonrisa-. Me recordaba a mi hermana pequeña, descarada como ella sola. Nos hicimos… amigos.
– ¿Aún te la recuerda?
Murphy arqueó las cejas.
– ¿A mi hermana? Sí. -Se recostó en el respaldo de la silla y observó el rostro de Aidan con detenimiento-. ¿A ti también te recuerda a la tuya, Aidan?
Se le pasó por la cabeza mentir, pero al final decidió no hacerlo.
– No.
Murphy soltó una risita.
– Vaya, vaya.
– Vuelve a decirlo y te la ganarás.
– ¿Por qué? Sabes muy bien que no ha sido ella. Aclararemos el asunto y tendrás el campo libre.
– Déjalo correr, Murphy. -Las mujeres como Tess Ciccotelli costaban muchísimo de mantener. Aidan extendió el brazo hacia atrás y alcanzó una hoja de la impresora-. Tengo una lista de todas las floristerías en un radio de ocho kilómetros desde casa de Cynthia Adams. He pensado que podríamos averiguar si alguien ha comprado muchos lirios hace poco.
– Dame la mitad. -Murphy aguardó a que Aidan volviera a su mesa antes de añadir-: No tiene pareja.
Aidan, que estaba a punto de marcar el primer número, se detuvo en seco.
– ¿Qué?
– Que no tiene pareja. La tuvo, pero se acabó.
«Déjalo estar, Reagan», le dictaba la parte sensata de su cerebro, pero la parte más estúpida no estaba de acuerdo. Se removió en la silla y miró a Murphy, que no le prestaba ninguna atención y había marcado ya el primer número de la lista. Excitado, y molesto por ello, Aidan llamó a cinco floristerías; cuando hubo terminado colgó de golpe el teléfono.
– ¿Por qué?
– ¿Por qué, qué?
– Sabes muy bien a qué me refiero -dijo Aidan entre dientes-. No seas gilipollas.
Murphy lo miró sonriente. Qué engreído.
– Rompió con su novio dos semanas antes de la boda. -La sonrisa de Murphy se desvaneció-. La gente decía que él la engañaba.
Aidan sacudió la cabeza sin saber qué contestar. Según parecía, tenía más cosas en común con Tess Ciccotelli de las que se imaginaba en un principio.
– Pues menudo idiota.
– En eso estamos de acuerdo. ¿Has averiguado algo de los lirios?
– Han vendido rosas, claveles… pero lirios no. Por lo menos no tantos como vimos en el piso.
– Es probable que los comprara en varios sitios. Vamos a llamar a diez establecimientos y luego nos acercaremos hasta la asesoría financiera donde Adams trabajaba.
– Ya veo que tienes un plan.
Lunes, 13 de marzo, 8.30 horas.
Tess gruñó al dejar el paraguas y sacarse el móvil del bolsillo después de oírlo sonar por tercera vez en pocos minutos. Qué insistente. Al mirar la pantalla descubrió que se trataba de su secretaria.
– Dime, Denise -respondió con más brusquedad de la que pretendía, y torció el gesto al pisar un charco y mojarse el pie hasta el tobillo. Se cobijó bajo la marquesina que había frente al hospital psiquiátrico y notó un escalofrío mientras sacudía el zapato, probablemente deteriorado sin remedio, para eliminar el agua sucia y helada. Hacía una mañana horrible, fría y lluviosa, en total sintonía con su estado de ánimo.
– ¿Qué ocurre? -preguntó más calmada.
– Esta mañana ha recibido unas cuantas llamadas, doctora.
Otro escalofrío recorrió la espalda de Tess, pero esta vez no tenía nada que ver con la fría lluvia; reprimió lo que a buen seguro habría sido una palabra malsonante.
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