Karen Rose - No te escondas

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Una mujer se suicida una gélida noche en Chicago.
Sin embargo, cuando el detective Aidan Reagan entra en el apartamento de la víctima, todas las evidencias muestran que ha sido un homicidio y apuntan a una sola persona: la psiquiatra Tess Ciccotelli.
Tess no puede evitar que Aidan la juzgue culpable antes siquiera de escucharla. Pero ella no puede facilitarle la información que la exculparía. Alguien ha atrapado a Tess en una red de desconfianza, engaños y traiciones. Y el cerco sobre ella se estrecha cada vez más.

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Nicole se aclaró la garganta.

– No es nada, estoy bien.

– Mejor para ti. He invertido mucho tiempo y mucho dinero en tu voz, Nicole. Por favor, no olvides que la salud de tu hermano depende de ti y solo de ti.

– ¿Qué quiere? -preguntó Nicole, y sus palabras sonaron como si las pronunciara entre dientes.

– Que estés en la esquina de Michigan Avenue con la calle Ocho a las once en punto. Ponte la peluca.

Hubo un instante de silencio y luego volvió a oírse la voz de Nicole, asustada y sin apenas fuerza.

– Me dijo que no tendría que volver a hacer nada hasta dentro de unos días.

– He cambiado de idea. A las once, Nicole. -«Tú y yo vamos a hacer una visita, al señor Avery Winslow.» El rostro de Winslow, con su triste y abatido aspecto de basset, aparecía en la primera fotografía del montón. La siguiente foto mostraba el rostro del pequeño Avery. Pobre señor Winslow, qué forma tan horrible de perder a su hijito. Era perfectamente comprensible que el padre se sintiera culpable, y era normal que hubiera buscado la ayuda de un psiquiatra. Lo imperdonable era que su psiquiatra fuera Tess Ciccotelli.

Lo de Avery Winslow llevaba tres semanas cociéndose. En su piso estaba todo preparado. Había llegado el momento de pasar al segundo acto.

Pobre señor Winslow. Lo cierto era que no se trataba de nada personal. No tenía nada contra él. Pero Ciccotelli… era harina de otro costal. Lo suyo sí que era personal.

Muy pronto estaría muerta. Pero antes aún tenía que sufrir lo suyo.

Domingo, 12 de marzo, 23.30 horas.

«Demasiado tarde, demasiado tarde. Llego demasiado tarde.» La frase se repetía en la mente de Tess una y otra vez mientras se abría paso entre la multitud. No podía ver nada entre tantos hombres; todos eran altísimos y morenos. Y todos estaban muy enfadados.

«Están enfadados conmigo.» Consiguió pasar delante del primer hombre y se detuvo en seco. A sus pies yacía Cynthia Adams. Muerta. «Demasiado tarde.» Uno de los hombres se agachó, metió la mano en el destripado cadáver de Cynthia y le arrancó el corazón; lo sostenía en la mano, y seguía latiendo.

– Cógelo -le ordenó. Los ojos azules del hombre brillaban en la oscuridad de la noche.

– No, no. -Ella retrocedió. El corazón aún palpitaba. La sangre chorreaba entre los dedos del hombre y caía sobre el pálido rostro de Cynthia. Y mientras la sangre iba salpicando su rostro, los ojos de Cynthia se abrieron de golpe y la miraron. Una mirada apagada y vacía.

Tess se dio media vuelta con un grito contenido en la garganta. Pero se quedó petrificada. La policía. «Vienen a por mí.» Los hombres uniformados llegaban hasta donde su mirada podía alcanzar. Ojos acusadores. «Corre. Despiértate. Mierda, despiértate y corre.»

– Tess. Mierda, Tess, despierta.

Oyó un grito; era muy agudo y denotaba terror. Se percató de que procedía de su propia boca. Tess levantó la cabeza de la mesa del comedor y abrió los ojos de golpe; aún lo veía todo borroso. Pestañeó varias veces y sus ojos enfocaron la imagen de un rostro. Le resultaba familiar. Ojos castaños; cabello bermejo, muy corto. Unos dedos le retiraron los tapones de los oídos. Unas manos fuertes agarraron su rostro. Su tacto era real, cálido.

«Jon.» Jon estaba allí. Estaba a salvo. No se la llevarían. Ese día no.

Seguía teniendo el pulso desbocado, pero volvía a respirar.

– Dios, Jon.

Jon Carter sostenía su rostro entre sus manos de cirujano; sus hábiles dedos le rodeaban el cráneo mientras con el pulgar le acariciaba las mejillas, aguardando a que se recobrara. Tess asintió con gesto trémulo y se recostó en la silla. Él tomó otra silla y se sentó a horcajadas mientras la observaba con detenimiento.

– Estoy bien. He tenido una pesadilla, eso es todo.

– Ya. -Él bajó los dedos hasta su carótida y los mantuvo allí mientras le tomaba el pulso.

– Te he dicho que estoy bien. -Se retiró el pelo del rostro-. Solo ha sido una pesadilla.

– Gritabas tan fuerte que te he oído desde el rellano. Mierda, Tess, me has dado un susto de muerte. Menos mal que tenía la llave, si no habría tenido que avisar a la policía. -Se estremeció-. Parecía que te estuvieran arrancando las entrañas.

Ella dio un respingo al recordar vívidamente el corazón del sueño.

– No tiene gracia, Jon.

– No pretendía hacer ningún chiste. -Sus cejas rojizas se unieron en un ceño de preocupación y desconcierto-. Menudo sueño. ¿Qué ha pasado?

Tess se puso en pie, y le fastidió notar que las rodillas se le doblaban como si fueran de goma.

– ¿Cómo es que has venido?

– Estaba preocupado por ti. Has avisado a Amy de que no ibas a venir a comer y no me has llamado para decirme que estabas bien. He estado llamándote toda la tarde pero no contestabas, así que me he acercado hasta aquí al terminar el turno.

– He desconectado el teléfono para poder dormir.

– No estabas durmiendo -observó él.

Lo había intentado, varias veces, pero el maldito sueño la despertaba una y otra vez. Aunque no había gritado ninguna vez más, que supiera.

– Ahora sí.

– Ya. En la mesa, con la cara encima del teclado del ordenador. Pues me parece que a esos chismes electrónicos no les van muy bien las babas. ¿Qué está pasando, Tess?

Él la siguió con la mirada mientras ella probaba a dar un paso en dirección a la cocina y luego otro.

– ¿No te lo ha contado Amy?

– No. Solo me ha dicho que tenías un problemilla y se ha marchado para recogerte, acompañarte a casa, ayudarte a meterte en la cama y arroparte bien. Pero me parece que la cosa es un poco más grave.

– Vaya con el secreto profesional. Así que Amy sabe ser discreta. Bueno es saberlo. -Tess llegó hasta el frigorífico y se apoyó en la puerta, aún temblorosa-. Voy a servirme un vaso de vino. ¿Quieres otro?

Él la había seguido y ahora estaba apoyado en la puerta de la cocina con el entrecejo fruncido.

– No. ¿De qué secreto profesional hablas? Amy me ha dicho que se te había estropeado el coche.

– Pues lo ha dicho para no contarte que he solicitado sus servicios. -Tess dio con el sacacorchos y se alegró de tener algo entre las manos para no temblar tanto-. Soy sospechosa.

Jon frunció el entrecejo aún más.

– ¿Cómo? ¿De un crimen?

Tess soltó una risa nerviosa mientras extraía el tapón de corcho de la botella.

– Y menudo crimen. Sírvelo tú, ¿quieres? Todavía me tiemblan las manos. -Él le sirvió un vaso y Tess lo vació de tres ruidosos tragos-. Más.

Jon obedeció en silencio y ella se llevó el vaso al comedor y volvió a sentarse cómodamente en la silla.

– Anoche se suicidó una paciente mía.

– ¿Tiene que ver con la llamada que recibiste? ¿Por eso me pediste que te acompañara?

Ella sacudió la mano.

– Sí, pero habría acabado pasando de todos modos, así que no tengas remordimientos. Siéntate, cariño. Voy a contarte una cosa.

Él se sentó y ella se lo contó todo, desde la mirada acusadora de los ojos de Reagan hasta el encuentro con la joven periodista al salir de la comisaría.

Jon permaneció unos momentos sin decir absolutamente nada.

– Menuda locura -soltó al fin.

Tess se echó a reír.

– Supongo que es una palabra tan apropiada como cualquier otra. -Empujó su vaso hasta que chocó con la botella que él había depositado en la mesa-. Más, por favor.

Él le sirvió el que ya era el cuarto vaso.

– ¿Te han acusado?

– Aún no. Estaría bien que te quedaras en la ciudad. Tal vez te necesite para que testifiques en mi favor.

Él frunció el entrecejo.

– No le encuentro la gracia, Tess.

Ella ladeó la cabeza.

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