Karen Rose - No te escondas

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Una mujer se suicida una gélida noche en Chicago.
Sin embargo, cuando el detective Aidan Reagan entra en el apartamento de la víctima, todas las evidencias muestran que ha sido un homicidio y apuntan a una sola persona: la psiquiatra Tess Ciccotelli.
Tess no puede evitar que Aidan la juzgue culpable antes siquiera de escucharla. Pero ella no puede facilitarle la información que la exculparía. Alguien ha atrapado a Tess en una red de desconfianza, engaños y traiciones. Y el cerco sobre ella se estrecha cada vez más.

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Era libre. En ningún momento, mientras había permanecido en la sala de interrogatorios, se había permitido pensar que podría no serlo. Había encauzado sus emociones transformándolas en la fría furia que la había ayudado a resistir durante el tiempo que había estado allí sabiendo que Reagan la observaba desde el otro lado del cristal. Era mejor sentir ira que miedo. Sin embargo, ahora que se encontraba al aire libre el pánico la atenazó e hizo que un escalofrío recorriera su rígida espalda.

La pesadilla no había terminado aún. Ni mucho menos.

– Necesito irme a casa -musitó. «Tengo trabajo.»

Capítulo 4

Domingo, 12 de marzo, 18.30 horas.

Aidan se refugió de la fría tarde lluviosa entrando en el cálido lavadero de casa de sus padres. Sintió un escalofrío a la vez que le llegaba el aroma de algún plato delicioso. Olía al estofado que su madre hacía los domingos para cenar y… volvió a olfatear con gusto. A pastel.

«Ojalá sea de cerezas», pensó mientras se despojaba del abrigo empapado. Tomó de una cesta una toalla deslucida y se secó enérgicamente la cabeza antes de entrar en la cocina, donde su madre se encontraba enfrente del fregadero cargando el lavavajillas. A juzgar por la pila de platos la casa debía de estar llena de gente, pensó Aidan con melancolía; le gustaría haber estado allí. Hacía mucho tiempo que no se reunía la familia al completo un domingo por la tarde. Todos andaban muy ocupados.

Becca Reagan levantó la cabeza, y, por algún motivo, la sonrisa que iluminó su mirada despertó en Aidan una profunda emoción. La imagen de Cynthia Adams muerta sobre la acera acudió a su mente junto con la voz de Ciccotelli. «No tiene parientes cercanos», había dicho. No tenía una madre que le sonriera al llegar a casa. Solo la acompañaba el monstruoso recuerdo de un padre que abusaba de ella. En lo siguiente que pensó fue en el infanticidio en el que estaba trabajando antes de recibir la llamada sobre el caso de Adams. Un niño de seis años había sido asesinado por su propio padre. Después de que Ciccotelli y su abogada se marcharan, Aidan había ido a ver a la madre del chico. La mujer sabía dónde se escondía el animal del padre pero, a diferencia de lo que había hecho con su hijo, lo protegía.

Si se esforzaba por comprenderlo, tenía la impresión de que se volvería loco, así que centró su atención en la cálida acogida que le dispensaba la voz de su madre.

– ¡Aidan! Me preguntaba cuándo te dejarías caer por aquí.

Aidan la besó en la mejilla.

– Hola, mamá. ¿Ha quedado algo de comida?

Ella lo miró de arriba abajo, escrutándolo con detalle. A Aidan aquel gesto le resultaba familiar; lo miraba del mismo modo que solía hacer con su padre todos los días cuando este regresaba a casa tras haberse pasado la jornada patrullando por la calle. Después de toda una vida al servicio del Departamento de Policía de Chicago, ahora Kyle Reagan disfrutaba de su jubilación. La mujer se secó las manos y acarició la mejilla de Aidan, mirándolo con ojos comprensivos. No haría preguntas a menos que él le diera pie. Era una de las cosas que más apreciaba de ella; una de las cosas que no había encontrado en ninguna otra mujer, y sabía Dios que lo había intentado. Suponía que ese era el motivo por el que a sus treinta y tres años seguía soltero.

– En la nevera hay un plato con las sobras. El pastel aún se está enfriando. -Arqueó una ceja-. Llegas a punto, como siempre.

Él consiguió esbozar una sonrisa cansina.

– Estupendo.

– Estás chorreando, chico. Vas a pillar una pulmonía.

Aidan abrió el frigorífico.

– Es que está lloviendo, mamá, y por la capota del Camaro ha empezado a entrar agua cuando ya estaba de camino hacia casa.

Ella exhaló un suspiro.

– No servirá de nada que insista en que te compres un coche en condiciones.

Él se limitó a sonreír y se sentó ante la gran mesa de la cocina.

– El Camaro tiene doscientos noventa caballos.

La mujer, habituada a su respuesta, alzó los ojos en señal de exasperación.

– Tu padre tiene un poco de cinta de sellado por el garaje. Primero cena y luego ve a arreglar tu tartana.

– Ya lo he hecho -dijo él con la boca llena-. Por el camino he parado en una tienda y he comprado un rollo de cinta. -Cuando hubo dejado el plato limpio, su madre lo retiró y le sirvió otro con un gran pedazo de pastel.

– Sean, Ruth y los niños ya se han marchado, pero Abe y Kristen aún están aquí -explicó ella-. Tu padre le está enseñando a la niña a unir puntos para formar figuras.

Hablaba de Kara, la sobrina de quince meses de Aidan. Su ahijada. Se alegró al pensar en la felicidad que por fin su hermano Abe había encontrado.

– Ya. El todoterreno de Abe está aparcado en medio del camino de entrada, he tenido que dejar mi coche en la calle. ¿Dónde está Rachel? -Su hermana de dieciséis años estaba creciendo demasiado deprisa para su gusto.

– Está en casa de una amiga. Llegará sobre las nueve. Me parece que tiene problemas con algún chico, pero no me ha contado nada. -La mujer arqueó una ceja-. Puedes intentar hablar con ella.

Aidan soltó un gruñido.

– ¿De chicos? No, gracias. Si yo fuera papá la encerraría en su habitación hasta que cumpliera veinticinco años, así nadie tendría que preocuparse por todos esos chicos.

– Tú también fuiste uno de «esos chicos».

– Precisamente por eso.

Ella dio un sorbo de café y se puso seria.

– La semana pasada me encontré a la madre de Shelley en la esteticista.

Aidan apretó la mandíbula. Shelley St. John era un tema prohibido.

– Mamá, hoy no estoy de humor para hablar de eso.

Becca asintió.

– Ya lo sé. Pero no quiero que lo sepas por otra persona sin estar prevenido. Va a casarse.

En otro tiempo eso le habría afectado. Ahora solo sentía repugnancia.

– Ya lo sé.

Su madre abrió los ojos de golpe.

– ¿Ya lo sabes? ¿Y cómo es eso?

– Me envió una invitación. -Un último y estudiado golpe para añadir a la larga lista. Shelley era muy ducha en la traición y el apuñalamiento por la espalda-. Déjalo correr, por favor.

Becca exhaló un suspiro.

– Cómete el pastel antes de que tu hermano vea que te he cortado un pedazo.

– Demasiado tarde -gruñó Abe desde la puerta-. Joder, Aidan, te lo estás comiendo todo.

– Oveja que bala, bocado que pierde -repuso Aidan con prontitud.

Renegando, su hermano cogió un plato y se sentó a la mesa.

– ¿Qué te ha ocurrido? Estás empapado.

Becca colocó la cafetera entre ambos.

– Está lloviendo, Abe -dijo, y Aidan esbozó una sonrisa lastimera.

Pero Abe no sonrió.

– No has dormido, ¿verdad? ¿Sigues trabajando en el caso del pequeño Morris?

Aidan negó con la cabeza.

– Ayer Murphy y yo nos pasamos toda la tarde tratando de localizar al cabrón embustero del padre, pero ha desaparecido. Justo después de medianoche nos llegó un nuevo caso que nos ha tenido ocupados todo el día.

Abe frunció el entrecejo.

– El único caso que se conoce desde ayer por la noche es un suicidio.

Aidan fijó la vista en el pastel.

– En realidad no fue un suicidio.

– ¿Cómo que en realidad no fue un suicidio? -quiso saber Becca-. Suena igual que decir que se está un poco embarazada.

– ¿Quién está embarazada? -Kristen, la cuñada de Aidan, entró en la cocina con un bebé de rizos pelirrojos en brazos. Miró la porción de pastel que quedaba y luego a Abe-: ¡Eh!

– Pregúntale a mamá -dijo él encogiéndose de hombros y extendiendo los brazos para coger al bebé.

– ¿Quién está embarazada? -repitió Kristen, sentándose junto a ellos.

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