Ella se liberó del abrazo de Murphy.
– Perdió a su hijo -soltó, como si no hubiera oído a nadie pronunciar palabra-. Solo era un bebé. -Posó los ojos en los de Aidan y en ese momento todo vestigio de duda acerca de su inocencia… desapareció. Su mirada era angustiada. Y sincera.
– ¿Cómo murió? -preguntó Aidan en voz baja. A través de la vistosa bufanda de seda de Tess, notó el movimiento de su garganta al tragar saliva. La había juzgado mal, ahora se daba cuenta.
– Ocurrió el verano pasado -susurró ella-. Hacía mucho calor, ¿se acuerda? Salía de casa a toda pastilla para ir a trabajar cuando su esposa le recordó que ese día le tocaba a él dejar al niño en la guardería. -Sus ojos se posaron en el cadáver de Winslow y al notar que le temblaban los labios, se los mordió.
Con el rabillo del ojo, Aidan vio que Johnson no movía un dedo y que Jack observaba la escena desde la puerta de la cocina. Ciccotelli prosiguió, ajena a todos ellos. Su voz adoptó un tono etéreo que hizo que a él se le erizara el vello de la nuca.
– Él no quería llevarlo, tenía mucho que hacer y llegaba tarde. Tenía la mente ocupada con reuniones, pero hizo lo que le pedía su esposa porque ambos compartían las obligaciones en igual medida y… -Volvió a tragar saliva-. Y porque amaba a su hijo. Sentó al niño en el coche, le colocó el cinturón de seguridad y se puso en marcha. Había mucho tráfico y eso aún lo retrasó más. Para tranquilizarse, puso un CD. Al fin llegó a la oficina y entró a toda prisa. Los clientes lo estaban esperando. En algún punto del trayecto se había olvidado de su hijo, y no volvió a acordarse de él hasta que al cabo de unas cuantas horas oyó alboroto en la calle. En el aparcamiento había un coche de la policía, y también una ambulancia. Un agente se disponía a romper el cristal de la ventanilla.
Tess cerró los ojos.
– Era su monovolumen, y el niño estaba dentro. Dijeron que la temperatura del habitáculo había ascendido hasta los cuarenta y cuatro grados. El cerebro de su hijo estaba… -Se interrumpió a la vez que sacudía la cabeza, incapaz de continuar. De hecho, no hizo falta. La escena que describía era lo bastante vivida. Aidan se lo figuró todo: la frenética desesperación del padre, allí plantado, consciente de haber cometido un terrible error. Y la imagen de aquel padre al descubrir que había un muñeco derritiéndose en el horno se le antojó aún más espantosa.
– Trataron de reanimar al bebé mientras Avery lo presenciaba todo, pero era demasiado tarde -terminó de forma brusca-: Su hijo ya llevaba al menos dos horas muerto.
Aidan exhaló un suspiro. No era el momento de ponerse a pensar en todos sus sobrinos, ni en lo ocupados que solían estar sus hermanos, ni en cómo una tragedia semejante podía ocurrirles incluso a los mejores padres. Sin embargo, no pudo evitarlo; por eso tuvo que carraspear con brusquedad.
– ¿Cuándo acudió a la consulta?
– Después de tratar de suicidarse por primera vez. Para entonces, su mujer ya lo había dejado. Él… se odiaba. Todo el mundo le echaba la culpa de lo ocurrido. -Tess abrió los ojos y cruzó la mirada con la de Aidan-. Fue un accidente, detective. No fue más que un horrible accidente.
Johnson, en silencio, se había puesto a trabajar de nuevo.
– Detectives, debajo del cadáver hay algo -observó mientras tiraba de una caja plana del tamaño de un plato de postre.
Murphy tomó la caja y levantó la tapa. Alzó la cabeza con expresión de desconcierto a la vez que inclinaba la caja para que todos pudieran ver el contenido.
– Hay un CD. Es la banda sonora de El fantasma de la ópera . ¿Por qué?
Tess reaccionó igual que si acabara de recibir una descarga de cuarenta voltios. Se presionó los labios con los dedos mientras miraba fijamente el CD que la caja contenía.
– Es la música que Winslow iba escuchando en el coche. Dijo que se había distraído cantando «Música en la noche». -Volvió a tragar saliva-. Después de ese día no pudo quitarse nunca esa pieza de la cabeza, ni el llanto de su bebé. No podía dormir; no podía hacer nada de nada. Perdió el trabajo y a su mujer, y el remordimiento lo llevó al borde de la desesperación.
– Pues alguien le ha dado un empujón para que acabara de desesperarse -dijo Aidan, y ella asintió con un gesto rígido.
– Sí.
Murphy tapó la caja y se la entregó a Jack.
– Métela en una bolsa, por favor.
– Detectives. -Johnson colocó el cadáver de lado y dejó al descubierto una fotografía en color: veintiuno por veintisiete, brillo. Aún era más horrible que la de Melanie colgando de la soga. A Aidan se le revolvió el estómago; quería apartar la mirada de la imagen pero algo se lo impedía. Era la fotografía de un bebé en una sillita de coche; llevaba puesto un pelele azul y tenía el rostro enrojecido y abotargado, sus facciones apenas resultaban reconocibles.
Con movimientos yertos, Tess Ciccotelli avanzó desde la puerta hasta situarse al lado de Aidan y una vez allí miró al suelo.
– Es su hijo. -Tenía la voz enronquecida y temblaba de furia-. Así es como la policía lo encontró aquella mañana. -Cerró los ojos y frunció los labios con amargura-. ¿Quiere saber lo mejor? Quienquiera que haya enviado esto no tenía necesidad de hacerlo. Esa imagen es la que veía Avery Winslow cada vez que cerraba los ojos.
Durante unos instantes, nadie pronunció palabra. Al final Murphy suspiró.
– En el escritorio hay un sobre del mismo tamaño de la foto. -Con una mueca lo asió por el único extremo que no estaba manchado de sangre y sesos. Entre dientes, leyó el remite-: «Dra. T. Ciccotelli, psiquiatra». Está timbrado, Tess. Es uno de tus sobres.
Tess se quedó boquiabierta, paralizada. Miró horrorizada el sobre, la fotografía y el cadáver de Avery Winslow hasta encolerizarse.
– Lo siento, tengo que marcharme. -Se dio media vuelta y se dirigió a la puerta a toda prisa.
Murphy se dispuso a salir tras ella pero Aidan negó con la cabeza mientras se quitaba los guantes.
– Ya voy yo.
Tess se dirigió a la puerta de la escalera.
– Espere, doctora Ciccotelli.
Ella siguió su camino con paso decidido y sin volver la cabeza.
Aidan atravesó la puerta mientras ella desaparecía en el primer tramo de la escalera.
– Aguarde, doctora.
Ella vaciló un brevísimo instante y luego aceleró, asiéndose a la barandilla para guardar el equilibrio cuando dio la vuelta al rellano y emprendió el siguiente tramo.
Tess corría, y la escalera se desdibujaba bajo sus pies. Reagan aún la seguía, oía retumbar sus pasos detrás de ella, cada vez más cercanos. Pero no podía parar, no podía siquiera respirar. Necesitaba un momento, solo un momento para recobrar el aliento y la serenidad.
«Esa foto… Santo Dios. ¿Quién habrá hecho una cosa así? ¿Quién ha podido ser tan cruel?» Esa foto… Esa imagen espantosa había salido de uno de sus sobres. «Y mi nombre aparecía estampado en una esquina.» Avery había abierto el sobre porque confiaba en ella. Se le atrancó la garganta. Qué debía de haber pensado… qué debía de haber sentido. «Un gran sufrimiento al ver a su hijo en ese estado… y al pensar que la foto la había enviado yo.» Luego se había llevado la pistola a la boca y había apretado el gatillo.
Estaba muerto. Avery estaba muerto. Y por malo que eso fuera, el motivo de su muerte era incluso peor. Una hora antes aún era capaz de decirse a sí misma que no tenía la culpa de nada, que alguien que deseaba la muerte de Cynthia Adams la había utilizado.
Ahora sabía que eso no era cierto. La verdad era que alguien había utilizado a Cynthia y a Avery. El verdadero objetivo… «soy yo.» Dos personas inocentes habían muerto. «Por mi culpa.»
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