Karen Rose - No te escondas

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Una mujer se suicida una gélida noche en Chicago.
Sin embargo, cuando el detective Aidan Reagan entra en el apartamento de la víctima, todas las evidencias muestran que ha sido un homicidio y apuntan a una sola persona: la psiquiatra Tess Ciccotelli.
Tess no puede evitar que Aidan la juzgue culpable antes siquiera de escucharla. Pero ella no puede facilitarle la información que la exculparía. Alguien ha atrapado a Tess en una red de desconfianza, engaños y traiciones. Y el cerco sobre ella se estrecha cada vez más.

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Aidan miró el reloj.

– Tenemos el tiempo justo.

– Spinnelli también me ha dicho que tiene noticias de Patrick. Hay cinco abogados que están preparando recursos de apelación.

– Se va a armar.

– La gorda -añadió Murphy-. ¿Dónde está Tess?

– Se ha marchado a su casa a revisar los informes psiquiátricos de los juicios. Le he dicho que la llamaría más tarde.

– ¡Murphy! -Jack apareció en el vestíbulo donde confluían los dormitorios y les hizo señales para que se aproximaran-. Ven tú también, Aidan. Te gustará ver esto.

Siguieron a Jack hasta la habitación que había sido el dormitorio del bebé. La cuna seguía estando en una esquina y en el cambiador se apilaban pañales desechables y polvos de talco, todo cubierto por una gruesa capa de polvo. Uno de los ayudantes de Jack se encontraba de pie sobre un taburete con el rostro contra un conducto de ventilación destapado cuya rejilla estaba apoyada en la pared.

– Este es Rick Simms. Muéstrales lo que has encontrado, Rick.

Rick se volvió; entre el índice y el pulgar sostenía un pequeño receptáculo negro, de dos centímetros y medio de ancho por uno veinticinco de largo.

Aidan se subió a un extremo del taburete para verlo mejor. Un cable de dos centímetros y medio de largo sobresalía de una de las esquinas del receptáculo y Aidan supo de inmediato qué era lo que había encontrado Rick Simms. Miró a Murphy; ambos estaban atónitos y enojados. Le sorprendía que todavía les afectara algo después de todo lo que habían visto esa tarde.

– Es una cámara.

– Tienes buena vista -comentó Rick-. Es una cámara inalámbrica de alta resolución. -Inclinó ligeramente el receptáculo-. Y además puede reproducir sonidos. Aquí está el micrófono.

– Al muy hijo de puta le gusta mirar -masculló Murphy-. ¿Cómo habéis sabido que estaba ahí?

– Rick se ha fijado en que no había polvo en la rejilla -dijo Jack con cierto orgullo en la voz-. Buen trabajo.

En el rostro de Rick se dibujó una sonrisa deslumbrante.

– Gracias.

– ¿Cuántas cámaras más hay? -preguntó Aidan, bajándose del taburete.

– Eso mismo nos preguntamos. -Jack los condujo de nuevo al salón-. Seguro que no han querido perderse el gran final -dijo, y señaló la rejilla de ventilación que había sobre el escritorio, cuya superficie había quedado despejada al trasladar el ordenador al laboratorio.

– Prueba con esa.

Rick hizo una mueca al esforzarse por alcanzar el conducto de ventilación salpicado de sangre y sesos.

– Qué asco, Jack -exclamó.

Jack soltó una risita sardónica.

– No te irá mal mancharte las manos para variar. Rick es uno de los expertos en electrónica del equipo -explicó dirigiéndose a Aidan-. No suele salir del laboratorio, pero esta vez he pedido que vinieran todos.

Rick entregó la rejilla a Jack, quien la depositó en el suelo con cuidado.

– Tenías razón -dijo Rick-. Hay otra cámara con micrófono y… -Enfocó el oscuro hueco con la linterna y luego se volvió, turbado-. Y un altavoz instalado en la pared. -Lo descolgó para que todos pudieran verlo. Consistía en una cajita del tamaño de una ciruela-. ¿Para qué le hacía falta un altavoz?

– Mientras estabas con Tess ha venido un vecino, Aidan -explicó Murphy-. Nos ha dicho que llevaba todo el día oyendo llorar a un bebé. Yo creía que el hombre había estado viendo algún vídeo, pero ahora ya sabemos de dónde salía el llanto.

Rick miró con repugnancia el altavoz que sostenía.

– Nos enfrentamos a un gran hijo de puta.

– ¿Adónde va a parar la señal del vídeo? -preguntó Aidan.

– Aún no lo sé -respondió Rick-. Pero de entrada sospecho que al receptor Ethernet. Y luego… -Hizo una señal con la mano-. Sale por ahí.

Murphy pestañeó extrañado.

– ¿Al receptor Ethernet?

– Es un medio de conectarse a internet -dijo Aidan; la mente le bullía, las repercusiones eran demasiado abrumadoras.

Rick asintió.

– Es un vídeo de esos a los que se puede acceder sin necesidad de descargárselos; el último grito, chicos. Las cámaras que normalmente encuentro están situadas en el suelo o en los zapatos de alguna mujer, hay pervertidos que las utilizan para verlas en ropa interior. Esa la han colocado para vigilar al tipo.

Murphy sacudía la cabeza.

– Así, ¿las imágenes aparecen en internet? -repitió-. ¿En una página web o algo similar? ¿Nos estás diciendo que cualquiera podría haber visto a Winslow volarse los sesos?

– Es posible. -Rick encogió un hombro-. Depende de lo que pretenda el autor de todo esto. Si el espectáculo es privado, no aparecerá en una búsqueda de Google. -Arqueó las cejas-. Si no…

A Aidan se le revolvió el estómago al captar el significado de las palabras de Rick.

– Santo Dios. ¿Podría ser una de esas páginas en que la gente paga por entrar? -Miró a Murphy y vio que ambos habían llegado a la misma conclusión.

– Es el snuff del siglo veintiuno. -A Murphy empezó a temblarle un músculo de la tensa mandíbula-. Parece increíble.

– ¿Tenéis idea del tiempo que lleva eso ahí? -preguntó Aidan.

Jack se acuclilló para examinar la rejilla.

– En las rendijas se ve suciedad, pero en los tornillos no hay apenas polvo. Tal vez una semana o dos.

– Tenemos que averiguar quién ha accedido a este piso durante las últimas dos semanas -concluyó Murphy-. ¿Qué tipo de persona buscamos? ¿Hace falta tener conocimientos de algún programa en especial?

Rick se bajó del taburete.

– En realidad podría haberlo hecho cualquier adolescente ducho en piratería informática.

Aidan dio un resoplido cansino.

– Jack, tendremos que volver a registrar el piso de Cynthia Adams para ver si hay algún aparato semejante.

Jack miró a Rick.

– ¿Puedes hacerlo hoy?

Rick asintió.

– ¿Agarrar a ese tío? Claro.

– Primero tenemos que seguir la pista de las flores del piso de Adams -explicó Murphy-. ¿Puedes encargarte de terminar con esto, Jack?

Jack agitó la mano para indicarles que podían irse.

– Marchaos. Nos encontraremos en el despacho de Spinnelli a las ocho. Decidle que encargue comida china, la noche será larga.

Lunes, 13 de marzo, 20.30 horas.

Seguía allí. Sentada en el comedor de su casa con una bata de seda roja y gruesos calcetines blancos. A su lado, encima de la mesa, había medio vaso de vino tinto. Consultaba ficheros y más ficheros.

Seguía allí. No estaba donde tenía que estar, encerrada en una celda, muerta de miedo, rodeada de chusma, aguardando a que uno de esos tipos a quienes llamaba «amigos» pagara la fianza; o bien delante de un juez.

Pero la paciencia era una virtud, y el rostro de Ciccotelli empezaba a denotar estrés. La mano le temblaba cada vez que asía el vaso de vino y de vez en cuando en su rostro se dibujaba una expresión de puro horror que le tornaba las mejillas pálidas y los ojos vidriosos. Estaba recordando el aspecto de los cadáveres, imaginando cómo debían de haberse sentido las víctimas justo antes de morir al creer que las había traicionado, preguntándose cuál sería la siguiente.

Era suficiente por el momento.

En cuanto a la policía, de momento podían darse por satisfechos si al ir a mear se encontraban la polla. Con el tiempo, acabarían consultando las cuentas corrientes de las víctimas y paso a paso irían acortando la distancia que separaba a Ciccotelli de su bonita fosa. Mientras tanto, quedaba por ver cuál era la decisión del consejo de cualificaciones profesionales. Habían entrado en acción antes de lo esperado, y todo gracias a Cy Bremin y la noticia que había ocupado una portada entera. Se lo había pasado en grande.

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