Karen Rose - No te escondas

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Una mujer se suicida una gélida noche en Chicago.
Sin embargo, cuando el detective Aidan Reagan entra en el apartamento de la víctima, todas las evidencias muestran que ha sido un homicidio y apuntan a una sola persona: la psiquiatra Tess Ciccotelli.
Tess no puede evitar que Aidan la juzgue culpable antes siquiera de escucharla. Pero ella no puede facilitarle la información que la exculparía. Alguien ha atrapado a Tess en una red de desconfianza, engaños y traiciones. Y el cerco sobre ella se estrecha cada vez más.

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Exhaló un suspiro entrecortado y se detuvo de golpe, aferrada a la barandilla mientras el latido del corazón le aporreaba los oídos y las rodillas le flaqueaban. Se agachó para sentarse en un peldaño; cada vez que inspiraba tenía que hacerlo con más fuerza.

El sonido de los pasos de Reagan se volvió más espaciado y al fin cesó. Lo tenía justo detrás. Ahora lo único que se oía en la escalera era su propia respiración acelerada.

– Tess -dijo. Nada más. Solo eso.

Pero el monosílabo pareció envolverlos y adquirir vida propia. Ella fijó la vista en la pared que tenía enfrente.

– No saldré de la ciudad -dijo, y se puso en pie-. Le doy mi palabra. Colaboraré en todo lo que pueda. -Con paso envarado, se puso en marcha de nuevo, y ya había bajado medio tramo más cuando Aidan la adelantó por la izquierda. Él se plantó en medio del rellano y le bloqueó el paso con su figura corpulenta. Tess se detuvo en el último escalón, le temblaban las rodillas.

«No puede arrestarte -se dijo-. No has hecho nada.»

Pero sabía que si quería, podía hacerlo, y que en cambio no había nada en absoluto que ella pudiera hacer para evitarlo.

– Lo siento, detective. -Su voz se quebró y se odió por ser tan débil y tener miedo. Podría haberse dicho que aquello iba dirigido a Avery y a Cynthia, pero era lo bastante realista para admitir que no era así. Iba dirigido a ella-. Llevaba toda la tarde tratando de localizarme. ¿Qué ha descubierto?

Estaban tan cerca que Tess notaba el aliento de él en la mejilla. Era fuerte y robusto; su mirada, penetrante y orgullosa, pero en ella también podía ver compasión. Compasión por Cynthia, por Avery. Y por un instante se preguntó cómo se sentiría si en lugar de acusarla la protegiera. Fue un pensamiento fugaz.

– Hemos encontrado tres floristerías donde el sábado vendieron lirios a una joven -dijo en tono grave-. Las pagó todas con una tarjeta de crédito.

Tess no tuvo que preguntar nada, sabía la respuesta de antemano. Hizo acopio de valor y lo miró a los ojos. Su mirada era seria pero no acusatoria.

– Con la mía -dijo ella con voz inexpresiva.

Él inclinó una vez la cabeza en señal de asentimiento.

– Sí.

Tess apretó los labios.

– Yo no fui, detective. Yo no he hecho nada. -Apartó la mirada-. Imagino que no me cree.

– Yo también pensaba que no podría creerla.

Atónita, Tess posó de inmediato la vista en el serio semblante de él y volvió a notar el pulso alterado.

– ¿Me cree?

Él arqueó las cejas como si desconociera por completo qué razones lo habían llevado hasta aquella conclusión.

– Sí.

– Entonces… -Casi tenía miedo de pronunciar las palabras en voz alta-. Entonces, ¿no piensa arrestarme?

– No. -Él se asió al final de la barandilla y retrocedió un paso hasta el rellano; su intensa mirada expresaba tribulación-. Pero necesito saber por qué la han implicado en esto.

– No lo sé. Pensaba que me habían utilizado como mero instrumento, pero no es así.

– Esta mañana se me ha ocurrido que tal vez el verdadero objetivo fuera usted, ahora tengo la certeza.

Ella ladeó la cabeza.

– ¿Qué ha ocurrido esta mañana? ¿Qué lo ha hecho cambiar de opinión?

Él desvió la mirada unos instantes. Cuando volvió a ponerla en ella, se había apagado.

– Ayer por la tarde pedí una lista de los casos en los que ha declarado como testigo de cargo. Es muy larga. Hay muchas personas que se beneficiarían si resultara inculpada. Le debo una disculpa, doctora Ciccotelli. Me he equivocado con usted.

El hecho de llamarla «doctora» sirvió para volver a marcar las distancias entre ambos. En cualquier caso, siempre era mejor el trato formal que una mirada acusatoria.

– Gracias.

– Ahora tenemos que decidir cómo continuar. -Miró el reloj-. Me he entretenido demasiado, debo volver arriba y acabar de revisar el escenario del crimen. Vamos, la ayudaré a subir hasta la siguiente planta; luego ya tomará el ascensor para bajar.

Tess negó con la cabeza, la idea le revolvía el estómago.

– No se preocupe, iré por la escalera.

Él la miró como si estuviera loca.

– Son nueve pisos.

A Tess le daba igual que fueran nueve o diecinueve. Solo tomaba el ascensor cuando no tenía más remedio, y eso implicaba como mínimo tener que subir veinte plantas. En su estado actual, no quería ni siquiera pensar en quedarse encerrada en una cabina de dos metros cuadrados, y menos tratándose solo de nueve pisos.

– Ya he bajado un piso y medio, así que solo quedan siete y medio más. Suba y termine su trabajo, detective. Es lo mínimo que podemos hacer por Avery Winslow. No se preocupe por mí, llámeme cuando podamos hablar. Yo me dedicaré a revisar las notas de mis exámenes psiquiátricos para los juicios, tal vez eso me ayude a señalar algún nombre de los que aparecen en su lista. -Bajó la vista al suelo y luego volvió a mirarlo a los ojos-. Gracias por creerme, detective.

Él asintió con una inclinación de cabeza y subió dos peldaños a la vez que ella bajaba otros dos. Un escalofrío recorrió la nuca de Tess y se volvió para descubrir que él se había detenido y la estaba mirando. Sus labios dibujaban una línea adusta y sus brillantes ojos azules estaban fijos en el rostro de ella, que ante el escrutinio, se sonrojó. La mirada no tenía nada que ver con el anterior gesto acusatorio, pero resultaba exactamente igual de intensa. Tess notó que se le aceleraba el pulso.

– De nada, doctora -respondió él al fin, muy serio. Luego, empezó a subir los escalones de dos en dos y en menos de un minuto ella oyó que una puerta se abría y se cerraba; el sonido retumbó en la escalera.

Tess exhaló un profundo suspiro, se sentía un poco aturdida. El detective Aidan Reagan emanaba fuerza. Aún tenía la piel de gallina debido a la larga mirada que ni siquiera se atrevía a calificar. «Puedes darte por satisfecha de que no te haya arrestado, Tess», se dijo. Se dispuso a bajar la escalera sintiéndose aliviada y culpable al mismo tiempo. No iban a arrestarla.

Pero dos personas habían muerto, y eso no cambiaría.

Las piernas le flaqueaban y se sentía aturdida, aun así consiguió bajar los siete pisos y medio y alcanzar el rellano de la planta baja en el instante en que Amy salía del ascensor con su abrigo marrón en el brazo. Su amiga la miró con los ojos entornados.

– ¿Qué ha pasado ahí arriba? He encontrado aparcamiento y he subido a buscarte pero un policía me ha impedido que saliera del ascensor. El mocoso me ha dicho que el detective Reagan había bajado a por ti. Ya creía que tendría que ir a buscarte otra vez a la comisaría.

– No es eso. Avery Winslow ha muerto.

– Me lo temía -repuso Amy-. Hay agentes y policía científica por todas partes.

– Han encontrado otra fotografía. -Al recordarlo se le revolvió el estómago-. Llegó dentro de un sobre con mi membrete, Amy.

La abogada arrugó la frente.

– Bueno, no resulta muy agradable, pero cualquiera podría robar un sobre; no es el fin del mundo.

– Iba dirigido a Avery Winslow.

– No ha sido culpa tuya y no puedes hacer nada por cambiar las cosas. Ponte el abrigo, te acompañaré a casa.

Tess cogió el abrigo y esbozó una sonrisa de agradecimiento. Había salido disparada del coche de Amy media manzana antes de llegar y se había olvidado el abrigo en el asiento de atrás.

– Gracias. Lo único bueno es que Reagan está convencido de que no lo he hecho yo.

– ¿De verdad? ¿El superdetective te lo ha confesado?

Tess se removió incómoda ante el tono de burla de su amiga.

– Sí.

La risa de Amy denotaba cierto desdén.

– ¿Y tú te lo has creído?

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