Karen Rose - No te escondas

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Una mujer se suicida una gélida noche en Chicago.
Sin embargo, cuando el detective Aidan Reagan entra en el apartamento de la víctima, todas las evidencias muestran que ha sido un homicidio y apuntan a una sola persona: la psiquiatra Tess Ciccotelli.
Tess no puede evitar que Aidan la juzgue culpable antes siquiera de escucharla. Pero ella no puede facilitarle la información que la exculparía. Alguien ha atrapado a Tess en una red de desconfianza, engaños y traiciones. Y el cerco sobre ella se estrecha cada vez más.

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– No mienten cuando dicen que una imagen vale más que mil palabras -dijo Tess en tono liviano, y quiso que se la tragara la tierra cuando vio que tres pares de ojos se clavaban en ella.

– ¿Estás segura de que provocarlo así ha sido una buena idea, Tess? -le preguntó su madre.

– Pues claro que no -le espetó Vito-. ¿Dónde coño estaba Reagan durante la entrevista?

– Paseándose, igual que tú. Anoche encontraron otro cadáver. Vito, ¿te acuerdas de la joven que se puso a tontear contigo en la zapatería?

El rostro de Vito perdió el color.

– ¿Está muerta? ¿Ese era el problema de anoche? Pero si ni siquiera la conocías. ¿Ahora al asesino le ha dado por matar a extraños?

Tess asintió.

– Tenía que asegurarme de que todo el mundo estuviera avisado y me pareció que Lynne Pope haría un buen trabajo.

Su padre se puso en pie, tenía la piel cenicienta.

– ¿A quién has cabreado tanto para que haga una cosa así? Santo Dios, han matado a una completa extraña.

A Tess no le gustó nada la manera de formular la frase pero se mordió la lengua.

– No lo sé, papá. La policía ha investigado minuciosamente a todos los pacientes a quienes he examinado antes de que fueran a juicio.

– ¿Les has dado la lista de pacientes de la consulta?

– Sí, tienen la lista. Pero, para serte sincera, dudo que ninguno de mis pacientes sea capaz de concebir un plan tan enrevesado, y aunque lo concibieran, dudo que ninguno fuera lo bastante organizado para ponerlo en práctica. Me parece que nunca me he topado con una personalidad de este tipo. Acuéstate papá, tienes muy mal aspecto.

El hombre se sentó en la cama.

– No me encuentro muy bien -admitió-. Gina, ¿me alcanzas las pastillas?

Tess lo ayudó a recostarse en la cama y luego le subió las piernas.

– Descansa, papá. Tendré cuidado, te lo prometo. -Vito y ella entraron en la habitación contigua y Tess encorvó los hombros con desánimo-. Necesita volver a casa.

– No se irá hasta que tú también vayas -masculló Vito-. Tess, por favor, vuelve a casa. Por lo menos hasta que todo esto termine. En mi territorio podré protegerte.

Tess sacudió la cabeza.

– Aún no lo entiendes, Vito. Todo esto va contra mí. Si yo me voy a Filadelfia, él me seguirá y lo único que habremos conseguido será trasladar el problema a otra ciudad. Aidan y Murphy tienen unas cuantas pistas y confío en ellos. -Le frotó el brazo-. ¿Tú no?

Él se dejó caer en una silla.

– Me siento impotente. Pronto tendré que regresar al trabajo. De momento no he tenido problemas con lo del permiso, pero ya hace tres días que falto.

Tess posó la mejilla en su cabeza.

– Todo esto tiene que terminar pronto, Vito, antes de que muera alguien más.

El móvil que llevaba en el bolsillo sonó y Tess sintió un escalofrío de terror.

– No quiero contestar.

– Podría ser Reagan. Contesta.

Tess se sacó el teléfono del bolsillo. Era Amy.

– Hola.

– ¿Tess? Soy Amy. ¿Dónde estás?

De sentir escalofríos pasó a quedarse helada al oír el tono de Amy.

– Con Vito, en el hotel. ¿Por qué?

– Es el Eye . Te acusan de grabar los vídeos por voluntad propia, Tess. -Amy vaciló-. Sales en portada.

«Denise». Qué zorra.

– Denise vendió la noticia -masculló-. Juro por Dios que la… -Exhaló un suspiro-. ¿Es muy escandaloso?

– Sí, mucho. En… En la página dos sale otra imagen. Es la que te enviaron con la nota anónima, Tess. Lo siento.

La bilis se le había subido a la garganta y Tess le tendió a tientas el teléfono a Vito y se dejó caer en la cama, cabizbaja y con la mirada perdida. Oyó que Vito pedía explicaciones y que renegaba. Luego se arrodilló ante ella y le tomó las manos entre las suyas.

– ¿Qué puedo hacer? -le preguntó con voz queda y abatida.

Tess guardó silencio un rato mientras meditaba la respuesta.

– Te pediría que mataras a esa cerda, pero cometerías un delito.

Entonces tomó una decisión y se levantó con aire resuelto.

– Llévame al juzgado. Hay un abogado con quien quiero hablar.

Viernes, 17 de marzo, 7.30 horas.

«Así que ha pasado a la acción. No creía que tuviera agallas.» En la cafetería todo el mundo tenía la vista clavada en el programa y la simpatía por Ciccotelli iba en aumento. Sin embargo, todo el mundo decía que, si se la encontraba, cruzaría a la otra acera. Ahora le resultaría más difícil deshacerse incluso de extraños. Tal vez se hubiera acabado el jugar al gato y el ratón. Habían atado el último cabo suelto con eficacia.

Ya era hora de asestar el golpe de gracia. Y luego… el máximo placer.

El camarero se acercó con la cafetera llena.

– ¿Más café?

– Sí, por favor. Y tráigame la cuenta.

Viernes, 17 de marzo, 8.15 horas.

Por el aspecto de Blaine Connell se diría que llevaba días sin dormir. El representante sindical que lo acompañaba estaba sentado a su lado en la sala de reuniones de Spinnelli con aire arrogante y polémico. Spinnelli y Patrick se encontraban de pie en un extremo mientras que Aidan y Murphy ocupaban las otras sillas. El agente de Asuntos Internos, con su traje negro, se apostaba en una esquina, receloso y vigilante.

Murphy deslizó sobre la mesa la fotografía de Connell aceptando dinero de Lawe. Connell se puso tenso.

– Ya nos han preguntado sobre esto -soltó el representante sindical-. El agente Connell dice que no conoce a ese hombre. Esa fotografía es una evidente falsificación.

– Sabemos que se llama Destin Lawe -dijo Murphy en tono sereno-. Es investigador privado y está muerto.

Aidan observó que Connell relajaba un poco los hombros.

– ¿Te había amenazado, Blaine? -Los ojos de Connell emitieron un centelleo. Aidan sabía que tenía familia-. ¿Amenazó a Sandra o a los niños?

Otra vez el centelleo, esta vez más fuerte; Aidan suspiró.

– Blaine, eras un buen policía y aún puedes ser una buena persona. Hay diez personas que han muerto. Si Lawe había amenazado a tu familia, ya no podrá haceros nada. Ayúdanos, dinos dónde lo conociste. Necesitamos establecer la conexión entre el asesino y él, o morirá más gente.

Connell susurró algo al oído del representante sindical.

– Quiere la inmunidad -anunció el representante.

Patrick frunció el entrecejo.

– Dependerá de lo que haya hecho. No puedo concedérsela a ciegas.

El representante se puso en pie.

– Entonces hemos terminado. Vamos, Blaine.

Aidan empezó a colocar sobre la mesa las fotografías de los muertos.

– Arness, Hooper, Hughes, Malcolm y Gwen Seward, Winslow, Adams.

Connell se estremeció, pero siguió sentado con gesto resuelto.

El representante sindical le tiró del hombro.

– Vámonos, Blaine.

Aidan prosiguió.

– Todos eran personas inocentes. Mira, estos son los cómplices. A nuestro hombre no le gusta dejar cabos sueltos. David Bacon, Nicole Rivera y Destin Lawe. -Al ver el cuerpo achicharrado de Lawe, Connell palideció-. Ninguno de ellos nos dijo nada. Que sepamos, se mantuvieron fieles hasta el triste final. ¿Crees que tú te vas a librar? Si crees que Lawe representaba la mayor amenaza para tu esposa y tus hijos, piénsalo bien. Tú también eres un cabo suelto, Blaine.

«Vamos, Blaine.»

Connell se soltó del representante sindical.

– Vino a verme. Me pidió que le hiciera un favor, necesitaba unas cuantas fotos del escenario del crimen. Me dijo que le servirían para acabar con la medicucha que había dejado libre al asesino de Preston.

– La doctora Ciccotelli -dijo Murphy, y Connell asintió con un gesto brusco y amargo.

– La misma. Esa cabrona no tiene sangre en las venas.

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