Karen Rose - No te escondas

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Una mujer se suicida una gélida noche en Chicago.
Sin embargo, cuando el detective Aidan Reagan entra en el apartamento de la víctima, todas las evidencias muestran que ha sido un homicidio y apuntan a una sola persona: la psiquiatra Tess Ciccotelli.
Tess no puede evitar que Aidan la juzgue culpable antes siquiera de escucharla. Pero ella no puede facilitarle la información que la exculparía. Alguien ha atrapado a Tess en una red de desconfianza, engaños y traiciones. Y el cerco sobre ella se estrecha cada vez más.

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Ella apretó los dientes y sollozó.

– No puedo apartar de mi mente el rostro de esa chica… Sylvia Arness. Tendría que estar yendo a fiestas, asistiendo a clase. En cambio, está muerta.

Él le enjugó las húmedas mejillas con el pulgar.

– Porque un cabrón que está mal de la cabeza sabe que es la manera más rápida de hacerse contigo. Pero no le dejaremos ganar, Tess. -El sollozo se hizo más intenso y él la estrechó entre sus brazos, le acarició la espalda y, al intensificarse su llanto, la besó hasta que reparó en que la única forma de silenciarla era con la boca.

Le apartó la cabeza de su pecho y le cubrió la boca con la suya, con fuerza e insistencia. Durante unos segundos ella se resistió, luego se puso de rodillas y le devolvió el beso con intensidad y vehemencia mientras le acariciaba el pecho entrelazando los dedos con su vello. Jugueteó con sus pezones y le arrancó un gemido gutural.

Él se levantó de golpe y con un movimiento rápido la hizo ponerse en pie; quiso desabrocharle los botones de la camisa que llevaba puesta pero al no conseguir pasarlos por los ojales empezó a renegar, y al fin tiró de la prenda hasta que los botones saltaron y sus pechos llenaron las palmas de sus manos. Ella bajó las manos hasta su cintura y de pronto él notó que tenía los pantalones arrugados a la altura de los tobillos y se desprendió de ellos con sendas patadas. A continuación ella le quitó los calzoncillos y lo dejó desnudo salvo por la camisa que aún le cubría los hombros. Él se dispuso a quitársela, pero se detuvo, atónito, cuando ella encendió la luz.

Él le había alborotado el pelo al aferrarla, sus labios se habían hinchado al contacto con los de él y sus mejillas aparecían perladas por las lágrimas. Pero tenía la mirada ardiente y Aidan se estremeció.

– Anoche no te vi -dijo ella-. Hoy quiero verte.

Lo empujó hasta tenderlo en la cama y se colocó a horcajadas sobre su cintura, y cuando él trató de asirla se inclinó y le colocó las manos en la almohada, junto a la cabeza.

– No -le susurró-. Esta noche es mía. Déjame a mí.

Él, con el aire paralizado en los pulmones, asintió al comprender que necesitaba controlar la situación. Le habían destrozado la vida poco a poco hasta dejarla reducida a escombros. El momento era de ella.

Ella se deslizó sobre el pecho de él y lo fue besando de arriba abajo hasta que su espalda se arqueó en un acto reflejo. Entonces se detuvo; tan solo un suspiro separaba sus labios del palpitante pene y él gimió su nombre:

– Tess.

– Chis. Déjame. -Con las puntas de los dedos recorrió su longitud haciendo que se estremeciera-. Déjame. -Luego siguió el mismo recorrido con la lengua y él volvió a gemir.

– Por favor. -Aidan arqueó la espalda sin poder contenerse; suplicante-. Por favor.

Pero no pasó nada. Él se incorporó apoyándose en los codos y la miró. Lo estaba examinando con suma atención y una curiosa expresión analítica. Ella solo volvió la cabeza y lo miró a los ojos; el gesto de su boca era serio.

– Nunca había hecho esto.

Él se quedó helado.

«No pares. Por favor, no cambies de idea», pensó con desesperación.

Ella se humedeció los labios.

– Dime si algo no te gusta.

«Gracias a Dios.» Y fue lo último que pensó porque a continuación ella lo rodeó con sus labios ardientes, húmedos y sumamente agradables. Él cerró los ojos y se dejó llevar por las sensaciones. Se dejó llevar lejos de la cruda realidad hasta centrarse en lo único que importaba: aquella mujer y el inenarrable placer que lo hacía jadear, arquear más la espalda, con más fuerza. Le aferró la cabeza y empezó a movérsela para demostrarle cómo le gustaba que lo hiciera, y la soltó con un gemido al notar que ella seguía sin perder el ritmo.

Uno de los gemidos desató la pasión de ella. Le había proporcionado placer a él y había excitado el propio. Un estremecimiento y un cosquilleo le recorrían la piel, y el ardiente latido que notaba entre las piernas era imparable. Sentía deseo; no, lo que sentía era necesidad, una necesidad que nunca antes había experimentado. Nunca se había sentido así, nunca había recorrido ese frenético camino hacia la culminación ni había notado ese anhelo de sentirse plena. El sexo era simplemente algo que había practicado. Algo agradable pero no necesario.

En cambio, estar con ese hombre era una necesidad, y hacerlo gemir era más imperioso que dar la siguiente bocanada de aire. Por eso cambió de posición, ejerció más presión con los labios y lo rodeó suavemente con la palma de la mano.

Con un grito entrecortado el espléndido cuerpo de Aidan se arqueó y se quedó inmóvil, soportando su peso tan solo con los talones y la coronilla. Ella, complacida, sintiéndose poderosa y completamente mujer, lo soltó y lo tumbó sobre el colchón. Luego se colocó a horcajadas sobre él y cubrió su cuerpo de besos en sentido ascendente. Él le rodeó las nalgas con las manos y empezó a acariciarla con fuerza.

Al abrir los ojos la respiración de Tess se interrumpió.

– Deja que te tenga ahora -dijo él.

Y sin esperar respuesta se situó rodando encima de ella, y con un fuerte impulso la penetró, llenándola por completo. El grito de ella se mezcló con su gemido y él mantuvo la mirada fija en sus ojos igual que mantenía inmóvil su rígido cuerpo.

– No quería desearte -dijo susurrando mientras sus impulsos sincopaban sus palabras-. No quería que me importaras. Pero me importas, entiéndelo.

– Lo entiendo. -Ella arqueó la espalda y empezó a emitir sonidos de placer mientras él la besaba en la garganta. Entonces le rodeó con la boca la cicatriz y succionó con fuerza, y ella comprendió que quería dejar su propia marca sobre aquella que tanto le desagradaba. El acelerado corazón de Tess se encogió dolorosamente.

– Aidan.

El placer se había vuelto muy intenso, demasiado intenso. La sensación empezó a invadirla, sus músculos se contrajeron en torno a él, y él empezó a empujar con más fuerza, con más rapidez, mientras la tensión interna crecía más y más, y sus manos aferraban las de él con más y más fuerza. Y entonces sintió miedo. Miedo de no llegar y terror de lo que ocurriría si llegaba.

– Deja que ocurra -le susurró él al oído como si hubiera leído sus pensamientos-. Déjate llevar. Deja que te vea y que te sienta. Por favor, Tess.

– Aidan. -Lo que sonó fue un gemido, una súplica; y al fin, al fin, la exultación cuando la tensión se liberó de súbito y el fuego recorrió su cuerpo. Ella se convulsionó y gimió, apenas consciente de que él también había alcanzado su liberación con el cuerpo rígido y la cabeza echada hacia atrás en un éxtasis espasmódico totalmente silencioso.

Se dejó caer sobre ella; sus manos seguían unidas. Sus cuerpos seguían unidos. A ella le dolía el pecho, y la garganta. Había experimentado algo increíble que no había sentido en toda su vida.

– Ah.

Notó un movimiento en el pecho de él. Debía de haberse reído.

Permanecieron así lo que les pareció una eternidad hasta que él le soltó las manos, se apoyó sobre los codos y la miró con expresión seria.

– No tenía intención de que esto pasara así esta noche.

Ella se quedó perpleja.

– ¿Qué?

– Que no tenía intención de que fuera tan intenso, tan rápido. Tenía previsto seducirte poco a poco, pero después de lo que has hecho… No había alternativa.

Ella sonrió y le besó la barba incipiente del mentón.

– Supongo que he vuelto a ser de poca ayuda.

Él no sonrió.

– ¿Por qué lo has hecho?

– ¿Quieres decir…? Ya sabes. -No pudo terminar la frase, le ardían las mejillas y su mirada se desvió-. Debes de pensar que soy tonta por no atreverme a decirlo.

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