Craig Russell - Muerte en Hamburgo

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Muerte en Hamburgo: краткое содержание, описание и аннотация

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El detective Jan Fabel se encuentra ante el caso más sanguinario y macabro de su historia profesional. Los cadáveres de dos mujeres a las que han arrancado los pulmones y las notas desafiantes de alguien que firma como «Hijo de Sven» son las únicas pistas de un asesino cuya motivación va más allá de la ira, acercándose a una suerte de ritual donde lo sagrado y lo monstruoso se dan la mano para teñir de escarlata toda la ciudad. Mientras Fabel avanza en la investigación, va quedando claro que se trata de algo mucho más complejo que el trabajo de un simple psicópata.

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Un sonido. En algún lugar del negro abismo, algo emitió un ruido tan indefinido e imperceptible que no pudo identificarlo. Se quedó totalmente quieto y apuntó con la pistola en la dirección del sonido. Aguzó el oído. Nada. Fijó la mirada en aquella débil luz de la ventana y fue avanzando hacia ella. Al cambiar de vez en cuando su posición hacia un lado, podría identificar el lugar donde estaban las columnas, y entonces, al llegar a una, podría tantear con la mano para buscar el interruptor de la luz.

Lo escuchó otra vez. Un gemido. Quizá una voz ahogada.

– ¿Vitrenko?

Lo llamó de nuevo, pero esta vez había un deje de duda en su voz, como si no estuviera seguro de que Vitrenko, padre o hijo, fuera a responder. La respuesta llegó en forma de llanto débil y ahogado, como de alguien que está amordazado. Bruscamente, Fabel giró la cabeza en la dirección del sonido. Aguzó el oído todo lo que pudo, pero en aquel silencio tan solo podía oír el martilleo sordo de su propio pulso. Sujetó el arma con fuerza, consciente de que tenía las palmas de las manos, y también la cara, empapadas de sudor.

Ahora estaba cerca del despacho. Supuso que las escaleras se encontraban a tan sólo unos pasos. Llegó a otra columna y extendió la mano que tenía libre. Notó el relieve del conducto de cables que bajaba por el pilar. Deslizó la mano y encontró la caja cuadrada del interruptor. En silencio, Fabel respiró hondo y despacio; retrocedió y se alejó de la columna, alargando los brazos y con los dedos de la mano izquierda aún en el interruptor. De nuevo, aflojó y volvió a sujetar con fuerza la pistola, y se preparó para disparar a lo que fuera que estaba al acecho cuando encendiera las luces.

Fabel pulsó el interruptor, y una docena de fluorescentes dispuestos en filas empezaron a parpadear, como si fueran reacios a encenderse, e iluminaron una escena infernal.

La chica de cabellos dorados, que había estado tan llena de vida y energía, estaba ahora muerta, clavada a la pared del despacho. Su cuerpo desnudo y mutilado, y los pulmones arrancados de su cavidad, habían sido clavados como los de las víctimas que había visto en las fotografías tomadas hacía dos décadas en un país lejano. La sangre y las vísceras resplandecían como si fueran pintura reciente salpicada en la pared del gran despacho. Al perder la vida, la muchacha había perdido toda su humanidad. Fabel se esforzó en ver a la persona que había sido antes, en lugar de dejarse llevar por la impresión de que tan sólo era el cadáver retorcido y grotesco de un pájaro con cabeza de mujer. Apartó ese pensamiento, pues eso era exactamente lo que el asesino había querido suscitar. Luchó por recobrar el aliento y se tambaleó hacia atrás, apoyándose contra una columna. Desesperadamente, intentó no mirar, pero no podía apartar los ojos del cuadro macabro que tenía delante.

De nuevo, Fabel escuchó un gemido débil y ahogado. Como si fuera un sonámbulo que se despierta de repente, se volvió, pistola en mano, hacia donde provenía el sonido. El viejo ucraniano estaba de pie apoyado en la columna, de cara al horror de la pared del despacho. Estaba fuertemente atado con un alambre, cuyo lazo pasaba por encima y por detrás de su cabeza, para luego bajar y ajustarse con firmeza debajo de la mandíbula.

El alambre le había producido cortes profundos en la carne, y tenía la camiseta empapada de sangre roja, ennegrecida. Tenía la boca sellada con una cinta adhesiva ancha. Fabel advirtió que el eslavo aún estaba vivo y que sus ojos delirantes lo miraban. Se dio cuenta de algo que le revolvió el estómago: Vitrenko había obligado a su propio padre a mirar. Había repetido su misma historia y había obligado al pobre infeliz a presenciar cómo arrancaba los pulmones aún palpitantes del cuerpo de la chica. Se abalanzó hacia él y le agarró la cabeza con las manos. Esa mirada verde del eslavo se clavaba en la de Fabel con intensidad. Intentaba decirle algo.

– Espere…, espere… -dijo Fabel, examinando aquel enredo de alambres mortal, sin saber tan siquiera por dónde empezar a desatar al eslavo antes de que se desangrara-. Lo sacaré de aquí.

El ucraniano sacudió la cabeza violentamente, haciendo que el alambre se le introdujera aún más en la piel, y, bajo la cinta, emitió algo parecido a un grito. Fabel, sorprendido, se echó hacia atrás.

– Por el amor de dios, no se mueva… -Enfundó el arma y empezó a despegarle la cinta de la boca. El ucraniano reaccionó otra vez con violencia, inclinando bruscamente la cabeza hacia un lado y hacia abajo. Fabel siguió la dirección de sus ojos verdes.

Entonces lo vio.

Al lado de los tobillos del viejo, atado a la columna con una correa, había un disco grueso de metal que reconoció como una especie de carga antitanque. Sujetado a la mina con una abrazadera, se encontraba un mecanismo eléctrico negro del tamaño de un puño, con una luz verde que parpadeaba. El miedo sobrecogió a Fabel al darse cuenta de que los dos cables gruesos que salían del mecanismo eran los mismos que ataban al ucraniano a la columna. Todo su cuerpo estaba listo para hacer explosión. Y la luz verde que centelleaba indicaba la presencia de algún temporizador. Una vez más, el hombre atado empezó a hacer gestos insistentes con la cabeza y los ojos, como si quisiera empujarlo hacia la puerta del almacén.

Fabel apenas podía hablar.

– No puedo… No puedo dejarlo aquí…

Algo parecido a la calma se asomó a los ojos verdes del ucraniano, y junto a ella, una resignación convencida y silenciosa. Cerró los ojos e hizo un ligero movimiento con la cabeza, un gesto de liberación: liberaba a Fabel de toda obligación, de la muerte; y él mismo se liberaba de una vida turbulenta.

– Pediré ayuda… -dijo Fabel, aunque ambos sabían que ya no había remedio para el ucraniano. Retrocedió, sin apartar los ojos de los del eslavo, y acto seguido se dio la vuelta y aligeró el paso hasta que echó a correr, cruzando rápidamente la gran extensión vacía hacia la puerta, hacia la vida.

Fabel salió despedido a la acera, al exterior del edificio, con tanta fuerza que habría caído de cabeza al canal de no haber sido por la valla contra la que se estrelló. Sus pies resbalaron y rozaron el adoquín mientras corría hacia el almacén de al lado. Se sentó en el suelo, con la espalda pegada a la pared enladrillada, preparado para lo que sabía que iba a suceder. Y sucedió.

Oyó un estruendo ensordecedor desde el interior del almacén, como si un puño gigante hubiera golpeado el edificio, y sintió la onda expansiva a través de la pared y el suelo bajo sus pies. La explosión arrancó del marco la pesada puerta del almacén, y las ventanas del segundo piso estallaron lanzando una lluvia de partículas centelleantes. Fabel se echó al suelo, se cubrió la cabeza con los brazos y se llevó las rodillas al pecho, adoptando una postura fetal. Una llamarada ondulante blanca y roja irrumpió brillante a través de la puerta y de las ventanas hechas añicos y volvió después al interior, como si fuera una bestia salvaje que, gruñendo, vuelve a su guarida. El aire estaba cargado del polvo asfixiante de los ladrillos, del humo y de la mugre. Después de la inusitada violencia de la explosión, parecía como si el mundo se hubiera callado y paralizado de repente. Entonces, las alarmas de todos los almacenes contiguos empezaron a sonar o a zumbar en señal de emergencia leve. Fabel se apartó y se quedó sentado durante lo que le pareció una eternidad. Cerró los ojos con fuerza, pero no logró apagar el fuego de los ojos verdes del anciano que ardía en su mente. Los ojos de aquel hombre cuya mirada se había clavado en la de Fabel a medida que la presión alrededor de su cuello hacía que perdiera el conocimiento en casa de Angelika Blüm. Los mismos ojos verdes que habían liberado a Fabel de toda obligación de quedarse con él. Los mismos ojos de padre que, hacía casi dos décadas, habían visto el horror de la obra de su propia carne y sangre.

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