– Lo entiendo -dijo Fabel. Mahmoot colgó.
Llamó a Gabi. Fue la típica conversación corta y animada que solía tener con su hija. Tenían una jerga especial que consistía en condensar los párrafos de sus historias y los significados en tan sólo unas palabras. A Fabel le preocupaba que este caso siguiera robándole gran parte del tiempo, pero quería que fuera a verlo. Ella le dijo que no se preocupara si tenía que trabajar. El tiempo que pasaba con su hija era más valioso que el oro, y apreciaba cada oportunidad para estar con ella. La misma economía que usaban para las palabras les permitía condensar un gran valor en muy poco tiempo.
Después de colgar, se dio cuenta de que no había comido. Fue a la cocina y se preparó una ensalada y un café solo demasiado fuerte. Mientras preparaba la cena, empezó a marcar el número de Lex; pero colgó antes del primer tono porque cayó en la cuenta de que, posiblemente, aún estaría entretenido en la cocina o en el comedor. Decidió llamar a Susanne. Se mostró horrorizada al escuchar el relato de los hechos sucedidos en el Speicherstadt e insistió en ir a su casa de inmediato; pero él la disuadió, explicándole que tenía que volver al Prásidium para asistir a una reunión sobre el caso. Estaba bastante alterada y preocupada, pero cuando Fabel le comentó su idea de pasar un tiempo juntos en Sylt, su voz se relajó.
– Me encantaría, Jan. Y creo que sería una idea excelente para los dos. Estoy preocupada por el precio psicológico que vas a tener que pagar por todo este horror.
«Yo también», pensó Fabel.
Después de hablar con Susanne, se comió la ensalada sin entusiasmo, se preparó otro café y fue al salón. Encendió la luz y se sentó en el sofá, observando su propio reflejo en los cristales de la ventana. Suspiró profundamente y miró la hora. Necesitaba aliviar la gran tensión acumulada en el cuello y los hombros antes de volver al Präsidium. Se inclinó hacia la mesa de café y cogió el diccionario de apellidos ingleses que Otto le había regalado. Soltó una risita. Sólo Otto podía saber que Fabel encontraba paz en los volúmenes de etimología inglesa o alemana. Le encantaban las obras de referencia. Eran océanos en los que se podía navegar sin rumbo; en un principio buscando cierto conocimiento, y luego desviándose en otra dirección siempre tangencial, pero igualmente seductora. Por pasar el rato, empezó por su apellido. Sabía que «Fabel», además de en Alemania, también se encontraba en Dinamarca y en los Países Bajos. Se desilusionó un poco al no encontrarlo listado entre los apellidos de las islas Británicas. Se devanó los sesos en busca de apellidos británicos que hubiera oído recientemente. Hubo uno que se le ocurrió al instante porque estaba relacionado con el caso. Fue pasando las páginas hasta que encontró la prolija sección dedicada a los apellidos que empezaban por «Mc» y «Mac», que predominaban en Irlanda y Escocia.
Encontró la entrada de «MacSwain».
Fabel se quedó de piedra. La taza de café se quedó suspendida a medio camino entre el platillo y sus labios. El silencio era sepulcral. Entre latidos, se vio atrapado en aquel momento, con la sangre congelada en sus venas. Entonces se rompió el encantamiento. Colocó la taza de café sobre el plato con decisión, derramando un remolino de líquido negro y viscoso. Se había puesto de pie y ya estaba cruzando la habitación antes de darse cuenta de que ya no estaba sentado. Aún tenía el libro abierto en la mano izquierda y los ojos fijos en la entrada. Su mano derecha encontró el inalámbrico y pulsó una única tecla, que marcaba automáticamente el número de teléfono de la Mordkommission.
– Mierda, mierda… -murmuró Fabel, ya que el tono de llamada parecía no tener fin. Fue Maria quien cogió el teléfono. Fabel ni siquiera se identificó.
– Maria, Anna tenía razón… Dios mío, estábamos equivocados del todo. Es MacSwain. MacSwain es el Hijo de Sven.
Maria parecía confundida y poco convencida, pero Fabel disipó su incredulidad con un torrente de palabras.
– Nos ha estado diciendo desde el principio quién era. Y no lo vimos. Nos lo ha pasado por las narices en cada mensaje de correo electrónico. ¿Aún tenemos un equipo vigilando a MacSwain?
– Sí, al menos hay un agente ahora mismo. Está delante de su apartamento.
– ¡Que alguien vaya allí de inmediato! Diles que esperen hasta que lleguemos, a menos que MacSwain intente escapar, en cuyo caso quiero que lo detengan bajo el cargo de sospechoso de asesinato. Que todo el mundo vaya a la sala de investigación. Y dile al abogado de Eitel que voy a hablar con Norbert dentro de diez minutos, esté él presente o no. Os veré allí dentro de quince minutos.
S á bado, 21 de junio. 21:00 h
Eimsbüttel (Hamburgo)
Anna se sumergió en el lago tibio, oscuro y profundo de un sueño tranquilo. Cuando regresó a su apartamento desde el Prásidium, no esperaba poder dormir: se sentía exhausta, y las escenas de la velada con MacSwain le pasaban ante los ojos como secuencias dispares, como si cambiara los canales de televisión al azar. El cansancio había entorpecido los dedos de Anna y había hecho que sintiera los brazos y las piernas como si fueran de plomo mientras llevaba a cabo las tareas que se interponían entre ella y el sueño. Le había dado de comer a Mausi, su gato atigrado, se había desmaquillado y se había metido en la cama.
Cuando se despertó, eran casi las cinco de la tarde, y Mausi estaba sentado al pie de la cama, mirándola con arrogancia e indiferencia. Ya no sentía la pesadez en las extremidades, pero una franja de dolor se había instalado ahora en su cabeza mientras dormía. Se levantó y se tomó dos codeínas antes de sumergirse en un baño tibio. Yacía inmóvil, con una toallita sobre los ojos, y dejó que el agua que la envolvía le pusiera la carne de gallina. El silencio que reinaba en el lavabo era casi perfecto, roto tan sólo por el sonido del agua al moverse y por el momento en que gritó «¡ Mausi! » en el tono más severo que pudo, y sin quitarse la toallita de los ojos, al oír ruido en la cocina.
Anna se examinó las yemas de los dedos, arrugadas y blanquecinas, y se levantó sin ganas de la bañera. Se secó el cuerpo y el pelo con la toalla y se dirigió a la cocina, donde vio a Mausi sentado en una esquina, con un aire de inusitada timidez.
– ¿Qué has hecho, Spitztube?
Anna miró la cocina en busca de las pruebas del crimen felino. Abrió de par en par la ventana de la cocina por la que Mausi accedía al pequeño balcón, y el gato salió de un brinco. Se encogió de hombros y fue a la nevera a por agua fría, que bebió a pequeños sorbos. Volvió a la habitación y acababa de vestirse cuando oyó que alguien llamaba a la puerta. Debía de ser algún vecino, porque los visitantes solían usar el portero electrónico. Antes de abrir la puerta, supo que sería Frau Kreuzer, la anciana que vivía en el piso de arriba. Como sabía a qué se dedicaba, la mujer solía ir a contarle historias sobre personajes sospechosos que había visto en el supermercado del barrio, en la biblioteca o merodeando por la calle del edificio. Anna siempre la escuchaba con paciencia, le ofrecía una taza de té verde y dejaba que desviara el tema de su supuesto interés por el bien comunitario hacia la cháchara y el cotilleo general. Era consciente de que las inquietudes de la anciana eran tan sólo una treta para crear un oasis de compañía en el desierto solitario de sus días, pero no le importaba. Sin embargo, hoy podría apañárselas sin aquella distracción. De hecho, a pesar de haber dormido durante tanto rato, al ir hacia la puerta se sintió muy mareada.
– Buenas tardes, Frau Kreuz… -empezó a decir Anna mientras abría la puerta. Le pareció que se le paraba el corazón y se le congelaba la voz al mismo tiempo al encontrarse el fuego verde y frío de la mirada de John MacSwain.
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