Craig Russell - Muerte en Hamburgo

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Muerte en Hamburgo: краткое содержание, описание и аннотация

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El detective Jan Fabel se encuentra ante el caso más sanguinario y macabro de su historia profesional. Los cadáveres de dos mujeres a las que han arrancado los pulmones y las notas desafiantes de alguien que firma como «Hijo de Sven» son las únicas pistas de un asesino cuya motivación va más allá de la ira, acercándose a una suerte de ritual donde lo sagrado y lo monstruoso se dan la mano para teñir de escarlata toda la ciudad. Mientras Fabel avanza en la investigación, va quedando claro que se trata de algo mucho más complejo que el trabajo de un simple psicópata.

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– Nos estamos agarrando a un clavo ardiendo, jefe -dijo Maria.

– Tienes razón -dijo Fabel en tono grave-. Vamos a ver al Eitel número dos.

Esta vez, cuando Fabel entró en la sala de interrogatorios, lo hizo sin decir nada y ocupó un lugar en la pared del fondo. Maria se colocó a su lado. La intención era señalar que era un observador del interrogatorio, no un participante, pero también inquietar a Norbert Eitel. Después de todo, ¿por qué un policía de homicidios estaría interesado en una investigación por fraude?

Otro abogado con otro traje caro estaba sentado junto a Norbert Eitel. Los dos Kommissars de delitos empresariales revisaban una copia de la hoja de transacciones. Al cabo de diez minutos, Fabel se acercó a uno de los agentes y le susurró algo al oído. El policía asintió con la cabeza, y dejaron su sitio a Fabel y Maria.

– Gracias, chicos… -dijo Fabel-. Será sólo un momento.

Norbert puso cara de sufrida indulgencia cuando Fabel le preguntó una vez más sobre la conexión con los Sturchak. Sin embargo, esta vez no logró provocar en Norbert más que una impaciencia irritada.

– Esto no nos lleva a ninguna parte -dijo el asesor de Norbert. Y Fabel no pudo evitar estar más de acuerdo con él. No tenía absolutamente nada sobre el padre o el hijo con lo que poder sacarles información sobre Vitrenko. Fabel se puso en pie e indicó con un gesto de la cabeza a los dos agentes antifraude que podían reanudar su interrogatorio. Fue entonces cuando Norbert Eitel sonrió en señal de victoria. Olvidó su actitud desinteresada y se levantó, con una mueca de odio y desprecio en el rostro. Clavó en el pecho de Fabel el dedo índice de la mano izquierda.

– Voy a acabar con usted, Fabel. -Norbert habló apretando los dientes-. Esto no va a quedar así. -Volvió a clavar el dedo en el pecho de Fabel, dándole un empujón adicional como si apartara de sí algo despreciable. Fabel alzó la mano con rapidez y agarró la muñeca de Norbert.

– No me toque.

Norbert intentó soltarse, pero Fabel le sujetaba la mano con fuerza. El policía bajó la vista y se dispuso a devolverle la mano a Norbert empujándola contra su pecho. Pero en lugar de eso, se quedó paralizado. Fabel se quedó mirando perplejo el puño cerrado de Norbert, y éste intentó zafarse de nuevo. Y de nuevo, sólo se movió de un lado a otro como si estuvieran echando un minipulso. Fabel agarró con más fuerza la muñeca de Norbert, y el puño se volvió rojo intenso. Levantó la vista del puño y miró a Norbert a los ojos. Sonrió con frialdad y malevolencia.

– Le tengo -dijo Fabel, y su voz destilaba un triunfo sereno y amargo-. Ya le tengo.

Los ojos de Norbert Eitel examinaron el rostro de Fabel para entender qué quería decir. Fabel se permitió mirar otra vez. Allí estaba, en el dorso de la mano izquierda de Norbert Eitel. Una cicatriz. O más bien dos cicatrices que se cruzaban para formar el dibujo de una espoleta ligeramente deformada. Como había descrito Michaela Palmer.

Fabel consiguió borrar la sonrisa de sus labios antes de abrir la puerta de la sala de interrogatorios número uno. No entró; sólo se asomó. Wolfgang Eitel, Waalkes y los dos agentes de delitos empresariales detuvieron su intercambio de palabras y se volvieron hacia la puerta, como sorprendidos por los faros de un vehículo que se aproximara.

– Sólo quería hacerle saber que, en lo que a mí respecta, es libre de marcharse cuando estos caballeros acaben su interrogatorio. -Un gesto de triunfo frío y malicioso iluminó el rostro de Wolfgang Eitel. Fabel se dispuso a marcharse, pero entonces se detuvo en seco y volvió a asomarse, como si acabara de ocurrírsele de repente un detalle secundario-. Ah, por cierto, su hijo Norbert está acusado de violación e intento de asesinato y es sospechoso de complicidad en un asesinato.

Fabel cerró la puerta y permitió que la sonrisa regresara a sus labios mientras oía el estallido de voces en la sala de interrogatorios.

Había recorrido medio pasillo cuando Paul Lindemann se le acercó corriendo.

– Jefe, acabo de hablar con Werner por teléfono. Quiere que vayas a Harburg. Ha encontrado a Hansi Kraus. Muerto.

S á bado, 21 de junio. 15:30 h

Harburg (Hamburgo)

A lo largo de sus veinte años como policía, la mayoría de los cuales habían sido en la Mordkommission, Fabel había visitado muchas escenas de muerte. Era algo a lo que uno se acostumbraba o no. Él nunca se había habituado a familiarizarse con la muerte. Cada escena nueva dejaba su propia cicatriz diminuta en algún lugar muy dentro de él. A diferencia de sus compañeros, jamás había sido capaz de separar la humanidad del cadáver; el espíritu, de la carne.

La variedad de disfraces de la muerte es muy imaginativa. Cada uno encierra su propia repugnancia, y Fabel los había visto casi todos. Estaban los horrendos: el cuerpo sacado del Elba después de pasar un mes entre anguilas, o el retablo sangriento que este último asesino diseñaba para él. Estaban los extraños: los juegos sexuales que acababan mal, o la elección insólita del arma homicida. Estaban los surrealistas: el traficante de drogas a quien pegaban un tiro en la nuca mientras comía en la mesa de la cocina y que, una vez muerto, seguía sentado muy erguido, con el tenedor aún en la mano apoyada sobre la mesa, como si descansara entre bocado y bocado, y con el plato salpicado de fragmentos de hueso, cerebro y de sangre. Luego estaban los patéticos: aquellos en los que las víctimas habían intentado huir de una muerte inevitable escondiéndose tras una cortina o debajo de la cama en un intento desesperado por ocultarse de sus asesinos; con el cuerpo en posición fetal, abrazándose y empequeñeciéndose.

El fallecimiento de Hansi Kraus estaba a medio camino entre lo patético y lo sórdido. La habitación pequeña y mugrienta en la que había dejado este mundo no podía ser más desagradable. La pintura, las paredes, todas las superficies del cuarto e incluso la solitaria bombilla que colgaba tristemente del techo estaban cubiertas de polvo grasiento. A pesar de que Werner había abierto la única ventana del cuarto, un hedor viciado flotaba en el aire como un espíritu maligno que se resistiera a un exorcismo.

Hansi, que ya no podía sentir ni frío ni calor, yacía con el grueso abrigo medio tapándole las piernas. Tenía los ojos abiertos, los globos oculares hundidos en las cuencas de su cara de calavera. Fabel pensó con amargura que la descomposición había comenzado por la cabeza, gracias a que Hansi había participado activamente en reducir su cuerpo a un esqueleto. Tenía subida hasta la mitad del magro bíceps izquierdo la manga de una camisa que en su día tuvo algún diseño. Aún tenía atada, aunque floja, una goma a modo de torniquete justo por encima del codo, y se veía una punción reciente en el antebrazo, perceptible entre otras marcas horribles, el mapa de una década de viajes por una fuerte adicción. En la flácida mano derecha, Hansi sostenía una jeringuilla vacía.

«Buen intento», pensó Fabel. Inspeccionó la sórdida escena. Muy buen intento. Era un asesinato disfrazado de muerte por sobredosis que pasaría a engrosar las estadísticas rápidamente y sin hacer ruido. Era la clase de muerte anónima y nada sorprendente que recibiría un tratamiento oficial rutinario por parte de la policía: otro yonqui que al final lograba matarse con una sobredosis. Sólo que este yonqui tenía una historia que contar y alguien le había silenciado antes de que pudiera hacerlo.

– ¿Ya has avisado a la policía local?

Werner negó con la cabeza.

– Primero quería que lo vieras. Muy oportuno, ¿verdad?

– Y una coincidencia enorme. Quiero que se encargue el equipo de Holger Brauner. Informa a la Polizeidirektion local, pero diles que lo estamos tratando como posible asesinato. -Fabel volvió a mirar a Hansi. De nuevo, no pudo evitar ver más allá del cadáver, del yonqui, al hijo de alguien, a una persona que un día debió de tener sueños, esperanzas y ambiciones.

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