Craig Russell - Muerte en Hamburgo

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El detective Jan Fabel se encuentra ante el caso más sanguinario y macabro de su historia profesional. Los cadáveres de dos mujeres a las que han arrancado los pulmones y las notas desafiantes de alguien que firma como «Hijo de Sven» son las únicas pistas de un asesino cuya motivación va más allá de la ira, acercándose a una suerte de ritual donde lo sagrado y lo monstruoso se dan la mano para teñir de escarlata toda la ciudad. Mientras Fabel avanza en la investigación, va quedando claro que se trata de algo mucho más complejo que el trabajo de un simple psicópata.

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Fabel sonrió.

– Sólo una sospecha… y un farol. Veamos al menos si puedo picarles un poco. Primero lo intentaremos con el padre.

La escena era la que cabía esperar en una sala de interrogatorios. Cuatro hombres, dos a cada lado de la mesa. Un hombre de pie, con los brazos extendidos y apoyados sobre la mesa, miraba al que tenía delante, quien, a su vez, con aire de desafío, intentaba transmitir que no le intimidaba el acoso del otro. Sin embargo, había algo que no encajaba en la imagen. Eran los policías que estaban sentados a la sombra de Wolfgang Eitel. Fabel advirtió que a lo largo de toda la entrevista, la balanza psicológica se había ido inclinando lenta, hábil y decididamente a favor de Eitel. Se dio cuenta de que tenía que dar un golpecito rápido al platillo.

– ¡Siéntese! -dijo Fabel al entrar en la sala.

Eitel se puso derecho irguiendo toda la longitud considerable de su cuerpo y miró a Fabel alzando la nariz aguileña.

– Deje ya esa pose aristocrática, Eitel. -La voz de Fabel estaba llena de desprecio-. Todos sabemos que es hijo de un campesino bávaro. Es fácil mirar a la gente por encima del hombro cuando te has pasado media infancia metido entre la mierda de los cerdos. ¡He dicho que se siente!

A Fabel le sorprendió que el asesor legal de Eitel fuera Waalkes, el jefe de asuntos jurídicos del Grupo Eitel. El abogado se enfureció y se puso en pie de un salto.

– Usted no puede… No puede… -Las palabras se le encallaron por la indignación-. Esto es intolerable. No voy a permitir que le hable así a mi cliente. Es insultante…

Eitel sonrió de manera cómplice y le indicó a Waalkes que se sentara, y éste le obedeció. Fue como ver a un pastor dirigiendo en silencio a su perro.

– No pasa nada, Wilfried. Creo que Herr Fabel intenta alterarnos a propósito.

Dichas estas palabras, Eitel volvió a ocupar su asiento. Markmann indicó con un movimiento de cabeza a los dos agentes que llevaban el interrogatorio que se marcharan, y él y Fabel ocuparon su lugar.

– Vaya, cambio de equipo -dijo Eitel-. Ahora merezco un interrogador de rango superior.

– Lo cual, Herr Fabel -dijo Waalkes-, sugiere que cada vez está más desesperado por encontrar alguna razón para seguir acosando a mi cliente. -Otro gesto de la mano de Eitel silenció una vez más a Waalkes.

– No me dejo intimidar con facilidad -dijo Eitel, echando de nuevo la cabeza hacia atrás y sacando todo el provecho de su mayor estatura, incluso sentado-. Cuando acabó la guerra, todos probaron sus técnicas. Los norteamericanos eran groseros y directos: también recurrían mucho al insulto y la amenaza. Los británicos eran en general más sutiles y profesionales: indefectiblemente corteses, pero infatigables e implacables. Hacían que te sintieras respetado, incluso admirado, mientras intentaban que les dieras lo suficiente para colgarte. Como puede ver, Fabel, ninguno lo consiguió.

Pareció como si Fabel no hubiera oído nada de lo que había dicho Eitel. Levantó el teléfono y marcó el número de extensión de Maria. Cuando ésta contestó, le pidió que le llevara los archivos del FBI y demás a la sala de interrogatorios. Luego se quedó sentado en silencio. Waalkes abrió la boca para protestar.

– Cállese -dijo Fabel, con tranquilidad y sin ira.

– Ya está -dijo Waalkes, y volvió a ponerse de pie-. Nos vamos.

– ¡Siéntate! -ladró Eitel-. ¿Es que no ves que Herr Fabel intenta provocar alguna clase de incidente?

Cuando Maria llegó con los archivos, el ambiente en la sala silenciosa estaba cargado de electricidad.

– Maria -dijo Fabel en tono alegre-, ¿por qué no te unes a nosotros?

Maria acercó una silla que estaba junto a la puerta y la colocó al final de la mesa de interrogatorios. Eso suponía una invasión del territorio neutral que hizo que Waalkes chasqueara la lengua y ladeara la silla un poco hacia Eitel. Fabel vio que el hecho de que Waalkes cediera un centímetro de terreno enfurecía a su cliente.

– ¿Podemos empezar ya? -dijo Waalkes-. ¿O quiere invitar al resto de su departamento?

Fabel no le hizo caso. Le cogió la carpeta a Maria, la abrió y habló sin alzar la vista.

– Herr Eitel…, hace usted negocios con la mafia de Odesa, como la llaman nuestros amigos norteamericanos, ¿verdad?

Waalkes fue a hablar. Eitel hizo otro movimiento con la mano.

– No tengo ningún contacto con ningún tipo de mafia, Herr Fabel. -Su voz era tranquila y serena, pero tenía un tono amenazador-. Y le sugiero que tenga un poco más de cuidado con sus acusaciones.

– ¿Tiene usted negocios con John Sturchak?

– Pues sí, los tengo, igual que los tenía con su padre, de lo cual estoy muy orgulloso.

Fabel levantó la vista del expediente.

– Pero Sturchak es una especie de padrino, una especie de jefe… -Fingió esforzarse por recordar la palabra.

Pakhan -dijo Maria, sin dejar de mirar a Eitel.

– Sí; una especie de Pakhan importante. ¿No es así? Alguien que se dedica al fraude, a clonar teléfonos móviles, a la prostitución y al tráfico de drogas…

La mirada de Eitel se endureció y en su voz apareció ahora un tono gélido.

– Eso es una calumnia. Es una calumnia injustificada, infundada, difamatoria y no contrastada contra un hombre de negocios respetable.

Fabel sonrió. Había conseguido su objetivo: sacar de quicio n Eitel.

– Venga ya. John Sturchak sólo es un estafador ruso, igual que su padre.

A Eitel se le encendieron las mejillas; el fuego le subió hasta las sienes.

– Roman Sturchak fue un soldado valiente y un genio militar. Y un verdadero patriota ucraniano, añadiría. No voy a permitir que alguien… -Eitel adoptó un aire despectivo: el tipo de cara que pone alguien cuando aparta algo nocivo y maloliente de su cuerpo- que alguien como usted le difame.

Fabel se encogió de hombros con tanta indiferencia como pudo.

– Venga ya. Roman Struchak era un mercenario de los nazis. Mató a sus propios compatriotas a instancias de una panda de gánsteres de Berlín.

Era como si Eitel estuviera agarrándose a una cuerda, intentando refrenar airadamente la ira que crecía en su interior.

– Roman Sturchak luchó por su país. Lo único que le preocupaba era liberar Ucrania de Stalin y sus secuaces. Era un guerrero de la libertad y un hombre mejor de lo que usted pueda soñar ser algún día.

– ¿En serio? ¿Y cómo mide esa calidad? ¿Por el número de compatriotas a los que asesinó? ¿O por la cantidad de dinero sucio que ha amasado en Estados Unidos gracias al fraude y la corrupción? No, tiene razón. Creo que nunca podré aspirar a ser un Roman Sturchak.

Eitel comenzó a levantarse de su asiento. Fue entonces cuando Waalkes empezó a ganarse el sueldo.

– Herr Fabel, lo único que está consiguiendo es enfadar a mi cliente. No voy permitir este acoso ni un segundo más. A menos que tenga preguntas específicas relacionadas con irregularidades financieras, doy por terminado el interrogatorio.

– Creo que su cliente está blanqueando dinero para las mafias rusa y ucraniana, seguramente a través de empresas falsas que monta con John Sturchak. -Mientras hablaba, Fabel notó que Markmann se ponía tenso. Sabía que estaba mostrando las cartas. Y no llevaba una mano ganadora-. Pero hay otros delitos, más graves incluso, que tenemos que tratar.

– ¿Como cuáles? -Eitel había recobrado la compostura.

Fabel vio que el anciano se daba cuenta de que se estaba marcando un farol.

– Ya volveremos a eso. Mientras tanto, voy a dejarle en manos de Herr Markmann. -Fabel se puso de pie, y Maria hizo lo mismo-. Volveré dentro de un momento, y hasta entonces se quedará aquí.

Al salir, Fabel hizo un gesto con la cabeza a los dos detectives de delitos económicos y empresariales, que volvieron a unirse a Markmann en la sala de interrogatorios.

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