Fabel se acercó al pequeño grupo.
– ¿Frau Menzel?
La mujer se volvió hacia Fabel.
– ¿Sí? -Los labios delgados dibujaron una sonrisa educada.
– ¿Podría hablar con usted un momento? -Fabel le mostró su placa oval de la Kriminalpolizei. La sonrisa desapareció.
– Comienzo a estar cansada de todo esto. Casi todos los cuerpos de seguridad de Alemania han venido a visitarme desde que me soltaron. Esto empieza a parecer acoso.
– La verdad es que no se trata de un asunto oficial…
– ¿No? En ese caso, creo que no debería hablar con usted. -Menzel se dio la vuelta.
– Frau Menzel -dijo Fabel-, soy el Kriminalhauptkommissar Jan Fabel. Soy el agente de policía que participó en el tiroteo de 1983 en el muelle…
Menzel siguió dándole la espalda a Fabel durante un momento.
– ¿Usted mató a Gisela?
– No tuve elección. Ya me había disparado una vez e iba a dispararme de nuevo. Le supliqué que no lo hiciera, pero… -La voz de Fabel se apagó.
– Era una cría. -Menzel se volvió para mirarlo.
– No me dio opción. Había matado a mi compañero y a mí ya me había herido -dijo Fabel sin resentimiento-. Le dije que soltara el arma, pero volvió a apuntarme.
Mientras hablaba, Fabel vio una vez más a Gisela Frohm, al final del muelle. El arma reluciente colgaba de la mano de aquella chica delgaducha, como un peso en una cuerda, y entonces la levantó para dispararle. Fabel le pegó dos tiros. En la cara. Recordó el pelo rosa de punta cuando su cabeza rebotó hacia atrás y la chica cayó al agua. Había sido el peor día de su carrera. De su vida. Y no lo olvidaría jamás.
Marlies Menzel observó a Fabel. No era una mirada hostil. Le pareció que estaba pensando en lo que le había dicho. Se volvió hacia los dos asistentes que la ayudaban a colgar el cuadro.
– Voy a salir un momento. Después colgamos el resto. -Luego se volvió hacia Fabel-. Creo que deberíamos hablar en otro sitio.
El café desembocaba justo en la Katharinenstrasse. Una barra muy pulida ocupaba todo el largo del local. El personal de detrás del mostrador colocaba sin parar bandejas con teteras o cafeteras blancas y tazas sobre la barra. El ambiente olía a café recién molido. Los camareros, vestidos con pantalón y chaleco negros y delantales blancos atados a la cintura, cogían las bandejas y las llevaban a las mesas de los clientes. La mecánica del servicio tenía un ritmo reconfortante.
Fabel y Marlies Menzel eligieron una mesa junto a la venta. Menzel se sentó de espaldas a los paneles de roble, y Fabel se sentó delante de ella, mirando a la calle que subía hacia Marktplatz. La mujer sacó un paquete de cigarrillos franceses, y después de pensárselo un momento, le ofreció uno a Fabel.
– No, gracias. No fumo.
Ella sonrió y encendió un cigarrillo. Dio una larga calada, echó la cabeza hacia arriba y hacia un lado y sacó el humo, torciendo un poco la boca para asegurarse de que no le llegaba a Fabel.
– Cogí el hábito de fumar en la cárcel -dijo. Había amargura en su voz-. ¿Qué puedo hacer por usted, Herr Fabel?
Un camarero se acercó a la mesa antes de que Fabel pudiera contestar. Pidió un Kannchen de té, y Menzel, un café solo.
– Quería preguntarle por sus cuadros -dijo Fabel, cuando el camarero se marchó.
Menzel sonrió.
– ¿Un policía amante del arte? ¿O es que he violado alguna ordenanza cívica relativa al tamaño de los lienzos?
Fabel le habló a Menzel de los homicidios y le dijo que llamaba la atención lo mucho que sus lienzos recordaban a las escenas de los asesinatos. Le preguntó si se había enterado de la muerte de Angelika Blüm. Sí, se había enterado. Lo había leído en la prensa.
– ¿Cuándo vio a Frau Blüm por última vez?
– No la he visto desde que me encarcelaron. Trabajamos juntas en una revista en los años setenta. Se llamaba Zeitgeist. Entonces pensamos que era un nombre ingenioso, pero mirándolo ahora, parece muy predecible. ¿Por qué lo pregunta? ¿Soy sospechosa porque mis cuadros le recuerdan a…? -Frunció el ceño como si se hubiera dado cuenta de la transcendencia de lo que había dicho-. Pobre Angelika…
– No, Frau Blüm, no es usted sospechosa -dijo Fabel, sin revelarle que ya había pedido a Maria que comprobara dónde estaba Menzel los días de los asesinatos. Cuando asesinaron a Ursula Kastner, aún estaba en la cárcel, y cuando mataron a Blüm, estaba en una recepción en una galería-. Es sólo que hay una similitud inquietante entre lo que pinta y las escenas de las muertes. Seguramente sólo sea una mera coincidencia, pero existe la posibilidad de que el asesino haya visto sus cuadros y los esté emulando. Es bastante habitual que los asesinos en serie coloquen a sus víctimas en una posición especial. Esta vez, puede que tengamos un caso de vida que imita al arte.
– O más bien de muerte que imita al arte. -Menzel dio otra calada larga a su cigarrillo. Fabel advirtió las manchas de nicotina amarillentas en sus dedos-. Qué horror -dijo.
El camarero llegó con el té y el café.
– ¿Ha recibido cartas, bueno, raras, que hagan referencia a sus obras? ¿Mensajes de correo electrónico, en concreto? -le preguntó Fabel.
Menzel se encogió de hombros.
– Sólo lo que cabría esperar. Muchas cartas que me dicen que debería seguir en la cárcel, que arderé en el infierno por mis crímenes, que es obsceno que intente definirme como creadora de algo y no como destructora. Cosas así. Sentimientos que seguramente usted comparte, Herr Hauptkommissar.
Fabel no mordió el anzuelo.
– ¿Pero nada que le pareciera extraño o incluso una reacción inadecuada a las imágenes?
– No, la verdad es que no. Aunque hace unas semanas se produjo una escena desagradable en la galería. Wolfgang Eitel apareció con un grupo de periodistas de medios escritos y televisión y se puso a despotricar sobre mí diciendo que no tenía derecho a exhibir mi obra, llamándome asesina y criminal, y condenando el uso que hago de los colores de la bandera nacional. Nazi de mierda.
Fabel asimiló la información. Otra vez Eitel.
– ¿Presenció usted el altercado?
– No. Creo que eso le fastidió un poco los planes. Creo que había planeado enfrentarse conmigo delante de las cámaras.
Fabel bebió un sorbo de té. Menzel giró la cabeza hacia la luz y miró por la ventana. Fabel vio que los rayos de sol revelaban un matiz grisáceo en su piel.
– ¿Por qué hizo lo que hizo? ¿Por qué siguió a Svensson? -La pregunta sorprendió casi tanto a Fabel como a Menzel. Ella lo miró con curiosidad, como si intentara establecer si había malicia en la pregunta. Luego, se encogió de hombros.
– Eran una época y un lugar distintos. Creíamos en algo y creíamos en alguien. Karl-Heinz Svensson era una presencia increíblemente poderosa. También era muy manipulador.
– ¿Por eso lo siguió con tanto, bueno, fanatismo?
– ¡Fanatismo! -Menzel soltó una carcajada débil, amarga-. Sí, tiene razón. Éramos unas fanáticas. Habríamos muerto por él. Y muchas de nosotras lo hicimos.
– ¿Por él? ¿No por sus creencias?
– Bueno, en esa época nos convencimos de que estábamos introduciendo en Alemania la revolución socialista mundial; que éramos soldados que luchaban contra los herederos capitalistas del manto nazi. -Dio otra calada larga a su cigarrillo-. El hecho es que todas éramos esclavas de Karl-Heinz. ¿No ha pensado nunca en cuántos de los integrantes del grupo eran mujeres, mujeres jóvenes? Después de los juicios, la prensa nos llamó «El harén de Svensson». El hecho es que todas nos habíamos acostado con él. Todas estábamos enamoradas de él.
– Murieron muchas personas por el flechazo de unas adolescentes. -Fabel no pudo evitar que el resentimiento se colara en su voz. Pensó en Franz Webern, de veinticinco años, casado y padre de un bebé de dieciocho meses, tirado muerto en el suelo. Pensó también en Gisela Frohm hundiéndose despacio en las aguas turbias del Elba.
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