Craig Russell - Resurrección

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En la tercera novela de la serie de Jan Fabel, un temible asesino que cree haberse reencarnado, se venga de aquellos que le traicionaron en una vida anterior…
El detective Jan Fabel y su equipo se enfrentan a una serie de homicidios: un político de izquierdas y homosexual confeso, y un prestigioso científico. Ambos fueron asesinados siguiendo el mismo método: los cuerpos tenían el cuero cabelludo seccionado y, sobre ellos, un pelo rojo teñido en la escena, procedente de la misma cabeza y cortado veinte años antes.
Fabel descubre que las víctimas pertenecían a un grupo anarquista de los años 70. Mientras tanto, los demás miembros del grupo, que habían tratado de dejar atrás su pasado, se dan cuenta de que un temible asesino va tras ellos.

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Werner se encogió de hombros.

– Tú eres el jefe…

17.30 h, Polizeiprásidium, Alsterdorf, Hamburgo

Para cuando Susanne le dijo a Fabel que podía volver a entrevistar a Kristina Dreyer, el peso acumulado de su primer día de trabajo después de las vacaciones había empezado a afectarlo. Susanne y él estaban sentados en su oficina, bebiendo café y discutiendo el estado mental de Kristina. El cansancio pálido y resignado que delataban los ojos oscuros de Susanne era idéntico al que sentía Fabel. Lo que para ambos había comenzado como un primer día tranquilo se había convertido en algo complejo y exigente.

– Tendrás que tratarla con mucho cuidado -dijo Susanne-. Se encuentra en un estado muy frágil. Y creo que yo tendría que estar presente en la entrevista.

– De acuerdo… -Fabel se frotó los ojos, como si estuviera tratando de expulsar el agotamiento-. ¿Cuál es tu evaluación?

– Está claro que padece una neurosis severa, pero no veo ninguna clase de psicosis. Tengo que decir que, a pesar de las pruebas que hay en su contra, me parece que es una candidata muy poco probable para este homicidio. Mi opinión sobre Kristina Dreyer es que ella es más bien la víctima de un crimen, no la autora.

– De acuerdo… -Fabel le abrió la puerta a Susanne-. Vayamos a averiguarlo.

Kristina Dreyer parecía pequeña y vulnerable en el mono blanco forense que llevaba puesto desde varias horas antes. Fabel se sentó junto a la pared y permitió que Maria y Werner dirigieran la entrevista. Susanne se ubicó junto a Kristina, quien había renunciado al derecho de tener un representante legal.

– ¿Se siente con ganas de hablar, Kristina? -le preguntó Maria, aunque no había un tono de petición en su voz. Encendió la grabadora negra sin esperar respuesta. Kristina asintió con un gesto.

– Lo único que quiero es aclarar todo esto -dijo-. Yo no lo maté. Yo no maté a Herr Hauser. Casi nunca lo veía.

– Pero Kristina -dijo Werner-, usted ya ha matado antes. Y la encontramos limpiando la escena de este homicidio. Si lo que quiere es «aclarar todo esto», ¿por qué no nos dice la verdad? Sabemos que mató a Herr Hauser y que trató de ocultarlo. Si no la hubiesen interrumpido, se habría salido con la suya.

Kristina contempló a Werner pero no respondió. A Fabel le Pareció que temblaba un poco.

– Tranquilícese un poco, Kommissar -le dijo Susanne a Werner. Se volvió hacia Kristina y suavizó su tono-. Kristina, Herr Hauser ha sido asesinado. Como usted ha limpiado toda la suciedad le ha hecho muy difícil a la policía averiguar exactamente qué ha ocurrido. Y cuanto más tarden en llegar al fondo de este asunto, más difícil será encontrar al asesino, si no es usted. Debe contarles a los agentes todo lo que pueda sobre lo que ocurrió exactamente.

Kristina Dreyer volvió a asentir, luego le lanzó una mirada a Fabel por encima del hombro de Maria, como si buscara el apoyo del policía que la había arrestado más de diez años antes.

– Usted sabe lo que ocurrió aquella vez, Herr Fabel. Sabe lo que Ernst Rauhe me hizo.

– Sí, Kristina. Y quiero entender lo que ha ocurrido esta vez. ¿Herr Hauser le hizo algo?

– No… Por Dios, no. Como ya he dicho, prácticamente no lo veía. Él siempre se iba a trabajar antes de que yo llegara a su casa. Me dejaba el dinero sobre la repisa del vestíbulo. No me hizo nada. Nunca.

– Entonces, ¿qué ocurrió, Kristina? Si usted no mató a Herr Hauser, ¿por qué la encontraron limpiando la escena del asesinato?

– Había mucha sangre. Mucha. En todas partes. Enloquecí. -Kristina hizo una pausa; luego, aunque sin perder el temblor, su voz se endureció, como si hubiera tensado un cable de acero en sus nervios-. Llegué esta mañana a la casa de Herr Hauser para limpiar, como siempre. Tengo una llave, y entré. Supe que algo andaba mal apenas entré en el apartamento. Entonces encontré… Entonces encontré esa cosa…

– ¿El cuero cabelludo? -preguntó Fabel.

Kristina asintió.

– Estaba clavado con un alfiler en la puerta del baño. Tardé muchísimo tiempo en limpiarlo.

– Un momento -dijo Werner-. ¿A qué hora llegó al apartamento de Herr Hauser?

– A las ocho y cincuenta y siete. Exactamente a las ocho y cincuenta siete de la mañana. -Mientras respondía, Kristina frotó con la punta del dedo un punto en la superficie de la mesa de interrogatorios-. Yo nunca, nunca llego tarde. Pueden verificarlo en mi libreta de citas.

¿ Entonces, después de que encontrase el cuero cabelludo, lo puso en la bolsa de residuos y comenzó a limpiar la puerta? -preguntó Werner.

– No. Primero entré en el baño y encontré a Herr Hauser.

– ¿Dónde estaba?

– Entre el inodoro y la bañera. Sentado a medias, como si…

– ¿Y dice que ya estaba muerto en ese momento? -preguntó Maria.

– Sí. -Sus ojos brillaron por las lágrimas-. Estaba allí sentado, con la parte superior de la cabeza arrancada… era horrible.

– Bien -dijo Susanne-. Tómese un momento para serenarse.

Kristina inhaló con fuerza y asintió. Sin darse cuenta, se humedeció la punta del dedo con la lengua y volvió a frotar el mismo punto en la superficie de la mesa, como si estuviera tratando de limpiar alguna mancha que era totalmente invisible para los otros que estaban presentes en la sala.

– Fue horrible -continuó por fin-. Horrible. ¿ Cómo alguien podría hacerle algo así a una persona? Y Herr Hauser parecía tan amable… Como les he dicho, él casi nunca estaba en la casa cuando yo iba a limpiar, pero cada vez que me lo cruzaba, se mostraba muy atento y cortés. No sé por qué alguien le haría una cosa así…

– Lo que no sabemos ni entendemos -dijo Maria- es por qué alguien que encuentra la escena de un homicidio decide no contactar con la policía y, en cambio, se dispone a limpiarla… destruyendo pruebas esenciales. Si usted es inocente, Kristina, ¿por qué ocultó todos los rastros del crimen?

Kristina continuó frotando la mancha invisible en la superficie de chapa de la mesa de interrogatorios. Luego habló, sin levantar la mirada.

– Dijeron que tenía las facultades mentales perturbadas cuando maté a Rauhe. Que el equilibrio de mi mente se había alterado. Eso no lo sé. Pero sí sé que en la prisión, durante un tiempo, enloquecí. Estuve a punto de perder la razón para siempre. Fue por lo que Rauhe me hizo. Por lo que yo le hice a él. -Levantó la mirada, con el rostro endurecido y los ojos rojos y húmedos por las lágrimas-.Tenía ataques de pánico muy fuertes. Mucho peores que el que tuve hoy. Me sentía como si me sofocara, como si el mismo aire que estaba respirando me asfixiara. Era como si todos mis temores, todas las cosas que alguna vez me habían dado miedo, y todo aquel terror que Rauhe me había provocado… todo se me viniera encima en el mismo momento. La primera vez creí que tenía un infarto… y me alegré. Pensé que estaba a punto de salir de este infierno. En la cárcel empezaron a vigilarme por si decidía suicidarme y me obligaron a tener sesiones con el psiquiatra. Me dijeron que tenía un estrés postraumático extremo y un trastorno obsesivo compulsivo.

– ¿Qué características tenía el TOC? -preguntó Susanne.

– Desarrollé una fuerte fobia a la contaminación… a la suciedad, a los gérmenes. En especial a todo lo que tuviera que ver con la sangre. Se hizo tan fuerte que dejé de menstruar. Pasé la mayor parte del tiempo que estuve en la cárcel entrando y saliendo del pabellón hospitalario. Cualquier motivo podía desencadenarlo. Los ataques de pánico se hicieron cada vez más graves hasta que finalmente me instalaron en el pabellón hospitalario de la prisión de manera permanente.

– ¿Con qué la trataban? -preguntó Susanne.

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