Craig Russell - Resurrección

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En la tercera novela de la serie de Jan Fabel, un temible asesino que cree haberse reencarnado, se venga de aquellos que le traicionaron en una vida anterior…
El detective Jan Fabel y su equipo se enfrentan a una serie de homicidios: un político de izquierdas y homosexual confeso, y un prestigioso científico. Ambos fueron asesinados siguiendo el mismo método: los cuerpos tenían el cuero cabelludo seccionado y, sobre ellos, un pelo rojo teñido en la escena, procedente de la misma cabeza y cortado veinte años antes.
Fabel descubre que las víctimas pertenecían a un grupo anarquista de los años 70. Mientras tanto, los demás miembros del grupo, que habían tratado de dejar atrás su pasado, se dan cuenta de que un temible asesino va tras ellos.

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– Esto es tan metódico… -dijo por fin. Se volvió hacia Werner-. ¿Estás segura de que a la sospechosa, Kristina Drever, la atraparon cuando estaba limpiando? Quiero decir, ¿sabemos con seguridad que ella es la que hizo todo esto?

– No hay ninguna duda -dijo Werner-. De hecho, los uniformados tuvieron que usar la fuerza. Ella se negaba a dejar de limpiar, incluso después de que ellos llegaran.

Fabel escudriñó el cuarto de baño una vez más. Relucía con la esterilidad y la frialdad de un quirófano.

– No tiene sentido -dijo por fin.

– ¿Qué cosa? -preguntó Maria.

– ¿Por qué tamaña mutilación? Arrancar el cuero cabelludo, un corte tan exagerado en la garganta. Todo parece tener algún significado… como si hubiera un mensaje oculto.

– Por lo general lo hay -dijo Grueber, que ya había incorporado su desgarbada contextura y estaba de pie junto a los tres detectives. Todos, reunidos en un semicírculo, dirigieron la mirada a la efigie de carne y hueso que antes había sido un ser humano. Cuando hablaron, era como si se dirigieran al cadáver, un mudo moderador a través del cual podían transmitir mejor sus pensamientos-. Y la cuestión central del rito de arrancar cueros cabelludos es llevárselos. No entiendo por qué la asesina que ustedes tienen en custodia le arrancaría el cuero cabelludo a su víctima y luego la pondría en una bolsa de residuos con la intención de tirarla a la basura.

– A eso me refería -dijo Fabel-. Todo esto apunta a alguna clase de mensaje. Alguna especie de enfermo simbolismo. Pero siempre se hace de manera que alguien pueda recibir ese mensaje. Casi nunca se hace específicamente para la víctima, quien por lo general ya está muerta antes de la mutilación.

Maria asintió.

– ¿Entonces por qué la cagaría así? ¿Para qué haría todo eso y luego se tomaría tantos esfuerzos para limpiar la escena del crimen y ocultar el cuerpo? ¿Y por qué tiraría el trofeo a la basura?

– Exactamente. Quiero que volvamos al Polizeipräsidium. Necesito hablar con Kristina Dreyer. Esto no encaja.

Justo en ese momento uno de los técnicos forenses llamó a Grueber. Fabel, Maria y Werner se reunieron detrás de Grueber cuando éste volvió a ponerse en cuclillas para examinar el área señalada por el técnico, en la juntura entre la pared azulejada de la bañera y el suelo. Fuera lo que fuese, Fabel no alcanzó a verlo.

– ¿Qué estamos mirando?

El técnico cogió un par de pinzas quirúrgicas, sacó algo y lo levantó. Era un pelo.

– No lo entiendo -dijo el técnico-. Ya había verificado toda esta zona y había pasado esto por alto.

– No te preocupes. Es fácil no darse cuenta -dijo Grueber-. Yo estuve aquí antes y tampoco lo vi. Lo importante es que lo has encontrado.

Fabel se esforzó para ver el pelo.

– Me sorprende que lo haya descubierto, en cualquier caso.

Grueber cogió las pinzas que tenía el técnico y sostuvo el pelo bajo la luz. Sacó una lupa de su estuche y observó el pelo como un joyero evaluando un diamante caro.

– Qué extraño…

– ¿El qué? -preguntó Fabel.

– Este pelo es rojo. Rojo natural, no teñido como el del cuero cabelludo. De todas maneras, es demasiado largo como para pertenecer a la víctima. ¿La sospechosa es pelirroja?

– No -respondió Fabel, mientras Maria y Werner intercambiaban una mirada. Habían sacado a Kristina Dreyer de la escena antes de que Fabel llegara.

15.15 h, PolizeiprÄsidium, Alsterdorf, Hamburgo

Cuando Fabel entró en la sala de interrogatorios, la expresión de Kristina Dreyer fue casi de alivio. Estaba sentada, pequeña y desamparada, vestida con un mono blanco forense que le habían dado cuando le quitaron su propia ropa para analizarla, el cual le quedaba demasiado grande.

– Hola, Kristina -dijo Fabel, y acercó una silla a Werner y Maria. Al mismo tiempo, le entregó un expediente a Werner.

– Hola, Herr Fabel. -Las lágrimas se acumularon en los apagados ojos azules de Kristina y una escapó a través de la rugosa superficie del pómulo. Había una tensa vibración en su voz-. Esperaba que fuera usted. He vuelto a estropearlo todo, Herr Fabel. Todo se ha vuelto… desquiciado… otra vez.

– ¿Por qué lo hizo, Kristina? -preguntó Fabel.

– Tenía que hacerlo. Tenía que aclararlo todo. No podía permitir que volviera a ganar.

– ¿Permitir que volviera a ganar qué cosa? -preguntó Maria.

– La locura. El desorden… toda esa sangre.

Werner, que había estado hojeando el expediente, lo cerró y se reclinó en la silla con una expresión que daba a entender que todas las piezas habían caído en su sitio.

– Lo lamento, Kristina -dijo-. No había reconocido su nombre. Ya hemos estado aquí antes, ¿verdad?

Kristina miró a Fabel con ojos de horror y de súplica. Fabel notó que al mismo tiempo ella comenzaba a temblar, y que su respiración se tornaba difícil y agitada. Fabel había visto sospechosos asustados antes, pero había algo pavoroso en el terror que pareció sobrecoger de pronto a Kristina, y una alarma sonó en la mente de Fabel.

– ¿Se encuentra bien, Kristina? -preguntó. Ella asintió con un gesto.

– Esto no es lo mismo. Esto no es lo mismo de ninguna manera… -le dijo ella a Werner-. La última vez…

Su voz vaciló y Fabel se dio cuenta de que el temblor se había convertido en un pronunciado estremecimiento.

– ¿Está segura de que se siente bien? -volvió a preguntar.

Todo ocurrió tan rápido que Fabel no tuvo tiempo de reaccionar. La respiración de Kristina adoptó un enfático y acuciante estridor; su cara se ruborizó con un tono rojo subido y acuciante y luego perdió todo color. Se levantó a medias de la silla y se aferró a los bordes de la mesa con una presión tal que los nudillos, enrojecidos por el detergente, se le pusieron blancos y amarillentos. Cada inhalación se convertía en un prolongado espasmo que le sacudía todo el cuerpo; sin embargo, las exhalaciones parecían cortas y superficiales. Semejaba una persona atrapada en un vacío, absorbiendo desesperadamente aire para llenar unos pulmones que lo pedían a gritos. Se tambaleó hacia delante, plegándose sobre la cintura, su cabeza cayó con fuerza contra la mesa y luego, como si tirara de ella una cuerda invisible, se sacudió hacia la derecha y se desplomó de costado. Fabel se abalanzó sobre ella para atraparla.

Maria se movió tan rápido que Fabel ni se dio cuenta de que ella había empujado su propia silla contra el suelo. De manera intempestiva, hizo a un lado a Fabel con el hombro, agarró a Kristina con fuerza de los antebrazos y la ayudó a sentarse en el suelo. Luego abrió la cremallera del mono de Kristina a la altura del cuello.

– Una bolsa… -les ladró Maria a Fabel y Werner, quienes la miraron sin entender-. Traedme una bolsa. Una bolsa de papel, de plástico… cualquier cosa.

Werner salió corriendo de la sala. Fabel se arrodilló junto a Maria, quien cogió la cara de Kristina entre las manos y la miró a los ojos.

– Escúcheme, Kristina, va a ponerse bien. Está sufriendo un ataque de pánico. Trate de controlar la respiración. -Maria se volvió hacia Fabel-. Está en un estado de pánico extremo y manda demasiado oxígeno al torrente sanguíneo… Llama a un médico.

Werner irrumpió en la sala con una bolsa marrón de papel. Maria la colocó sobre la nariz y la boca de Kristina y la apretó con fuerza. Cada jadeo hacía que la bolsa se arrugara sobre sí misma. Por fin, la respiración de Kristina retomó algo parecido a un ritmo normal. Dos enfermeros entraron en la sala de interrogatorios. Maria se puso de pie y se apartó para dejarlos trabajar.

– Va a recuperarse -dijo-. Pero creo que será mejor que la doctora Eckhardt lleve a cabo su evaluación antes de que volvamos a interrogarla.

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