Craig Russell - Resurrección

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En la tercera novela de la serie de Jan Fabel, un temible asesino que cree haberse reencarnado, se venga de aquellos que le traicionaron en una vida anterior…
El detective Jan Fabel y su equipo se enfrentan a una serie de homicidios: un político de izquierdas y homosexual confeso, y un prestigioso científico. Ambos fueron asesinados siguiendo el mismo método: los cuerpos tenían el cuero cabelludo seccionado y, sobre ellos, un pelo rojo teñido en la escena, procedente de la misma cabeza y cortado veinte años antes.
Fabel descubre que las víctimas pertenecían a un grupo anarquista de los años 70. Mientras tanto, los demás miembros del grupo, que habían tratado de dejar atrás su pasado, se dan cuenta de que un temible asesino va tras ellos.

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Fabel le devolvió a Nagel su mirada desafiante y de ojos claros y luego siguió a Grueber y a los otros por el pasillo. El foco principal de la atención del equipo forense se encontraba en el otro extremo, dentro del baño mismo.

– Encontramos aquí un par de bolsas de plástico para residuos -explicó Grueber mientras se acercaban a la puerta del cuarto de baño-. Hemos extraído un par de artículos de ellas pero las bolsas en sí ya están en Butenfeld -dijo, usando la forma abreviada para referirse al departamento forense del Instituto de Medicina Legal, la misma institución en la que Susanne trabajaba como psicóloga criminal. El Instituto era parte de la Clínica Universitaria de Butenfeld, al norte de la ciudad-. Uno de nuestros hallazgos es esto…

Grueber le hizo un gesto a uno de los técnicos, quien le entregó una bolsa de plástico para pruebas forenses grande, cuadrada y transparente. El plástico era grueso y semirrígido; en su interior, aplanado, había un disco de gruesa piel y pelo. Un cuero cabelludo humano. Se habían formado unos viscosos charcos de sangre en algunos sectores entre las paredes de la bolsa y en las esquinas.

Fabel examinó el contenido sin quitarle la bolsa a Grueber. Hizo a un lado la náusea que empezó a crecer en su estómago Y el murmullo de asco de Werner a sus espaldas. El pelo era rojo. Demasiado rojo. Gruebel le leyó la mente.

– El pelo está teñido. Y hay evidencias de tintura fresca en el cuero cabelludo y en las áreas contiguas de la piel. Aún no puedo decirle si el asesino usó tinte capilar o alguna otra clase de pigmento. Fuera lo que fuese, creo que lo aplicó inmediatamente después de arrancar el cuero cabelludo del cuerpo.

– Hablando de eso… ¿dónde está? -Fabel apartó la atención del magnético horror del cuero cabelludo. Después de todos aquellos años en la brigada de Homicidios, después de tantos casos, todavía había ocasiones en las que quedaba asombrado y desconcertado por la crueldad que los seres humanos son capaces de infligirse entre sí.

Grueber asintió.

– Por aquí… Como podrá imaginar, no es una escena muy agradable…

Fabel se dio cuenta apenas pusieron pie en el cuarto de baño de que Grueber no había exagerado las dificultades a las que debían enfrentarse para obtener pruebas forenses. No había absolutamente nada, más allá del paquete con forma de cuerpo que estaba junto a la bañera, que podría haber dado algún indicio de que ésa era la escena de un crimen. Hasta el aire olía a blanqueador, con un ligero aroma alimonado. Todas las superficies estaban relucientes.

– Tal vez Kristina Dreyer sea la sospechosa de este homicidio -dijo Werner en tono grave-, pero creo que voy a averiguar cuánto cobra por hora… me vendría bien que trabajara en mi casa.

– Qué curioso que hayas dicho eso… -respondió Maria, sin la menor insinuación de haber captado la ironía de Werner-. En realidad es limpiadora profesional. Trabaja de manera independiente y había un vehículo fuera que le pertenece lleno de elementos de limpieza… De ahí la eficiencia con que ha ordenado todo esto.

– Bien -dijo Fabel-. Veamos qué tenemos.

Era como si los especialistas forenses hubieran añadido otra capa de vendajes a una momia. La asesina había envuelto el cuerpo con la cortina de la ducha y lo había sellado con cinta de embalar. Los técnicos forenses habían añadido individualmente tiras numeradas de cinta Taser en cada centímetro cuadrado del exterior de la cortina y la cinta de embalar. Habían fotografiado el cuerpo desde todos los ángulos y estaban por trasladarlo al laboratorio forense en Butenfeld. Una vez allí, quitarían la cinta Taser tirita por tirita, y las transferirían a láminas Perspex donde cualquier rastro forense quedaría asegurado para su análisis. Si se descubría que el cuerpo oculto bajo la cortina de ducha estaba vestido, se repetiría el proceso para reunir cualquier fibra u otros restos de la ropa.

Fabel bajó la mirada hacia el paquete con forma humana.

– Ábranle la cara. Quiero asegurarme de que es Hauser.

Grueber apartó la cortina de ducha. Debajo, la cabeza y los hombros estaban cubiertos por plástico negro. Fabel hizo un gesto de impaciencia y Grueber cortó delicadamente la cinta de embalar y dejó al descubierto la cara y la cabeza. Hans-Joachim Hauser los miró con ojos vidriosos y el ceño fruncido. Fabel había supuesto que sufriría otro vuelco en el estómago, pero en realidad no sintió nada cuando contempló esa cosa que estaba allí. Y era eso: una cosa. Una efigie. Había algo en la forma en que le habían desfigurado la cabeza, en el hueso expuesto del cráneo del muerto, en la carne cerosa y sin sangre de la cara de Hauser, que le quitaba al cadáver toda su humanidad.

Fabel también había esperado experimentar alguna clase de reconocimiento. Hans-Joachim Hauser había estado muy implicado en el movimiento radical de los años setenta y ochenta. Había aparecido fotografiado junto a las luminarias adecuadas de la izquierda radical durante todos esos años -Daniel Cohn Bendit, Petra Kelly, Joschka Fischer, Bertholdt Müller-Voigt- pero, a pesar de todos sus esfuerzos, había permanecido suspendido entre el centro y los bordes de la atención de los medios. Fabel siempre pensaba en la forma en que la gente parecía atrapada en una época, en cómo a algunos les resultaba imposible avanzar. La imagen de Hauser que Fabel tenía archivada en su memoria era la de aquel joven delgado, casi femenino, con un pelo largo y tupido, que amonestaba al Senado de Hamburgo en la década de 1980. No había nada en la carne gris, cerosa y ligeramente hinchada de aquel rostro muerto que le diera un punto de referencia desde el que recuperar al Hans-Joachim Hauser de antes. Incluso trató de imaginar al cadáver con pelo. No sirvió de nada.

– Qué agradable -dijo Werner, como si tuviera mal sabor de boca-. Muy agradable. Una señora de la limpieza que se lleva cueros cabelludos. Supongo que no será una india americana, por casualidad.

– Arrancar el cuero cabelludo es una antigua tradición europea -dijo Fabel-. Nosotros ya nos dedicábamos a ello milenios antes que los nativos americanos. Ellos probablemente lo aprendieron de los colonos europeos.

Grueber apartó un poco más la cortina del cuerpo y dejó al descubierto el cuello de Hauser.

– Miren esto…

Había un tajo ancho y profundo que le atravesaba la garganta. Sus bordes eran limpios y regulares, casi quirúrgicos, y Fabel alcanzó a ver un estrato de gris marmolado y carne blanca debajo de la piel. No había nada de sangre en el corte; Kristina Dreyer había lavado el cuerpo y lo que Fabel veía tenía el aspecto de la muerte enjuagada que él relacionaba con los cadáveres de un depósito.

Fabel se volvió hacia Maria y Werner. Estaba a punto de decir algo cuando se dio cuenta de que Maria contemplaba fijamente la cabeza mutilada y el cuello de Hauser. No era una mirada horrorizada, ni tampoco su habitual aspecto de una evaluación serena; era, más bien, una actitud perpleja e inexpresiva, como si lo que quedaba de Hans-Joachim Hauser la hubiera hipnotizado.

– ¿Maria? -Fabel frunció el ceño en un gesto de interrogación. Maria se sobresaltó como si regresara de algún lugar lejano.

– Debe de haber sido muy afilada… -dijo débilmente-. Me refiero a la hoja. Para hacer un corte tan limpio, debe de haber sido filosa como una hoja de afeitar.

– Sí, es cierto -respondió Grueber, que seguía en cuclillas junto al cuerpo. Fabel notó que si bien la respuesta del forense tenía un tono profesional, había una insinuación de preocupación personal en su expresión cuando levantó la mirada hacia Maria-. Quizá fuera un bisturí, o incluso una navaja de afeitar.

Fabel se incorporó. Pensó en la mujer que tenían en custodia. En una cara que recordaba vagamente de más de una década antes.

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