– Ayer envié muestras al hematólogo. Le dije que te comunicara los resultados esta mañana, en cuanto terminara las comprobaciones provisionales. Así sabrás por lo menos si la sangre de las bolsitas de la boca de las víctimas anteriores es la misma que la de ésta.
– ¿Qué piensas psicológicamente de la herida genital? ¿Crees que el asesino agredió sexualmente a la víctima?
– No mientras estaba vivo el transexual, porque la herida se hizo post mortem y no había rastros de semen. A menos que el criminal se haya iniciado en prácticas necrófilas, la herida tal vez venga a demostrar su ira al descubrir, o sospechar, que la supuesta mujer era un hombre operado.
– Hay algo que me desconcierta, jefe -dijo Navarro-. Y es cómo se las arreglaba una persona de las características de la última víctima para encontrar trabajo y ganarse la vida. ¿Quién se lo daría a una persona así?
– Una pregunta interesante -dijo Peláez-. Ya examiné el cadáver en busca de señales o deformaciones ocupacionales. Los dos sabéis que las manos suelen dar un indicio del empleo, pero las de nuestro individuo no tienen la menor callosidad y están bien cuidadas. Lo que ya nos proporciona alguna información. En segundo lugar, los pies: él o ella no los utilizaron mucho para andar en el empleo que tuviera. En tercer lugar, la columna vertebral no releva el menor síntoma de curvatura, no había hombros vencidos, de modo que tampoco tenía un trabajo sedentario. En realidad, sólo hay pruebas negativas de que la víctima no trabajaba de esta suerte.
– ¿Y en cuanto a la edad aproximada? -preguntó Bernal.
– Un poco más de veinte años, me atrevería a decir.
– ¿Podrías dictaminar el momento de la muerte con precisión?
– El estómago revelaba que hubo un desayuno, prácticamente digerido, a base de café y churros o porras… en cualquier caso, una masa harinosa frita en aceite de oliva. Pero, como ya dije ayer, es la comida que menos nos ayuda a establecer con seguridad el momento. Lo único que puede hacer es sugerir que la muerte se dio entre las 9.30 y las 11 de la mañana, y esto basándome en la temperatura y el comienzo del rigor mortis . Lamento no ser más útil en este particular, pero es un caso fascinante. ¡Figurará en mis memorias, no hay que dudarlo!
Al poco de irse Peláez llegó Elena, elegantemente ataviada con un vestido claro de mezclilla, y saludó a Bernal y a Navarro. Informó de sus pesquisas con los vendedores de ropa usada del día anterior, aunque no dijo nada acerca de la escapada nocturna con Ángel, según habían acordado ambos.
– Tal vez tengas más suerte mañana en el Rastro -la consoló Bernal.
Ángel llegó tarde, como de costumbre, con la satisfacción de siempre, pero también con unas ojeras delatoras.
– ¡Qué noche, ah, qué noche pasamos! -miró a Navarro con un expresivo vaivén de ojos, al tiempo que los apartaba deliberadamente de Elena, enfrascada en aquel momento en la lectura de un informe en su mesa.
– Vamos, vamos -dijo Bernal con impaciencia-. No hace falta que entres en detalles macabros. ¿Encontraste alguna pista del transformista muerto?
– Sólo dos personas dijeron que creían reconocer a la persona de la foto, a la que dieron el nombre de Carol. Ya he arreglado para esta noche, y gracias al encargado del club Unisex, una cita con antiguos amigos de ella.
– Carol -murmuró Bernal-. Imagino que es sólo un seudónimo. ¿Crees que tendría por base el nombre verdadero? ¿Y que el nombre de pila de nuestro hombre tal vez fuera Carlos?
– Es posible -admitió Ángel-, pero, por lo que me contaron, es más probable que lo tomara de alguna célebre estrella del pasado. A menudo se llaman «Gloria», «Marilyn», «Josephine», «Lola», etcétera. Tal vez nuestro individuo tomara su nombre de Carol Lombard.
– ¿Conseguiste alguna información sobre el lugar de la operación?
– Aunque casi ninguno de ellos se lo ha podido permitir, todos dicen que tienen que ir a Marruecos.
– ¿Te dio la impresión de que había consumo de drogas entre ellos? -preguntó Navarro.
– Le dan al frasco mayormente, pero supongo que de vez en cuando se fuman algún porro de chocolate y esnifan poppers cuando los consiguen.
– ¿Y eso qué es, Ángel? -preguntó Elena con curiosidad.
– Son cápsulas de nitrato de amilo, que se aspiran o esnifan y producen un rápido estímulo.
– ¿Nada de narcóticos? -preguntó Bernal.
– No mencionaron nada más fuerte.
Cuando Miranda y Lista llegaron, Bernal les dio un resumen de los iniciales hallazgos del patólogo.
– Por supuesto, tendremos que esperar a los partes detallados del toxicólogo y el hematólogo, que estarán aquí el lunes. Varga está con las ropas de la víctima en este momento. Como os daréis cuenta, lo más urgente es identificar a ésta. Sugiero que esta mañana nos centremos en los dentistas. Paco nos los distribuirá por barrios. Tendremos reproducciones fotográficas del molde dental que nos ha hecho Peláez. La mayor parte trabaja los sábados por la mañana, aunque sólo hasta la una más o menos. Si alguno encuentra aunque sólo sea un rastro identificador, que llame a Paco inmediatamente. Ángel, tú te verás esta noche con los supuestos amigos de la tal «Carol»; puedes informarme mañana, llamándome a casa por teléfono. Juan, tú podrías acompañar mañana a Elena por el Rastro, a fin de terminar el interrogatorio de los vendedores de ropa usada. Nos encontraremos todos aquí a las 9 de la mañana del lunes. ¿De acuerdo?
Tras dividir la lista de los dentistas en cinco zonas, Navarro distribuyó las cuatro primeras entre los cuatro inspectores, que se fueron en aquel momento.
– Yo me quedaré con la quinta parte, jefe, si es que tú quieres quedarte en el despacho. Me hará bien tomar un poco el aire y hace sol esta mañana.
– Está bien, Paco. Aprovecharé para redactar un parte provisional para el juez de instrucción.
Cuando el tren verde de la Línea 5 salió de la estación de José Antonio, Matilde Gómez miró con desconcierto el bulto alargado que había en el suelo, al extremo del vagón. Había pensado antes que sería de alguno de los hombres que se habían apiñado junto a la puerta trasera. Pero el vagón iba casi vacío y estaba claro que nadie se había acordado de aquel paquete. Miró a una anciana bien vestida que estaba enfrente de ella, en diagonal, y sonrió.
– Creo que se lo han dejado -dijo Matilde, señalando el paquete envuelto en papel de estraza y bien atado con cuerda.
– Mientras no sea una bomba de la ETA -comentó la elegante anciana, abriendo y cerrando con nerviosismo un abanico negro y con encajes-. Con todo lo que está pasando en estos días, tengo hasta miedo de salir de casa.
– Y con esos horribles crímenes -exclamó Matilde-. Parece que no se pueden parar. ¿Y si se lo decimos al jefe de tren? -sugirió la mujer, mientras el Metro entraba en Chueca-. Mire, allí en el andén hay un policía. ¿Se lo decimos?
– Bueno -dijo la anciana.
A la urgente seña de Matilde, el guardia de gris echó un vistazo al interior del vagón y llamó con el silbato al jefe de tren.
– ¡Detengan el tren! ¡Hay un objeto sospechoso!
Aquel mismo sábado por la mañana ocurría algo muy parecido en la estación de Serrano, de la Línea 4. Cuando las puertas del tren se abrieron, un policía oyó que una mujer le llamaba.
– ¡Guardia, guardia! ¡Venga, por favor! -una anciana señalaba un envoltorio alargado y apoyado en el rincón del vagón-. Huele muy raro -le dijo la señora en voz baja.
El gris hizo que el tren se detuviera y trasladó el paquete a la oficina del jefe de estación.
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