Bernal redactaba el parte para el Juzgado de Guardia cuando recibió una llamada del jefe de la seguridad del Metro.
– Se ha descubierto un paquete en un tren, en Chueca. Contiene algo horrible, comisario. Parece un miembro humano en avanzado estado de putrefacción.
– Que se toque el envoltorio lo menos posible -dijo Bernal sin perder la calma-. Puede haber huellas. ¿Quién está a cargo de la situación?
– Se ha llamado al inspector Lara, de la comisaría de Chamberí.
– Hablaré con él y haré que lleve el paquete al laboratorio de Peláez. ¿Hay algún testigo?
– Una mujer llamada Matilde Gómez, sirvienta. Le está tomando declaración el inspector Lara.
– Muy bien. Estaremos en contacto.
Bernal consultó el plano de Madrid que cubría la pared del despacho exterior. Chueca estaba en la Línea 5, tendido que se había terminando en 1970. Si aquel hallazgo se debía al asesino del Metro, no sólo resultaba ahora que se dedicaba a despedazar a sus víctimas, sino que además perdía todo ritmo y razón en sus movimientos.
A la hora de comer, Bernal estaba a punto de desesperarse. A la primera noticia del servicio de seguridad del Metro, había llamado a Peláez para que se personase en el lugar a fin de examinar el miembro humano. Pero el caso era que ya habían aparecido cinco paquetes semejantes en cinco estaciones distintas, ninguna de las cuales era de la misma línea. Todos los hallazgos se estaban trasladando al Instituto Anatómico Forense, y Bernal había avisado a Prieto, de Huellas, que habría mucho papel de estraza que analizar aquella tarde. Ninguno de sus detectives había llamado para decir nada relativo a la encuesta de los dentistas.
A la 1.30 llegó Navarro y se dejó caer en su silla.
– He cubierto ya la cuarta parte de mi lista, jefe, y ninguno de los dentistas ha identificado la dentadura ni reconocido los empastes.
– Hay malas noticias, Paco. Cinco miembros humanos envueltos en papel se han descubierto en cinco estaciones del Metro distintas esta mañana -Bernal señaló el plano-. He puesto banderitas marrones para señalar las estaciones. Como puedes ver, es una operación arbitraria. Si se trata de nuestro hombre, ha repartido los restos como si fueran confeti.
– Dios mío -exclamó Navarro-. ¿No se habrá puesto a trocear a la víctima de la que extrajo la sangre del grupo B negativo?
– En cierto modo, espero que sea así. Por lo menos no tendremos una quinta víctima. Peláez y el hematólogo nos lo dirán.
Poco después llamaba el patólogo por teléfono.
– Bernal, hasta ahora me ha llegado una pierna izquierda cortada por la rodilla y el tobillo, pero me falta el pie correspondiente; tengo también un brazo derecho cortado por el hombro y la muñeca.
– Pues hay otros tres paquetes más en camino.
– Esperemos que en alguno esté el sacro o uno de los huesos de la cadera. De lo contrario será difícil determinar el sexo de la víctima, por no decir la edad. En los dos miembros que tengo, está muy avanzada la descomposición, pero no hay presencia de insectos. Algo muy curioso: hay indicios de formación de adipocira, lo que es bien raro.
– ¿Qué me quieres decir con eso? -preguntó Bernal.
– Bueno, la grasa del cuerpo se transforma en una sustancia blanquecina, parecida a la cera. Ahora bien, esto sólo ocurre cuando el cadáver se conserva en un lugar muy húmedo y frío, y no comienza hasta pasadas seis u ocho semanas. Si el responsable es el asesino del Metro, ello indica que los restos pertenecen a su primera víctima conocida.
– ¿Qué hay del grupo sanguíneo?
– Voy a enviar muestras al hematólogo, pero quiero que sepas que está totalmente coagulada y deteriorada. No obstante, podrán averiguarse el grupo y los factores Mn, Gm (a) y Hp con las muestras secas. La compararemos entonces con la huella sanguínea que obtuvimos de la hallada en las bolsitas de plástico de la boca de las otras víctimas.
– Lamento haberte estropeado el fin de semana, Peláez.
– No, hombre, a tu disposición. Es un criminal muy ingenioso el que tienes que encontrar. Por cierto, se me olvidó decirte que este sujeto parece haber estudiado anatomía. La desmembración se ha hecho con habilidad, con una sierra quirúrgica.
– ¿No será uno de tus colegas, que se ha vuelto loco del todo?
– ¡Ja, ja! -exclamó Peláez-. No me sorprendería. Ya sabes que ninguno de nosotros está bien de la cabeza. Volveré a llamarte cuando haya visto más cosas. Espero que todos los pedazos encajen.
– Yo también, Peláez. Hasta luego.
Bernal resumió a Navarro el informe de Peláez relativo a los dos miembros.
– Será mejor que nos turnemos para comer, así no se quedará el despacho vacío. Hazme el favor de confeccionar una lista de turnos para este fin de semana.
Cuando Bernal se sentó aquella noche a cenar chuletas grasientas de cordero con un pedazo casi frío de tortilla paisana, especialidad nocturna de Eugenia, sabía ya que Peláez ¡había recibido menos de la tercera parte de un cadáver humano, al parecer de una mujer de veintitantos años, aunque sin cabeza, tórax ni manos: precisamente las partes que servían para la identificación.
Eugenia terminó sus rezos, a los que, por lo que parecía, tenía él que responder, y encendió la televisión.
– Trae un poco de vino de tu pueblo, Geñita. ¿Dónde está Diego?
– Hace una hora que se fue con unos amigos de la facultad. No me gusta que esté fuera hasta las tantas de la noche. No deberías darle tanto dinero.
– Tiene que descubrir el mundo, Geñita. Sería mucho peor si le reprimiésemos.
– No le hace ninguna falta descubrir que el mundo es un lugar pésimo -murmuró la mujer-. Se le viene enseñando desde que era pequeño.
– Por desgracia -dijo Luis, sirviéndose un vaso de vino que Eugenia había traído del pueblo-. La juventud ha de mantener las ilusiones hasta donde pueda.
Eugenia, intencionadamente, se volvió al oír el ruido del televisor y comenzó el telediario con un largo reportaje sobre las elecciones. Bernal aguzó el oído cuando oyó que hablaban del Metro madrileño:
– En el curso de esta mañana se han descubierto unos misteriosos envoltorios en diversos vagones. Al parecer están relacionados con los recientes homicidios cometidos en la red metropolitana. Las investigaciones están a cargo del comisario Bernal y su sección de la Brigada Criminal .
– Hablan de ti, Luis -exclamó Eugenia-. ¡Qué vergüenza! Quiera Dios que mi familia de Ciudad Rodrigo no esté viendo la tele.
– Lo único vergonzoso -dijo Bernal- es que no he cogido aún al que ha cometido esos crímenes absurdos. La investigación policíaca es una profesión honrada.
– Pero tan sucia, Luis. No tienes más que pensar en la gente a la que haces preguntas. ¡Golfas y gentuza por el estilo! Mi padre quería que te dedicases a la agricultura, ya lo sabes.
Bernal gruñó al oír aquel fragmento de historia pasada y pinchó con furia una chuleta bastante quemada.
La inspectora Elena Fernández, con un elegante vestido dominguero (había acompañado antes a su madre a misa de siete), se encontraba ante la boca del Metro de la estación La Latina, en la plaza de la Cebada, esperando a su colega Juan Lista. Había hecho una pequeña trampa, tomando un taxi y no el Metro de la Línea 5, en Rubén Darío, pero se sentía mejor por ello mismo. En realidad, aunque no quería admitirlo, los recientes sucesos le habían hecho tomar aversión al Metro, del que nunca había sido muy entusiasta.
A aquella hora de la mañana, a punto de dar las nueve, advirtió que había mucha gente circulando por la calle Toledo, en dirección al Rastro. Había también chamarileros rezagados que, con la ayuda de toda la familia, se dirigían con sus mercancías a su puesto respectivo. Juan Lista no tardó en emerger de las escalinatas del Metro y en saludarla.
Читать дальше