David Serafín - El Ángel de Torremolinos
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- Название:El Ángel de Torremolinos
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El transmisor de Elena cobró vida.
– Aquí Lista. Posible sospechoso acaba de girar hacia el Bajondillo con un paquete grande.
Elena se estiró para ver al hombre entre las sombras móviles proyectadas por los faroles del fondo de la calleja. Luego vio la pavorosa figura alta avanzando hacia ella y retrocedió instintivamente hacia la relativa seguridad de su habitación. Atisbando entre el hueco de las cortinas, vio más claramente su rostro a la luz de las ventanas del Red Lion. Reconoció aquella cruel mirada fija; el hombre se detuvo entonces y alzó la vista directamente hacia su ventana. Elena se tambaleó asustada. Estaba mirando a su ventana, sólo a la suya, como si esperara verla allí. Empezó ahora a desenvolver el gran paquete, mirando arriba y abajo de la calle empedrada. Cuando se aseguró de que no había nadie a la vista, saltó la verja con extraordinaria agilidad y aterrizó en el tejado; los gatos empezaron a chillar y a arañarle las piernas. Elena le oía hablarles suavemente en voz baja mientras acababa de desenvolver el paquete; luego les arrojó lo que parecía un pernil de tamaño considerable.
Los gatos atacaron vorazmente su presa en tanto el hombre les contemplaba con aparente satisfacción, pues palmeó a uno o dos en el lomo mientras los animales rivalizaban entre sí para unirse al festín. Elena logró susurrar por el transmisor:
– Identificación positiva. Está en el tejado dando de comer a los gatos.
Volvió a retroceder, estremeciéndose cuando él alzó la vista de nuevo hacia su ventana; no había la menor duda de que era su ventana la que le interesaba, ya que no miraba a ninguna otra. Elena contuvo la respiración. Cuando se atrevió a mirar de nuevo, el individuo se había desvanecido. Se asomó con cuidado entre las cortinas echadas y miró a la calle arriba y abajo. No se veía absolutamente a nadie.
– Aquí Varga. No se deje ver, inspectora. Está agachado detrás de las chimeneas.
Elena se echó rápidamente hacia atrás. El viento nocturno movía las cortinas sin cesar. Con un poco de suerte, no se habría fijado en ella. Conteniendo de nuevo la respiración, oyó pasos en las tejas. La radio crepitó.
– Aquí Varga. ¡Se marcha! Ha cruzado el tejado y baja por una cañería de la pared de una de las casitas más bajas. Ahora estoy intentando conseguir la muestra.
Elena acumuló al fin valor suficiente para asomarse; vio la sombra de Varga que echaba una cuerda desde el tejado del Red Lion. El arpeo golpeaba las tejas con un leve sonido metálico que agitó momentáneamente a los animales que devoraban la carroña.
– Aquí, Lista. Doy la vuelta por la calleja de abajo para localizarle cuando salga.
Elena miraba con ansiedad a Varga, que se inclinaba precariamente sobre los aleros y seguía echando la cuerda sin conseguir enganchar el trozo de carne, haciendo que los gatos se dispersaran asustados cada vez que lo intentaba. Consiguió al fin enganchar un trozo y empezó a alzarlo, en tanto que los frustrados animales gritaban y saltaban intentando recuperarlo. En seguida estaba fuera de su alcance, pero Elena temía que pudieran dar con una forma de saltar al tejado más alto para atacar a Varga.
– Voy a bajar para ayudar a Lista -comunicó Miranda.
Los gatos hambrientos alzaban ahora sus garras en vano hacia la pared lateral enjalbegada del Red Lion, aunque dos o tres de los más inteligentes intentaban saltar a una cañería de desagüe que bajaba desde el lugar en el que Varga ocultaba ahora su botín en una gran bolsa de plástico negro. Tenía que darse prisa, pensó Elena. Luego le vio desaparecer tras las chimeneas del bar y supo que intentaría bajar por el montante del otro lado.
– Aquí, Varga; ya voy, jefe.
Los maullidos de los gatos alcanzaron un nuevo crescendo cuando, al parecer, comprendieron que les habían arrebatado la comida. A los pocos minutos, Elena vio que el técnico salía del bar, dando las buenas noches animosamente al propietario, y se alejaba del Bajondillo hacia el pie del acantilado, desde donde subiría a la oficina de Bernal en el ascensor desde el garaje del hotel. Elena sabía que había un coche policial esperando para llevar a Varga al laboratorio de patología de Málaga, donde aguardaba el doctor Peláez para practicar los análisis de la carne.
Una vez conseguida la muestra, las órdenes eran mantener al sospechoso sometido a estrecha vigilancia, sin alarmarle. Elena miró hacia el Bajondillo y vio a Miranda que bajaba rápidamente, al resguardo de la sombra de las paredes. Lista comunicó:
– Le he localizado. Estoy en la esquina de la calle paralela al Paseo Marítimo. El sospechoso se acerca en este momento al grupo de casitas de pescadores que hay más abajo del acantilado.
Miranda alzó, al pasar, la vista hacia la ventana de Elena, luego se apresuró hacia el Britannia, al fondo de la calleja. Elena se preguntó entonces por qué no habría vuelto a saltar la verja el amante de los gatos; se había desvanecido de la misma forma en que Ángel y ella le habían visto hacerlo la primera vez. Suponía que no volvería a salir a la calleja; no podía soportar la perspectiva de que se parara bajo su ventana. Tanteó su pistola reglamentaria para darse un poco de la confianza que necesitaba desesperadamente.
No había el menor rastro de Miranda. ¿Habría entrado en el bar de más abajo para vigilar desde una ventana, o estaría escondido en el pequeño patio de al lado? Elena no tenía ni idea. Salieron del Red Lion, frente a ella, algunos jóvenes veraneantes; empezaron a gritar y a juguetear mientras subían al pueblo. La normalidad de su animación ayudó a Elena a recobrar la serenidad. ¿Debería seguir a Miranda y unirse a todos para la operación siguiente? Bernal le había dicho que permaneciera en la ventana de su cuarto hasta media noche. En realidad Lista y Miranda eran los más expertos del grupo en el seguimiento de sospechosos sin ser vistos. Se alternaban, parándose uno de ellos en un portal, mientras el otro le daba alcance, por si el sospechoso retrocedía. Elena sabía que tenían un sistema discreto y bien elaborado de signos para comunicarse sin necesidad de utilizar los transmisores, tan embarazosos y traicioneros. Ciertamente ahora mantenían un silencio radiofónico absoluto.
Bernal permanecía sentado en la oficina, con el inspector Palencia, fumando en cadena, escuchando los breves mensajes radiados amplificados en un altavoz.
– Espero que no se dé cuenta de que le siguen, Palencia.
– Quisiera que me hubiera permitido intervenir, comisario.
– Hubiera sido demasiado arriesgado. Puede haberles visto a usted y a sus hombres entrar y salir de la comisaría.
Ángel seguía mirando por la ventana como si esperara ver lo que ocurría en la oscuridad a lo lejos, mientras Navarro, sentado a su mesa, leía informes sin enterarse del contenido. La espera es lo más duro de la labor de un policía (y la mayor parte de la misma), que las películas de gángsters no revelan nunca. Finalmente, la radio cobró vida.
– Aquí, Lista. Ha entrado en una casa vieja a continuación del aparcamiento de coches de los Apartamentos Bajondillo. Es la tercera casa a la derecha del viejo camino que sube en diagonal hasta el final de la avenida del Lido.
Bernal se acercó al plano de calles, acompañado por Palencia.
– Esa calle se llama Camino de Marcelo -dijo el inspector local, señalando el lugar.
Bernal tomó el micrófono.
– ¿Lista? Bernal. ¿Hay alguna forma de rodear hasta la parte de atrás?
– No lo parece, jefe. La casa da al acantilado por la parte de atrás, y no tiene entradas laterales.
– Será mejor que usted y Miranda se queden ahí y le sigan si sale.
Bernal se volvió entonces a Palencia:
– Obtenga una orden de registro para esa casa.
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