Elena parecía abatida.
– Lo siento, jefe, lo había olvidado. Pero ¿dónde hay una caja?
– Pregúntaselo al camarero. Seguramente tendrá algún pedazo de cartón, y también un pedazo de cuerda.
Bernal ingirió el coñac barato y el color le volvió a la cara.
– Será mejor que tome un café también. Póngame un cortado, por favor.
– Marchando, señor. ¿Se encuentra bien? -preguntó el camarero, mirando la mano de Bernal.
– Es sólo un corte superficial. ¿Estará abierta la farmacia?
– Tendría que estar, señor, hasta las diez. Está de media guardia esta semana.
– Iremos con usted -dijo Ángel-. Pero deje que llame un coche.
– Está bien. Dile al conductor que venga a la esquina de la plaza Lavapiés. Iremos allí andando para no llamar más la atención. ¿Habéis descubierto algo sobre la chica?
– No. Aunque una portera dijo que la había visto pasar unas cuantas veces, con un perro atado por una correa, lo que viene a confirmar que vive en el barrio.
– Lo mismo me dijo una portera vieja, que me recordaba de cuando yo era joven -Bernal se bebió el café caliente y en seguida se sintió mejor-. Vamos entonces a la farmacia. Creo que habrá que dejar esta indagación para mañana por la mañana. No quiero que os apuñalen en un portal. Podéis volver a casa en taxi.
– Pero no va a quedarse usted solo, jefe -dijo Elena con preocupación-. Recuerde que sé kárate y judo.
– Aún queda por afrontar lo principal, Elena, y no voy a dejar que os expongáis. Tu padre no me lo perdonaría nunca. Ángel, llévatela a casa, inmediatamente.
– De acuerdo. Pero iremos con usted a la farmacia. El coche le estará esperando ya en la esquina y es corta la distancia. Tomaremos el metro si no vemos ningún taxi.
– Lo encontraréis si vais por la calle de Valencia -dijo Bernal, cogiendo la caja que les había dado el camarero y en la que habían puesto la navaja-. Nos veremos por la mañana en la oficina.
Ya en la DGS, Bernal llevó la caja de cartón al laboratorio de Prieto y se sorprendió de encontrarlo a oscuras. ¿Es posible que le hubiese preparado todos los informes con tanta rapidez? Fue a abrir la puerta y comprobó que no habían echado la llave. Dio la luz al entrar, puso la caja en el escritorio de Prieto y escribió una nota apresurada en que le pedía investigase las huellas del mango de la navaja; aunque temía que se borraran bastante durante la noche.
De vuelta en su propio despacho, Bernal encontró una nota de Navarro encima de un informe de Varga. Los que habían entrado en el estudio de Santos habían utilizado una llave falsa para entrar en el piso contiguo, pero al parecer ninguna para abrir la puerta del periodista. Los asesinos tenían que disponer de llave propia, porque, de lo contrarío, no habrían podido echar dos vueltas a la llave al salir. Seguía sin saberse, pensó Bernal, cómo habían salido de la casa sin ser vistos. Puso el informe en su fichero y lo cerró con llave. Consultó la hora en el reloj que había estado a punto de perder en el atraco; faltaba poco para las nueve y veinte. Resolvió dar por concluida la jornada de trabajo. Tras apagar las luces y cerrar la puerta exterior, se despidió en voz alta del gris de abajo, que se servía una bebida caliente de un termo.
– Buenas noches, comisario. Coja un taxi. Ha empezado a llover.
– Nunca los encuentras cuando llueve -dijo Bernal con tono melancólico.
Nueve y media de la noche
Tuvo suerte, sin embargo, y llegó a casa en pocos minutos.
Eugenia estaba todavía preocupada por el canario.
– No se pone mejor, Luis. Tiembla más que antes.
– Enciende la estufa eléctrica, Geñita, y acerca la jaula -se quitó el abrigo mojado no sin esfuerzo-. Va a hacer humedad esta noche.
La mujer se percató de la mano vendada.
– ¿Qué te has hecho en la mano?
– Me la corté con una navaja. No es un corte profundo, y la palma suele cicatrizar en seguida. Me pusieron la venda en una farmacia.
– ¿No te han puesto ninguna inyección?
– Yo creo que ya está bien. Si se pone peor, llamaré al cirujano de la policía.
– Y que mire al canario de paso -dijo la mujer.
No hay como establecer un estricto orden de prioridades, se dijo Bernal.
– Sería la comidilla del lugar si le llamase para eso, Eugenia.
La mujer puso la televisión para ver las noticias y fue a la cocina para preparar la acostumbrada tortilla de sobras.
– ¿Quieres que te caliente el estofado?
– Creo que no me lo podría comer, gracias. Bastará con un pedazo de tortilla. Y trae un poco del tinto de Cebreros.
La lluvia repiqueteaba en las ventanas y las macetas del balcón. Una noche como cualquier otra, se dijo Bernal.
Ocho y media de la mañana
El canario había pasado una mala noche, Bernal se alegró de perder de vista las quejas de Eugenia y tomó, como de costumbre, su segundo (y verdadero) desayuno en el bar de Félix Pérez.
Si, por así decir, Bernal tenía un sitio habitual, era aquel bar antiguo que no parecía haber cambiado desde el Madrid de su juventud, salvo por el televisor que habían empotrado en la zona sombría de lo alto de la puerta. Encima de la adornada caja registradora había una figura de cerámica pintada que representaba a un hombre en el brusco ademán de cruzar los puños, el uno alzado con aire amenazador, y una advertencia escrita debajo, que siempre provocaba una sonrisa a Bernal: ¿Quieres fiado? ¡Toma!
Se dio cuenta de que era un hombre paradójico, como casi todos los hombres que habían rebasado la cuarentena: se obligaba a modernizar y acomodar su habitáculo, pero le gustaban los bares antiguos, sencillos y, sobre todo, sin restaurar.
Al salir a la calle advirtió que los pegajosos brotes de los castaños que bordeaban el Retiro anunciaban los primeros síntomas de vida. No tardarían en brotar éstos hasta convertirse en gruesas antorchas blancas.
Resolvió no unirse al gentío del metro; había dejado de llover durante la noche y había débiles muestras primaverales en el aire sucio. Comprendió que el ataque sufrido la noche anterior le había puesto nervioso y con una leve sensación de náuseas. Un incidente menudo y ridículo, normal en aquel barrio y en tantos otros puntos de la ciudad… y a él le inquietaba. ¿Por qué le habría elegido el chulo precisamente a él? Bueno, era un tipo mayor, bajo y bien vestido: una víctima ideal para un atraco de poca monta. El rápido contraataque había asustado al atracador más que a él, seguramente.
Anduvo aprisa hacia la puerta de Alcalá, y recordó haber visto, al final de la adolescencia, aquella sobria puerta dieciochesca adornada con tres grandes banderas rojas verticales, en ambos lados, con la hoz y el martillo y las caras de Marx, Lenin y Stalin respectivamente, estampadas en ellas. ¿O el tercero era Bakunin? No podía acordarse.
Se preguntó si la historia se repetiría, aunque lo dudaba. Podía haber caído la cabeza del régimen, pero la maquinaria implacable seguía funcionando en todos los aspectos de la vida. La inmensa organización policíaca, con sus tres ramas de Policía Armada, Guardia Civil y Policía Municipal, la mayor de todos los países occidentales, en proporción, seguía vigilando, seguía informando, seguía interviniendo con energía; el nuevo gobierno incluso había sacado dinero de donde no lo había para dotarla de los más modernos equipos, armas y vehículos. Acostumbradas durante mucho tiempo a una lealtad única, las fuerzas de la ley y el orden no vacilaban en inclinarse ante el hombre que aparecía al mando por muy grotescos e inexplicables que sus actos parecieran. Era incluso lógico, se dijo Bernal, que en los altos puestos de la policía comenzara a creerse que se iba a conseguir una España «democrática» sin que nada cambiara en absoluto, tal y como Francia había sido un país al parecer «libre» desde el Directorio, o Inglaterra desde la Restauración.
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