David Serafín - Sábado de gloria

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Un joven periodista cae al vacío desde el ático de su casa de Madrid en pleno Domingo de Ramos. Todo parece accidental hasta que el comisario Luis Bernal empieza a sospechar si la víctima cayó o fue empujada.
El comisario Bernal entra en una peligrosa espiral cuando descubre que el periodista tenía una información altamente delicada para el difícil equilibrio político que se vive en esos momentos en la España posfranquista. Pese a las sempiternas presiones de sus superiores, Bernal decide aclarar el asunto, en realidad un doble crimen, aun a riesgo de su vida, y decide hacerlo antes del Sábado de Gloria (antes de que acabe la histórica Semana Santa de 1977, llena de tensión política por la legalización del PCE y las primeras elecciones generales), para evitar una nostálgica y esperpéntica Resurrección. Con esta novela David Serafín recibió de manos de la crítica inglesa el John Creasey Memorial Award de 1979, por la creación de un clásico policíaco. Hoy, Sábado de Gloria es un fascinante retrato de la transición política española.
«Las novelas policíacas del célebre hispanista Ian Michael (a.k.a. David Serafín), con su mezcla de política y costumbrismo, nos presentan una faz nada acostumbrada de ese tiempo que llamamos transición… Lo más relevante de las novelas policíacas del comisario Bernal tal vez sea intangible, porque aunque resulten abrumadores los detalles, lo insustituible es el clima político que se nos dibuja. En el final de una dictadura todos los crímenes son políticos, y en los tiempos de transición a la débil democracia la política lo impregna todo… Por eso el instinto de sabueso de nuestro comisario lo lleva a descubrir tramas golpistas, ruido de sables, involución, terrorismo y atentados antidemocráticos en cualquier aparente “suceso”.
La realidad pareció imitar algunas de las tramas de Serafín… Ni Vázquez Montalbán se atrevió a tanto…» Antonio Molina Flores (Del prólogo a esta edición.)

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Tras anudarse la corbata de seda, comprada en Celso García, metió la cabeza en el humo rancio y azulado que envolvía a su mujer, enfundada en severo alepín negro, y dijo:

– Geñita, tengo que irme disparado a investigar ese caso de supuesto suicidio que tuvimos ayer en Alfonso XII. El personal forense me estará esperando ya en el despacho.

La mujer dejó el tenedor, se persignó al oír lo del suicidio y dijo de manera implacable:

– Está bien, pero cómete antes unas tostaditas. Hace frío esta mañana. Ha nevado en la sierra.

Ella ya había salido a la terraza, que daba al norte, a Guadarrama, para colocar en la barandilla la palma que había llevado en la iglesia el día anterior; y ahí seguiría durante un año, como símbolo de su fe inquebrantable, hasta que se secara y se la llevase el viento. Había ido también a inspeccionar su jardincito de la azotea, consistente en más de un centenar de plantas y arbustos, buena parte de ellos empotrados con notable tristeza en viejos botes de pintura y latas de aceite, ya que ni se le pasaba por el magín malgastar el dinero comprando macetas.

Bernal hizo ademán de introducir una tostada en el repugnante café y cuando la mujer salió para despertar al hijo menor, Diego, que se marchaba aquel día para pasar una temporada esquiando en Candanchú con los amigos de la universidad, aprovechó la oportunidad para vaciar el contenido de la taza en el inodoro del baño y volvió a todo correr a la cocina, justo en el instante en que Eugenia regresaba. Miró ésta con suspicacia la taza vacía -suponía siempre, y no le faltaba razón, que él era culpable de algo, ya que solía mirar al marido, a los hijos, al nieto reciente y, a decir verdad, a todos los hombres de su parentela como si se tratase de malhechores encubiertos o en potencia- y volvió a servirle un poco más de aquel brebaje que olía a rayos.

– Tengo que irme corriendo, Geñita. Hasta luego -y tras un rápido trasteo en el cuarto de baño, para fingir que se cepillaba los dientes pero en realidad para tirar de la cadena (un bonito quid pro quo para el fornido agente de seguros que vivía en el piso de abajo), se apresuró por el largo pasillo embaldosado, arrastrando el abrigo de pelo de camello. Se detuvo un momento para comprobar que llevaba en su sitio la pistola de reglamento y para dejar un sobre con diez mil pesetas en la cama de Diego, que aún dormía: no ignoraba que el hijo menor necesitaba más o menos aquella cantidad para sus correrías nocturnas; de tal palo tal astilla, pensó, aunque el mayor, Santiago, siempre había dado muestras de ser un deprimente modelo de piedad, forjado a imagen y semejanza de la madre.

Ya en el rellano echó un vistazo al hueco del ascensor, de siete pisos de profundidad, para calcular la altura a que se encontraría la vieja caja de caoba, con sus manijas de bronce pulido y espejos decorados. Funcionaba por sistema hidráulico y era uno de los pocos ascensores de aquel tipo que todavía existían en Madrid; el Ayuntamiento lo había declarado peligroso cuatro años antes, pero las diversas reuniones de vecinos aún no habían sido capaces de llegar a un acuerdo en lo tocante a costear el que lo reemplazase. Bernal pensó que sería más sano y seguro bajar por las escaleras, máxime cuando de aquel modo evitaría el riesgo de un contacto con las vecinas parlanchinas y sólo tendría que contestar al quejumbroso saludo de la portera, que, cuando no fingía quitar el polvo a las plantas de plástico del viejo zaguán, permanecía en la oscuridad de la portería pasando las cuentas del rosario y espiando a los inquilinos.

– Buenos días, don Luis. Una mañana de perros para los delincuentes, ¿verdad? Seguro que volverá a llover más tarde.

– Muy buenas, señora. Esperemos que, con todo el mundo fuera, tengamos una Semana Santa tranquila.

– Dios le oiga, don Luis -como de costumbre, la mujer no parecía demasiado convencida de los buenos servicios de Dios en aquel particular.

Ocho de la mañana

Nada más pisar la calle de Alcalá, Bernal comprobó que la ciudad seguía bajo su espesa nube de aire contaminado, que ni siquiera el sol de aquel día conseguía despejar. Se detuvo en un quiosco para comprar la Hoja del Lunes, único matutino que aparecía en tal día de la semana, y saludó al quiosquero, cuyo puesto estaba hasta los topes de Playlady, Lib , Convivencia y muchas otras revistas de pornografía blanda, que no habían dejado de inundar el mercado desde la muerte de Franco como heraldos del nuevo destape.

Entró luego en el bar de Félix Pérez, unos pasos más allá, y se regaló con un desayuno apropiado a base de un café doble y un croasán recién hecho. Repasó los titulares del periódico: seguía investigándose la causa del terrible choque de los dos aviones a reacción en el aeropuerto de Tenerife; se dedicaba asimismo cierto espacio a incidentes menores y los enfrentamientos callejeros; el titular más llamativo, sin embargo, era la abolición gubernamental del Movimiento Nacional, único partido político permitido durante los treinta y ocho años de régimen franquista.

Bernal se alegraba de haber permanecido al margen de la política hasta donde le había sido posible. Aunque su padre había sido guardia de asalto durante la República y había caído en el curso de los alborotos de 1936, y él mismo había sido, poco antes de declararse la guerra, cadete de la Guardia Civil en Ciudad Rodrigo, donde había conocido a Eugenia en una feria rural, mientras había dependido de la Dirección General de Seguridad se había limitado a investigar delitos comunes. Esto era lo que siempre le había fascinado: los múltiples y complejos motivos que llevaban a la gente más allá del límite o que la volvían lo bastante imprudente para caer en las redes policiales. Pues Bernal creía que todos los individuos eran delincuentes en mayor o menor medida y que tenían algo que ocultar a sus vecinos y colegas, aunque sólo fuera al nivel de los más íntimos deseos.

Tras dejar con un golpe en el mostrador una moneda de cinco duros y otra de a duro para pagar las veintiocho pesetas del desayuno, gritó al camarero:

– ¡Cobra aquí, Pepe! ¡Hasta luego!

Bernal se subió el cuello del abrigo cuando salió del bar y dirigió una rápida mirada a los cuadros de tulipanes rojos y amarillos repartidos entre los setos de la Puerta de Alcalá. Al recordar lo ocurrido a las ocho menos veinte del día anterior, miró hacia Alfonso XII.

Había sido él quien había respondido a la llamada de la comisaría del Retiro; para entonces, el juez de guardia estaba en el lugar y el fotógrafo de la policía había terminado ya su trabajo; los funcionarios auxiliares estaban a punto de trasladar el cadáver del joven a la ambulancia para conducirlo al Laboratorio Anatómico Forense. Pero había llegado a tiempo de ver la extraña posición del cuello del muerto y -cosa que le había sorprendido sobremanera- la enorme cantidad de sangre en la calzada: sangre muy reciente y de un rojo brillante, como si procediera de una de las arterias principales; pero lo más extraño de todo era el par de viejos zapatos de color marrón, con los lazos aún sin deshacer, caídos oblicuamente sobre la sangre. ¿Era posible que se le hubiesen salido de los pies mientras el hombre caía del octavo piso? ¿Y podía el ángulo de caída haber llevado a éste tan hacia la calzada?

Una vez que el equipo de las huellas dactilares hubo terminado su tarea en el piso del muerto, el inspector del barrio, Martín, y el juez de guardia habían sellado la casa. Más tarde, cuando llegaran los informes del forense y de las huellas, Bernal volvería allí con sus hombres y se esforzaría por reconstruir los hechos.

Consultó la hora y decidió unirse a la marea de pasajeros de la Línea 2, que transportaba a oficinistas y empleados desde Ventas hasta Sol. Tenía que hacer lo posible por estar en el despacho a las ocho y media para dar ejemplo a su grupo, que seguía siendo el que de mejor reputación gozaba en toda la Brigada Criminal. También, naturalmente, porque esperaba a un nuevo inspector subalterno aquella misma mañana; recordaba el oficio que le había llegado de Personal: «Fernández Ruiz, E., 28, Inspector de segunda.» Habría preferido reclutar a sus propios hombres, como antaño, pero en aquellos días los de Personal solían enviarle cualquier recién salido de la Escuela General de Policía, sin más norma de selección que el capricho. Pese a todo, si Fernández resultaba incompetente o incompatible, se las arreglaría para que lo traspasaran a otro grupo.

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