Camilla Läckberg - La Princesa De Hielo

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Tras muchos años de ausencia, la joven escritora Erica vuelve a su pueblo natal, donde ha heredado la casa de sus padres recientemente fallecidos. Erica decide darse un paseo por las calles donde transcurrió los primeros años de su vida, pero tras el aviso de unos vecinos, descubre que su amiga de la infancia, Alex, acaba de suicidarse.
Conmocionada, inicia una investigación y descubre que Alex estaba embarazada. La historia da un nuevo giro cuando la autopsia revela que su amiga no se suicidó sino que fue asesinada. La policía detiene al principal sospechoso, Anders, un artista fracasado que mantenía una relación especial con la víctima…

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– Bueno, tampoco puedo decir que me haya sorprendido del todo. En fin, tengo que irme.

– Espero que te sea de utilidad y que no hayas venido hasta aquí para nada.

– No, en absoluto. Me he enterado de lo que quería. Y, además, he tenido la oportunidad de probar los dulces de su esposa.

Eilert sonrió a regañadientes.

– Sí, eso sí que es verdad, buena repostera sí que es.

Se sumió luego en un silencio que parecía contener cincuenta años de privaciones. Svea que, con toda seguridad, había estado escuchando detrás de la puerta, no pudo aguantarse más y entró en la sala de estar.

– Bien, ¿habéis podido aclarar lo que necesitabais aclarar?

– Sí, gracias. Su marido se ha mostrado muy colaborador. Gracias por el café y los bollos, que estaban riquísimos.

– No hay de qué. Me alegro de que le hayan gustado. Venga, Eilert, empieza a quitar la mesa mientras yo acompaño al agente hasta la puerta.

Eilert comenzó a recoger las tazas y los platos mientras que Svea, sin parar de hablar incansablemente, acompañaba a Patrik a la salida.

– Cierre bien la puerta al salir. Es que no soporto las corrientes, ¿sabe?

Patrik lanzó un suspiro de alivio cuando la puerta se cerró y perdió de vista a la mujer. ¡Qué maruja tan horrible! Pero había conseguido la confirmación que buscaba. Ahora estaba prácticamente seguro de saber quién era el asesino de Alex Wijkner.

En el funeral de Anders no hizo tan buen tiempo como en el de Alex. El viento castigaba las partes del cuerpo que no estaban protegidas por prendas de abrigo y sonrojaba las mejillas de los asistentes. Patrik se había puesto tanta ropa como pudo, pero no fue suficiente contra el implacable frío, así que, mientras bajaban el ataúd, temblaba aterido junto a la tumba. El entierro en sí fue breve y desolador. Tan sólo habían acudido a la iglesia unas cuantas personas y Patrik se sentó discretamente algo apartado en el último banco. Vera estaba en el primero.

Incluso había dudado de si debía o no acudir al entierro, pero se decidió en el último minuto, pues pensó que era lo menos que podía hacer por Anders. Vera no había parpadeado durante todo el tiempo que él la estuvo observando, pero no por ello pensó que su dolor fuese menos intenso. Simplemente, se trataba de una mujer a la que no le gustaba mostrar públicamente sus sentimientos. Patrik la comprendía e incluso compartía su postura. En cierto modo, la admiraba. Era una mujer fuerte.

Después de finalizado el entierro, los pocos asistentes se dispersaron y se fueron cada uno en una dirección. Vera empezó a caminar despacio, con la cabeza gacha, sobre el paseo de gravilla que conducía hasta la iglesia. El gélido viento la azotaba sin piedad y la mujer se había anudado la bufanda como un pañuelo sobre la cabeza. Patrik vaciló un instante. Después de una breve lucha interna durante la que se incrementó la distancia entre los dos, tomó una decisión y se apresuró a alcanzar a Vera.

– Bonita ceremonia.

Ella sonrió con amargura.

– Sabes tan bien como yo que el entierro de Anders ha sido tan patético como la mayor parte de su vida. Pero gracias de todos modos. Has sido muy amable.

La voz de Vera desvelaba años de cansancio.

– Tal vez incluso deba estar agradecida. No hace tantos años, ni siquiera habría podido recibir sepultura en el cementerio. Le habrían asignado una porción de tierra fuera del camposanto, un lugar especial para los suicidas. Aún hay mucha gente mayor que cree que los que se quitan la vida no van al cielo.

Vera calló unos minutos y Patrik esperó a que siguiese hablando.

– Lo que hice con el suicidio de Anders, ¿tendrá consecuencias legales?

– No, creo poder garantizarte que no será así. Lo que hiciste fue lamentable y, desde luego, que hay leyes para castigarlo, pero no, no creo que te acarree consecuencias.

Dejaron atrás la casa de los feligreses y continuaron caminando despacio en dirección a la de Vera, que estaba a unos doscientos metros de la iglesia. Patrik había estado cavilando toda la noche sobre cómo proceder, hasta que se le ocurrió una solución algo cruel, aunque esperaba que diese buen resultado. Así que, en tono negligente, comentó:

– Bueno, lo más trágico de toda la historia de las muertes de Anders y de Alex es, en mi opinión, que el bebé tuviese que morir.

– ¿Qué bebé? ¿De qué hablas?

Patrik se alegraba de, contra todo pronóstico, haber podido mantener aquella información en secreto.

– El hijo de Alexandra. Estaba embarazada de tres meses cuando la asesinaron.

– Su marido…

Vera balbucía, pero Patrik prosiguió, con forzada frialdad.

– Su marido no tenía nada que ver. Al parecer, hacía ya varios años que no mantenían ningún tipo de relación íntima. No, parece ser que el padre era alguien con quien ella se veía aquí, en Fjällbacka.

Vera se aferró con tal fuerza a la manga de su abrigo, que los nudillos se le quedaron blancos.

– ¡Dios bendito! ¡Por Dios bendito!

– Sí, claro, algo terrible. Matar a un bebé que estaba por nacer. Según el protocolo de la autopsia, era un varón.

Se reprochaba interiormente su frialdad, pero se obligó a no decir una palabra más por el momento, sino aguardar la reacción que había calculado que se produciría.

Estaban bajo el gran castaño, a cincuenta metros de la casa de Vera. Cuando, de repente, la mujer empezó a moverse, lo pilló totalmente desprevenido. Echó a correr con una rapidez sorprendente para su edad y a Patrik le llevó varios minutos reaccionar y salir corriendo tras ella. Una vez ante su casa, encontró la puerta abierta de par en par, así que entró con sumo cuidado. Desde el vestíbulo se oían sollozos procedentes del baño y, al cabo de un rato, la oyó vomitar.

Le resultaba violento esperar en el vestíbulo con la gorra en la mano, mientras ella vomitaba, así que se quitó los zapatos mojados y el abrigo y se fue a la cocina. Cuando, después de un rato, Vera salió del baño y entró en la cocina, el café empezaba a salir y había dos tazas en la mesa. Estaba pálida y por primera vez, se veían lágrimas en su rostro. Tan sólo un amago de llanto, como un brillo másintenso en la comisura de los ojos, pero era suficiente. Vera se sentó muy tensa en una de las sillas.

En escasos minutos, parecía haber envejecido varios años y se movía muy despacio, como si tuviese mucha más edad. Patrik le concedió unos minutos más de respiro, mientras servía el café para los dos, pero en cuanto se sentó le dio a entender con una mirada imperiosa que había llegado el momento de la verdad. Vera sabía que él lo sabía y que no había vuelta atrás.

– Es decir, que maté a mi nieto.

Patrik lo interpretó como una pregunta retórica y no se molestó en contestar. Si lo hacía, se vería obligado a mentir, por el momento. Y no podía echarse atrás, ahora que había llegado tan lejos. Vera sabría la verdad en su momento. Pero ahora era su turno.

– Supe que tú habías matado a Alex cuando me mentiste diciendo que habías estado en su casa la semana anterior. Dijiste que habías pasado frío el rato que estuviste sentada en la cocina. Pero la caldera no se estropeó hasta la semana siguiente, la semana en que murió.

Vera tenía la mirada perdida y ausente y ni siquiera parecía oír a Patrik.

– Es curioso. Hasta ahora no me había dado cuenta de que, de hecho, le he quitado la vida a otro ser humano. La muerte de Alexandra nunca me pareció algo real, pero el hijo de Anders… Casi puedo verlo ante mí…

– ¿Por qué tenía que morir Alex?

Vera alzó una mano para detenerlo. Se lo contaría, pero a su ritmo.

– Se habría desatado el escándalo. Todo el mundo lo habría señalado con el dedo y lo habrían ido criticando. Hice lo que creí que era correcto. No sabía que iba a convertirse en el blanco de las burlas del pueblo de todos modos. Que mi silencio iba a devorarlo por dentro y que le arrebataría todo lo que tenía valor en su vida. Era tan sencillo. Karl-Erik vino y me contó lo ocurrido, pero, antes, había estado hablando con Nelly, y los dos estaban de acuerdo. Ningún bien nos reportaría el que se enterase todo el pueblo. Sería nuestro secreto y, si yo sabía qué era lo mejor para Anders, mantendría la boca cerrada. Así que callé. Callé durante años. Y cada año que pasaba, Anders se hundía más y más. Con cada año se consumía en su propio infierno y yo opté por no ver mi parte de culpa. Limpiaba lo que él ensuciaba y lo mantenía en pie como podía, pero me era imposible deshacer lo ya hecho. El daño del silencio no se puede reparar.

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